Elvira Navarro es una de las escritoras más comprometidas, tanto con la literatura como con la realidad, de la narrativa española contemporánea. Desde hace ya bastantes años, sus libros denuncian con contundencia la precariedad económica, psicológica y moral a la que vive sometido el ciudadano del siglo XXI. Y su última colección de relatos, La sangre está cayendo en el patio (Random House) no cambia el foco. Se trata de nueve cuentos protagonizados por personajes tan autodestructivos como dependientes de las pequeñas grietas que a veces distorsionan la realidad. Una lavadora que expulsa sangre en lugar de agua, una mujer que se adentra en solitario por la banlieue, un transexual que se niega a poner fin a su obesidad, un hombre que convierte su casa en un zoológico… Un libro redondo que, como suele ser habitual en Navarro, nos muestra aquello que a menudo preferimos no ver.
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—Su libro arranca con una lavadora que, en vez de expulsar agua, limpia la ropa con sangre, y continúa con un hombre que teme que su mujer se haya convertido en una bruja. Pero todas estas circunstancias digamos extrañas ocurren en ambientes claramente realistas.
—Llevo mucho tiempo introduciendo elementos oníricos en entornos reales. Empecé a hacerlo en La trabajadora (Random House, 2014), novela en la que aparecía un camión un tanto fantasmagórico que recorría la ciudad; continué haciéndolo en algunos de los relatos que conformaban La isla de los conejos (Random House, 2019), y ahora sigo haciéndolo en este libro. Me he aficionado a escribir relatos sobre cuya base realista coloco lo que en realidad son proyecciones mentales de los personajes. Estas distorsiones de la realidad, como por ejemplo una lavadora por cuyas tuberías circula sangre, amplían las posibilidades expresivas del relato y le otorgan un valor metafórico que multiplica las interpretaciones que el lector puede darle.
—Hay toda una teoría del cuento en sus palabras.
—Es que el cuento, como la poesía, es un concentrado de sentidos. Como decía Ricardo Piglia, un relato cuenta una historia a través de otra. Así pues, no se trata de narrar una anécdota, sino de vehicular un significado bajo la trama. Bajo la trama, no en su superficie.
—Su libro me ha recordado a los últimos trabajos de Cristina Fernández Cubas, Mariana Enriquez, Pilar Adón y Samantha Schweblin. Lo digo por la inclusión de elementos propios de la narrativa de lo extraño.
—Soy una gran admiradora de las escritoras que has citado, pero debo reconocer que, en esa temática, estoy más influenciada por las autoras eslavas y del este europeo. Llevo años reivindicando Proyectos de pasado (Periférica, 2017), de la rumana Ana Blandiana. Es un libro de cuentos que, en muchos casos, parten de una premisa fantástica. También me han influido autoras como la polaca Olga Tokarczuk, que también introduce elementos extraños en sus textos, o la croata Dubravka Ugrešić, cuya narrativa mezcla lo autobiográfico, la autoficción y algún que otro elemento fantástico. Así que mi inclinación hacia lo extraño no proviene de Latinoamérica, sino del corazón de Europa.
—Los personajes de su libro viven sometidos a dos tipos de miedos: el miedo a lo desconocido, salud mental incluida, y el miedo a la agresión física. El primero afecta a ese personaje que oye ruidos y no sabe si provienen del edificio donde se encuentra o de su propia cabeza, y el segundo por esa mujer que camina en solitario por un barrio de la periferia de París.
—Pues yo diría que no hay dos tipos de miedo, sino tres. Porque también está el miedo a la degradación física. En el relato “Los amores idiotas” hay dos enfermos que se juntan en la desgracia y que, de alguna forma, representan el miedo a nuestra propia materialidad. Y también hablo de un cuarto miedo: el de la inercia autodestructiva. Porque hay personajes que, consciente o inconscientemente, se internan en caminos que les llevarán irremediablemente hacia la muerte. Este asunto me interesa mucho, porque, ahora que tengo 47 años, veo a mucha gente a mi alrededor que se obceca en hábitos y rutinas que acabarán destruyéndoles. Es algo muy humano. Todos sabemos por qué caminos nos podemos perder y, aun así, muchas personas lo cogen. En cuanto al miedo a la agresión física, por ejemplo el de ese personaje femenino que se interna en un barrio peligroso, debo reconocer que más que la posible agresión, lo que me interesaba era el hecho de superar tus propios miedos. Es decir, la idea de atravesar el miedo para alcanzar otro objetivo. Los paisajes periféricos son en realidad lugares de paso hacia otra realidad. Y los personajes que los transitan intentan apartar el miedo adentrándose precisamente en él.
