La heterodoxia de Ermanno Olmi

Hay una forma de narrar, de contar una película desde la mera observación. A mi entender, la clave de ese cine ha estado en manos de realizadores como Robert Bresson y Yasujirô Ozu. Para ellos, el tomavistas era un notario de lo sucedido delante de su objetivo. Por su distancia con lo contado, por su objetividad a ultranza, por su absoluta renuncia a todo tipo de artificios, esa contemplación indolente resulta una de las más elevadas formas de heterodoxia frente a esa ortodoxia que concibe el cine como un mero espectáculo. Una ortodoxia que, por mucho que lo parezca ante la exaltación de la heterodoxia que me ocupa, yo en modo alguno critico. Ni soy quién, ni quiero hacerlo. Doy fe de lo que hay a un lado y al otro. Tan sólo es eso.

“Las películas tienen que empezar por un terremoto y seguir subiendo”, aseguraba Cecil B. DeMille. Por su parte, Frank Capra sentenciaba: “En el cine vale todo menos el aburrimiento”. “O no”, parece apostillar la obra del gran Michelangelo Antonioni.

"El humanismo de Olmi era de inspiración católica en una época en que la sociedad italiana se estaba secularizando"

Ese cine, tan alejado de la exhibición como tendente al intimismo, que en el caso de Bresson llega a alcanzar el ascetismo, tuvo otro de sus más genuinos exponentes en el italiano Ermanno Olmi. Fue la suya la generación de Ettore Scola, Marco Bellocchio y Elio Petri. Pero su cine nunca tuvo nada que ver con el de sus contemporáneos, entre quienes la cosmovisión marxista era canónica. Tan era así que, muchos de ellos, militaban en el Partido Comunista Italiano. Menos aún cabe adscribir al gran Olmi a esa comedia a la italiana —Dino Risi, Luigi Zampa, Luigi Comencini…— que sucedió al Neorrealismo en la plana mayor de la producción trasalpina.

Siempre alejado de sus contemporáneos, con los que, dado su deliberado aislamiento frente a la industria, tampoco compadreaba, el humanismo de Olmi era de inspiración católica en una época en que la sociedad italiana se estaba secularizando —incluso la española empezaba a hacerlo—, lo que también fue a conferirle cierta disidencia. Heterodoxo, pues, desde diversos puntos de vista, nuestro cineasta se dio a conocer internacionalmente con El árbol de los zuecos (1978).

Desde que los hermanos Lumière filmaron a los obreros saliendo de su fábrica en 1895, la cartelera nunca había asistido a tal cantidad de filmes de exaltación proletaria como en los años 70. Reflejo indiscutible de uno de los grandes debates sociales del momento, en aquel conglomerado había de todo. A veces dramas del calibre de Metello (Mauro Bolonigni, 1970); otras, comedias como Mimí, metalúrgico herido en su honor (Lina Wertmuller, 1972); ora obras maestras como El hombre de mármol (Andrzej Wajda, 1976); ora obras menores como Sacco y Vanzzeti (Giuliano Montaldo, 1971)… En fin, convertida aquella pantalla en todo un subgénero de los años 70, El árbol de los zuecos destacó entre tanta variedad por su excelencia.

"La comparación de El árbol de los zuecos de Olmi con el filme de Bertolucci, la cumbre de ese cine de exaltación proletaria de los años 70 del pasado siglo, ni es mía, ni es gratuita"

Protagonizada por verdaderos campesinos, que bien podían haber sido los nietos de los retratados —el rodaje con actores no profesionales es una condición indispensable de ese ascetismo fílmico al que me refiero—, el asunto del primer éxito internacional de Olmi versaba sobre los lugareños de una aldea lombarda en las postrimerías de la centuria decimonónica. Días en verdad aciagos en los que, como recuerda el Olmo (Gérard Depardieu) de Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976), el amo encerraba a los siervos por la noche, en el lugar donde dormían, una suerte de pesebre o de cuadra, y se quedaba tan ancho.

Fotograma de ‘El árbol de los zuecos’.

La comparación de El árbol de los zuecos de Olmi con el filme de Bertolucci, la cumbre de ese cine de exaltación proletaria de los años 70 del pasado siglo, ni es mía, ni es gratuita. Fueron los comentaristas de aquellas “películas de tesis”, que se las llamaba, no comprometidos con el marxismo —una minoría frente a los “concienciados políticamente”, mayoritariamente comunistas— quienes la calificaron como “el Novecento de la democracia cristiana”.

