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Correr no es la solución

Correr no es la solución

Dejé de correr y me puse a caminar. Ese podría ser el lema de mi vida de los últimos meses, en sentido literal y metafórico. Me di cuenta de que correr no era la solución y de que, a veces, para avanzar, solamente hay que permanecer. Por las mañanas ya es de noche a la hora que salgo. A las seis y cuarto aún no se han ido las estrellas y la luna todavía remolonea en el cielo nocturno antes de que amanezca más allá del horizonte del Mar Menor que linda con el skyline de La Manga. Me recuerda a los lagos de las pelis americanas. A esa hora apenas hay transeúntes: algunos madrugadores corriendo; otros, como yo, caminando; de vez en cuando, el tractor de la playa y los monos azules que recogen la basura y barren la arena. También los grillos.

No están por todas partes. Los grillos. Solamente los oigo en algunos tramos, sobre todo cuando estoy llegando al punto en el que me doy la vuelta y, en lugar de regresar por el paseo, callejeo para cubrir el objetivo de kilómetros diarios. Atravieso el parque que hay pasado del CAR y lo rodeo por detrás. Antes de hacerlo, el ruido de los insectos es más alto, casi estridente. Casi siempre me cruzo con un sin techo que —imagino— duerme allí. Cuando está, lo sorprendo recogiendo sus cosas y empacándolas en una voluminosa mochila naranja. En invierno suele ponerse al resguardo de algún chiringuito; el verano lo pasa a la intemperie, bajo la vía láctea y el brillante reflejo de los satélites. No sé si es él o se trata de otra persona, pero hace unos años me sirvió de inspiración para una novela en la que él es uno de los protagonistas y no es lo que parece. Sea como sea, no sé como puede conciliar el sueño con ese cri cri constante.

"Seguí mi rutina. El mismo camino. No por ningún tipo de obsesión, sino porque tengo medida la distancia"

A pesar de octubre, el calor se resiste a abandonar esta zona. Este año me parece que es peor y se está alargando demasiado. No obstante, si tiro de recuerdos, me viene a la memoria esa nochevieja —de cuando yo empezaba a salir— en la que todo el mundo iba en manga corta. Y es inevitable sonreír al pensar en Rafa —¿se llamaba así?— cuando trabajaba en la gasolinera y, ante una ola de calor insoportable, dejó la manguera del surtidor, se arrodilló en mitad de la carretera con los brazos en alto, como si clamara a Dios, y comenzó a gritar «¡es el Apocalipsis, el fin del mundo ha llegado!». No sé si lo despidieron por aquello, pero, cuando nos lo contaron, nos echamos unas buenas risas. Todo esto viene porque el chirrido de los grillos persiste aún en estas fechas. Igual que el de las cigarras por el día, con el sol que te despelleja si te expones demasiado.

Ayer, como era sábado y no tenía que acompañar a Zoe a la parada del bus, no puse la alarma y se me pegaron las sábanas. Así que, cuando salí a caminar, ya se estaba retirando la oscuridad y una leve aureola dorada asomaba en la línea del mar llenando el cielo con un degradado anaranjado precioso. Había más gente. Los puestos del mercado que había cerca de casa ya estaban a medio montar y se percibía el eco de las voces y el ruido metálico mientras ensamblaban las estructuras de los tenderetes. Vi a alguna señora con uno de esos carritos con ruedas y un señor que regresaba con un cartucho de churros, pellizcando algunos pedazos calientes. Yo, como siempre, fui en dirección contraria, hacia la playa. Seguí mi rutina. El mismo camino. No por ningún tipo de obsesión, sino porque tengo medida la distancia. Las perritas vienen siempre conmigo: Perla, alerta a otros perros y a la voz de «corre», porque le encanta; Bella, un poco retrasada —le digo que le pesa el culo y me mira con carita de circunstancia— y pendiente de los gatos y, si hay viento, de las hojas (le encanta perseguir y cazar). Son ellas las que advirtieron el movimiento en los árboles de la bifurcación. Las que ladraron hacia arriba y recularon asustadas.

Al principio pensé que habían visto alguna ardilla. Son frecuentes por aquí. Sin embargo, al fijarme un poco más –y ya con el sol completamente fuera– descubrí que no era eso. Lo que vi fue a un grupo de hombres y mujeres encaramados en cuclillas en lo alto de las copas, sujetos a las hojas de las palmeras. Nos observaron con ojos brillantes y el rostro inexpresivo, sin dejar de cantar: como si fueran grillos. No sonrieron. No parpadearon. Solo miraron. Fijamente. Cri, cri. Cri, cri. Pensé que quizá era cosa del ayuntamiento, que tal vez hubiera contratado a un grupo de imitadores –de capa caída tras la decadencia de esa moda en la televisión de hace unos años– que no llegaron a monologuistas. ¿Quién sabe? Puede que lo hicieran para dar un toque de color a las noches de verano. Lo dudo. Era mucho suponer. Esto era demasiado. Incluso para ellos.

"No era la parca, sino él, el vagabundo que acababa de ver junto al muro. Se había acercado a mí por primera vez en años, con sigilo, y me había tocado el hombro por detrás"

Me quedé paralizado, sin poder apartar la mirada de esos ojos iluminados. Aún ya casi de día, no se les veían más rasgos que aquellos dos puntitos. El resto era como una sombra sólida. Cuerpos desnudos, silueteados en tres dimensiones. Carbones de carne con esos haces de luz por ojos que me taladraban de forma hipnótica. El escalofrío estaba tardando en llegar; lo hizo cuando sentí el tacto frío y calloso de la muerte que me sorprendía por la espalda para desactivar mi mudez y turbar mi quietud. Ni siquiera las perras habían advertido su presencia.

No era la parca, sino él, el vagabundo que acababa de ver junto al muro. Se había acercado a mí por primera vez en años, con sigilo, y me había tocado el hombro por detrás. Las perras habían dejado de ladrar hacía un rato y se limitaban a gruñir a las personas grillo sin quitarles ojo. Por eso no se habían percatado de la proximidad del hombre. A su contacto siguió un susurro. Me chistó para que no hiciera ruido. «Son inofensivos», me dijo. «Molestos, pero inofensivos. Creo». Asentí en silencio y me retiré un par de pasos. Esa duda apuntillando el final de la frase hizo que me estremeciera. «Si esperas lo suficiente puedes verlos abandonar los árboles». Me los imaginé descendiendo como primates por el tronco estriado. El mendigo debió darse cuenta por el juego de mis gestos que estaba visualizando aquella retirada y él, sin mediar palabra, negó con la cabeza y señaló con el índice hacia el cielo. Le di las gracias y reemprendí la marcha. No pensaba quedarme a comprobar lo que decía. Tenía cosas que hacer. Me sobraban excusas para evitar estar presente cuando se produjese aquel éxodo. Aún escuché el chirrido a lo lejos mientras callejeaba de regreso a casa. Y también el silencio posterior. Y los gritos.

Apreté el paso y, por si acaso, evité mirar al cielo. Ayer, al llegar a casa, tomé una decisión: toca cambio de ruta. Tal vez, deje de caminar y me ponga a correr.

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