Pertenecen al bosque, seres de la espesura o de la selva, sylvae en latín, las currucas escondidas que, solo ahora, cuando caen las primeras hojas se aventuran en la parra que trepa por los muros de la ermita antigua.
Las currucas vienen con él para pinzar los frutos antes de que también caigan y engullir los pocos insectos que los rondan. Las observo desde mi ventana, conteniendo la respiración, escondido en lo posible, sylva yo también, ser de la espesura, pues ellas, aunque nos separen muros y cristales, me percibirán en breve y huirán hacia la umbría que habitan.
Disfruto un instante de sus movimientos certeros, de la belleza de sus capirotes oscuros o rojizos según su juventud, y sobre todo de la intensidad de sus ojos, donde brilla la existencia con una concentración sublime, como si el sol se hubiese resumido en una lumbre negra que lacera a quien la mira y lo estremece. Es el ojo de la curruca, el que me ha visto y que, en correspondencia, va a desaparecer.
La curruca es un milagro inmenso en el menor tamaño: unos pocos centímetros del ave que viene a visitarme desde el misterio y al misterio regresa. En dos, tres segundos me entrega la más delicada forma de esplendor y, al vez, la más mortífera y fugaz. Ni uvas ni insectos. Ya no hay. Y pienso que las uvas eran del tamaño de un ojo de curruca y que las currucas las han visto y se han comido la luz con la que luego me miran.
Es preciso fijar esa imagen para entenderla bien: el momento en el que la curruca capirotada me descubre y echa a volar en una secuencia de libertad e impulso imposible de detener. Lo detengo en mi imaginación: el universo entero habla en el aleteo de esta avecilla discreta y huidiza paralizada en el aire.
He dicho que vas hacia el misterio. Pero, cuando te escondas allí, en la penumbra silenciosa, el misterio estará aquí conmigo. Tú lo buscas con ahínco y sé que regresarás.
Miro en mi interior. Hay un zarzal de luz dentro de mi estómago. Es aquí donde vendrás la próxima vez para alimentarte de las moras prisioneras, las que he cultivado a fuerza de quehaceres, las que he regado con mis preocupaciones y he enmarañado con mis nervios.
Tú las arrancarás una por una. Harás sitio al verdor. Te habrás alimentado de todos los apegos de mis ramas. Y, otra vez, cuando de nuevo te sientas descubierta, tu fuga me enseñará mi propia liberación.


Estupendo pero la curruca de la foto no es capirotada.
Buenos días:
Tiene toda la razón Mariam. La foto no es de una curruca capirotada.
A veces tiene uno la impresión, cuando escribe aquí, que esa precaución previa de marcar la casilla donde te pide te identifiques como no-robot es para no incomodar al verdadero robot.
Aunque un buen robot, curiosamente, sí tendría en cuenta el comentario de Mariam.
O sea, que no tiene que ver si es un robot o un humano el que recibe los comentarios. Se trata de actitud y disposición.