A mí, que ya entonces sentía idéntico escepticismo frente a todos los credos, ya fueran estos políticos o religiosos pues se trata de dos formas de la misma trampa, El árbol de los zuecos nunca me ha parecido una cinta especialmente cristiana. Hay un cura, sí. Pero no se hace hincapié en la función evangelizadora que se supone a su ministerio. Al menos no como se hacía en esa pantalla piadosa que se enseñoreó de la cartelera patria cuando España era una autarquía en la que imperaba el nacionalcatolicismo (1939-1959) y se veían películas tan piadosas como La mies es mucha (José Luis Sáenz de Heredia, 1948), Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954) o Molokai, la isla maldita (Luis Lucia, 1959).

"Como sucede tan a menudo con la creación disidente, más libre porque no obedece a ningún canon, el paso del tiempo ha convertido a El árbol de los zuecos en una de las mejores películas de los años 70"

Ya digo, a mí, la cinta de OImi me parece un título heterodoxo frente a la ortodoxia marxista de Novecento. Lo que en Bertolucci son esos obscenos vítores a Stalin, en El árbol de los zuecos es contemplación serena, empero aguda. Hablada en bergamasco, el dialecto del lombardo que se escucha en los lugares que retrata, nos propone una mirada casi documental a la vida cotidiana de los campesinos lombardos en el tránsito en que dejaron de ser siervos del amo de sus tierras para convertirse en trabajadores. Una mirada que a veces es tan cruel como en la secuencia de la matanza, cuyos planos presentan la evisceración de un cerdo real y con el animal aún vivo. Ya entonces provocó las críticas de los animalistas. No solía ser así de brutal. La mirada de Olmi era bastante apacible, pero a la vez tan convincente como la de los cineastas comprometidos. Al cabo, nos llevaba al mismo lugar —la sintonía con los desheredados— pero por un camino diferente. Esa fue su heterodoxia.

En cierto sentido, El árbol de los zuecos puede entenderse como una suerte de polifonía, porque nos cuenta varias historias. Destaca entre ellas la del padre, que es expulsado de la tierra que trabaja por haber talado un chopo, presto a hacer con él unos zuecos con los que su hijo pueda recorrer a diario el largo camino que le separa de la escuela. Más heterodoxia: la emancipación de los oprimidos radica en la cultura, que no en la siempre abominable política. Como sucede tan a menudo con la creación disidente, más libre porque no obedece a ningún canon, el paso del tiempo ha convertido a El árbol de los zuecos en una de las mejores películas de los años 70.

Nacido en 1931 en Treviglio, que como el resto de Bérgamo es una de las regiones más católicas de Italia, la de Ermanno Olmi fue una familia socialista. Quiere esto decir que en este gran cineasta se daban todas las circunstancias para esa sublimación de los pobres, que puede llegar a ser tan cargante, de puro sensiblera, como nos lo sugiere don Luis Buñuel al arremeter contra ellos en Los olvidados (1960).

Había algo en el gran Olmi que alejaba su mirada de la burda mitificación de los desheredados. Sé que era la distancia con que emplazaba el tomavistas de lo filmado lo que le hacía no caer en ese didactismo fácil al que aún se dan el común de los cineastas concienciados.

"Su sobriedad bien podría obedecer a una concepción religiosa de la vida. Pero, por más descreídos que seamos, no ha de verse con reparo"

Tiempo atrás, este otro maestro italiano se había puesto en marcha como realizador de cintas de ficción tras una larga experiencia como documentalista para la Edison-Volta de Milán, la empresa que le empleaba. Parece ser que incluso su primera ficción de largometraje, Il tempo si è formato (1961), fue concebida como un documental. Se trata al cabo de la relación entre el veterano vigilante de una presa, cuya construcción está parada por las nieves del invierno, y un joven estudiante que elige aquel destino porque su soledad le permitirá preparar a conciencia sus exámenes. Es difícil dilucidar en qué momento Il tempo si è formato dejó de ser un documental para convertirse en una ficción. Pero aún lo es más no conmoverse ante la forma en que Olmi nos cuenta el nacimiento de una amistad tras los primeros recelos.

Su sobriedad —como en el caso de Bresson— bien podría obedecer a una concepción religiosa de la vida. Pero, por más descreídos que seamos, no ha de verse con reparo. Si Olmi hubiese llegado a ese estado de distante gracia, desde el que nos cuenta las cosas, merced al consumo de alucinógenos, el resultado sería el mismo. Eso sí, se haría más fácil admirarlo.

Fotograma de ‘El empleo’.