—La precariedad es otra constante en su obra. Ya lo era en su novela La trabajadora y lo sigue siendo en unos cuentos en los que la marginalidad, la pobreza y la fragilidad controlan a los personajes.
—Pero no lo hago a propósito. No me siento a escribir pensando: “Voy a hablar de la precariedad”. Lo único que ocurre es que solo me interesa escribir sobre la gente sometida a condiciones materiales difíciles. Nunca me han atraído los personajes ricos, ni siquiera los acomodados. No tengo nada que decir sobre una persona que vive en el barrio de Salamanca, aunque soy consciente de que se pueden escribir cosas maravillosas sobre ese entorno, como hizo Manuel Longares en Romanticismo (Alfaguara, 2001), por ejemplo. Pero a mí no me sale escribir sobre eso. Yo miro a mi alrededor y veo a tanta gente viviendo al borde del precipicio que no puedo más que escribir sobre su situación.
—Hay otro tema que se repite en el libro: la facilidad con la que los demás se enojan con nosotros. Es algo muy actual: la gente anda todo el día irritada y, a la mínima que detectan una conducta molesta, se vuelve agresiva.
—La compasión y la comprensión hacia el otro desaparecen cuando nos afecta. El relato “La lavadora” muestra una comunidad de vecinos que dejan de ser solidarios con uno de ellos cuando su problema les empieza a afectar. No solo eso; se convierten en opresores. Actualmente mucha gente vive en esas urbanizaciones que convierten el patio de la manzana en zonas comunes. Son lugares que viven de espaldas al exterior y donde todos los vecinos se ven mutuamente, en los que se hipervigilan constantemente, aun cuando luego apenas se hablen. El entorno se vuelve opresivo, cerrado, asfixiante.
—Hay en este libro una obsesión por la periferia parisina.
—Es que, a los 21 años, hice el Erasmus allí. Recuerdo que acababa de leer Rayuela y me planté en París con la ilusión de encontrarme con la Maga y con Horacio Oliveira. Pero la universidad que elegí, la Vincennes-Saint-Denis, estaba en una banlieue socialmente muy problemática. En aquel entonces, los españoles no estábamos acostumbrados a los barrios de inmigrantes y aquella especie de apartheid urbano me impresionó. Me insultaron muchas veces por ser una mujer blanca que caminaba sola por ahí. Era una atmósfera muy tensa. Me impactó tanto que sigo escribiendo sobre ello.
—De hecho, en el relato “Tela de araña” se habla de una joven estudiante de Erasmus que se va a vivir a una de esas barriadas y es acosada por un francés de origen camerunés. Es el relato más explícitamente anclado en un tema del siglo XXI: el acoso.
—Pero no es autobiográfico. A mí no me pasó nada de lo que le sucede a la protagonista. Pero estoy de acuerdo en que es el relato más explícito. Y lo es porque yo quería mostrar esa tensión. Pero también quería mostrar el tema del sentimiento de culpa que tenemos al juzgar a los otros. Porque los acosadores son afrofranceses y ella se siente mal por pensar que la están acosando, cuando lo cierto es que lo están haciendo. Se pregunta: “¿Estoy pensando mal porque soy racista, o me están acosando de verdad?”. Esa era la tensión que quería capturar.
—En los personajes hay una preocupación constante por comportarse de un modo políticamente correcto. Por ejemplo, nadie se atreve a decirle al gordo que su sobrepeso lo está matando.
—En ese relato procuré que no hubiera corrección política, porque quería que fuera un relato salvaje, sin filtros. De hecho, al gordo le llamo “el gordo”, porque su corporalidad tenía que estar presente con toda su crudeza. De todas formas, cuando escribí ese texto pensaba en la época en la que la corrección política no existía. Por eso puse fecha al relato: 2003. En ese momento, finales de los noventa y principios de los dos mil, todo era mucho más salvaje. Y yo quería llevar ese salvajismo al texto. De hecho, empecé a escribir ese relato hace años: antes del auge de la corrección política, del Me Too y de la gordofobia. Lo empecé a escribir con muchísima más libertad de la que hay ahora y he procurado respetar esa actitud ante el texto.
—En el libro se cita varias veces la pandemia. ¿Es de esas personas que consideran que la pandemia marca un antes y un después en su concepción de la realidad?
—La pandemia aparece mucho en el libro porque es algo reciente que nos marcó mucho. Seguro que aparecerá en muchas más novelas y libros. Nadie ha escrito todavía la gran novela sobre la pandemia porque todavía es demasiado pronto, pero acabará apareciendo. Ya se sabe: los tiempos de la literatura son más lentos. Yo no tenía intención de escribir sobre ella, pero las circunstancias que se dieron me venían muy bien para mis personajes, sobre todo por la sensación de aislamiento.




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