37245

Era el número de mi expediente universitario en Salamanca y me viene a la memoria cada vez que vuelvo a la ciudad, uno de esos datos inútiles que uno conserva sin querer, seguramente porque de tanto escribirlo en formularios o repetirlo cada vez que acudía en busca de mis notas o necesitaba hacer una consulta o me veía forzado a cumplimentar algún trámite lo primero que hacía era recitarlo ante los ordenanzas o los administrativos que se encontraban al otro lado del mostrador, y así, a fuerza de repetirlo, terminó inscrito en algún frente inexpugnable de la corteza cerebral. No me costó nada recordarlo cuando fui a recoger mi título a los diez años de haber concluido los estudios —siempre dígito a dígito: tres, siete, dos, cuatro, cinco; nunca la cifra completa: treinta y siete mil doscientos cuarenta y cinco—, ni tampoco cuando hace unos días volví a la ciudad y, siguiendo la recomendación de un amigo que estudió en esas mismas aulas, lo invoqué ante el empleado de la taquilla por ver si me permitía acceder al viejo claustro sin abonar el peaje consabido. No hubo suerte: la norma estaba escrita y, aunque él también había estudiado allí y se hacía cargo de esa propensión a la nostalgia en la que se deja embarcar uno cuando revisita determinados escenarios de su biografía, no tenía permitido hacer excepciones. Me habría resignado a pagar en otra circunstancia, pero tenía poco tiempo por delante y mi única pretensión, la de dar un paseo rápido por aquellos recodos en penumbra por los que se va enredando uno de los laberintos que conforman mi memoria, terminó por irse al traste y me tuve que conformar con asomarme al pasillo solemne y lóbrego, con atisbar los ventanales desde los que vimos nevar en la mañana de un remoto mes de enero, con vislumbrar al fondo la puerta que daba a la escalera por la que subíamos y bajábamos camino de la tercera planta.

"Ha llovido tanto desde entonces que no sé si quedará algo en mí del joven casi imberbe que llegó a Salamanca con los dieciocho años recién cumplidos y aquel número, 37245"

Ha llovido tanto desde entonces que no sé si quedará algo en mí del joven casi imberbe que llegó a Salamanca con los dieciocho años recién cumplidos y aquel número, 37245, escrito a bolígrafo en el anverso de su carnet de estudiante. Pronto habrán pasado ya casi tres décadas y uno ha vivido lo suficiente como para saber que las personas cambian, y que aquéllas que van siendo no siempre tienen mucho que ver con las que una vez fueron, y por eso siento más ternura que nostalgia si pienso en el chico que se vio en las primeras horas de un lunes de octubre completamente solo en lo alto de la calle Compañía y evoco su sensación de desvalimiento, su impresión de que se había bajado del tren en una estación equivocada. Había llegado hasta allí siguiendo la única ruta que conocía y que, según averiguó luego, no era la mejor, un itinerario que atravesaba lo que por aquel entonces estaba comenzando a dejar de ser el barrio chino y que recorrió aún en plena noche —tan temprano era que era tarde todavía—, pisando aceras irregulares junto a las que se levantaban edificios decrépitos y ruinas de antiguos burdeles, acelerando el paso para evitar cualquier encuentro indeseado, dejándose acongojar por los reflejos que imprimían los últimos brillos de la luna en los muros inmensos y austeros de la Clerecía. Revivo su inquietud cuando, enfundado en una trenca que seguramente había estrenado ese mismo día o el anterior, una prenda de abrigo que le había comprado su madre para procurarle un remedio contra el frío legendario de los otoños y los inviernos salmantinos, buscó refugio bajo la puerta no sé si del Bardo o el Alcaraván y se quedó allí quieto, aguardando que acudiera alguna señal de vida a confirmarle que aquél no era un mal sueño, y puedo sentir otra vez su mismo alivio cuando al cabo de veinte o treinta minutos oyó primero las pisadas que se acercaban —y no hubo miedo porque era aquél el eco de unos andares joviales, exultantes incluso, unos pasos que presagiaban promesa y no amenaza— y luego las voces y las risas, y supo que quienes se acercaban desde el principio de la calle en cuesta, desde la calle Prior o desde la Plaza de las Agustinas o desde Bordadores, eran quienes se convertirían en seguida en sus compañeros, recién llegados como él a una ciudad extraña que iba a ser la suya durante al menos cuatro años y que albergaría durante ese periodo sus primeros coqueteos con la edad adulta, el vértigo y la libertad que daba el vivir por primera vez lejos de casa, cómplices en el jolgorio de las fiestas universitarias y en el desaliento de los exámenes, en las promesas de amistad inquebrantable que no siempre se cumplirían por entero y en la contrariedad de los amores desbaratados que parecían un anuncio del fin del mundo y no pasaban de ser el eco desvaído de un temporal de otoño. Igual que el olor del mar nos basta para recuperar el fulgor de unos cuantos veranos felices, es la repetición de ese número inservible, 37245, el que me trae otra vez las imágenes y las palabras de aquellos tiempos que no fueron felices en mayor proporción que los presentes, pero sí de una manera distinta y única porque eran aquéllos y no éstos, y porque nosotros, los de entonces, hace mucho que hemos dejado de ser los mismos.

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