La forma en que el trabajo afecta a la existencia fue una constante en la filmografía de este piadoso a destiempo. Así, en El empleo (1961), su primera obra maestra —siempre con actores no profesionales— se nos cuenta cómo un joven oficinista se siente atraído por una chica, que entra a trabajar en la empresa el mismo día que él, y la vida laboral, inexorable, les va separando. También fue merecedora de varios premios internacionales.

Recuerdo Durante l’ estate (1971) como el más cordial de los retratos de un perdedor que he visto en la gran pantalla. Lunga vita alla signora! (1987) —sobre la primera experiencia profesional de unos jóvenes, recién salidos de la escuela de hostelería, que han de servir un banquete en un hotel— resultó ser otro conmovedor retorno del maestro a su constante interés por el mundo laboral.

"Hasta la espiritualidad del gran Ermanno era heterodoxa, nada que ver con esa gravedad luterana de los místicos escandinavos: Dreyer, Victor Sjöström, a veces incluso Ingmar Bergman"

Pero el arte mayor volvió con La leyenda del santo bebedor (1987), que podría definirse como la liturgia del borracho. Luminosa adaptación del original homónimo, póstumo y en una buena medida autobiográfico de Josep Roth, es, además de todo eso, uno de los más precisos acercamientos a quienes beben decididos a matarse que hayan llegado a la cartelera comercial. Particularmente, La leyenda del Santo bebedor, junto con La palabra (Carl Theodor Dreyer, 1955), se me antoja la explicación más racional —por así decirlo— a un hecho milagroso que se me ha ofrecido. Naturalmente, yo no creo en más milagro que en aquel que obra la biología en el atractivo de las actrices de mi parnaso. A qué negarlo: yo soy más de pecados. Pero el prodigio que el gran Olmi nos propone es tan maravilloso que merecería ser cierto. Andreas Kartak es un clochard parisino —incorporado por Rutger Hauer, ya que La leyenda… supuso la primera vez que Olmi recurrió a actores profesionales— que vive bajo un puente del Sena. Está en las últimas cuando un día va a su encuentro un sujeto misterioso, quien le da doscientos francos con la encomienda de que haga un donativo a la iglesia de Sainte-Marie des Batignolles. Huelga decir que a Andreas le falta tiempo para gastarse el dinero en priva. Sin embargo, la mala conciencia le reconcome y siempre surge alguien que, milagrosamente, le reintegra con cualquier disculpa la cifra.

Rutger Hauer en ‘La leyenda del santo bebedor’.

Y así una y otra vez; ahora un ciego, ahora una chica, también milagrosa —Gaby (Sandrine Dumas)—, con quien vive la última aventura, hasta que Andreas consigue llegar al templo. Una vez allí no sólo hace la ofrenda, también —nunca mejor dicho— entrega el alma. Dios nos guarde a todos los borrachos una muerte tan dulce, tan dichosa, viene a concluir Olmi citando a Roth.

Hasta la espiritualidad del gran Ermanno era heterodoxa, nada que ver con esa gravedad luterana de los místicos escandinavos: Dreyer, Victor Sjöström, a veces incluso Ingmar Bergman.

"Humildemente me permitiré apuntar: puesto que Ermanno Olmi creía en Dios, que Dios bendiga a Ermanno Olmi"

Cumple por último dar noticia de El oficio de las armas (2001), la nueva obra maestra con la que nuestro cineasta, ya en el umbral del tercer milenio, nos trasladó a los albores del siglo XVI. Una vez allí, en 1526, merced a la agonía del último de los grandes condotieros, el capitán del ejército papal Giovanni de Médici (Christo Jivkov), Olmi se dispuso a contarnos cómo las armas de fuego comenzaron a imponerse a las cargas de caballería, de las hasta entonces imbatibles huestes de los condotieros.

Herido por una bala de cañón que le ha arrancado la pierna, la agonía del capitán, mientras la necrosis se va extendiendo por su cuerpo, le sirve al cineasta para organizar la cinta mediante varios flashbacks. En ellos, entre esos recuerdos de las mujeres que se le entregaron, creemos estar leyendo Del arte de la guerra (1532), el tratado militar de Maquiavelo publicado por esos mismos años. Desde luego, lo que no parece es la última obra maestra de un cineasta tan piadoso como el que nos ocupa.

Siempre que tengo que honrar a un realizador católico que me conmueve, vuelvo a evocar al gran Truffaut que escribe: “Puesto que John Ford creía en Dios, que Dios bendiga a John Ford”. Humildemente me permitiré apuntar: puesto que Ermanno Olmi creía en Dios, que Dios bendiga a Ermanno Olmi.

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