Hay películas que atesoro porque las vi por primera vez en una sala que, como tantas, guardaba las “maravillas del cine de los sábados”, que las llamó en su poema más hermoso Antonio Martínez Sarrión. Pero aquella, por la que aún tiendo de forma enfermiza a cuantas cintas su pantalla me mostró, estaba llamada a formar parte de mi mitología personal. Hay filmes que engrosan mi descomunal filmoteca particular porque —hace medio siglo largo— los descubrimos juntos mi madre y yo. Y finalmente, hago acopio sistemático de unas terceras realizaciones: todas las que están interpretadas por Catherine Spaak.
Como todas aquellas musas, discretas, pero tan reales, de las películas del siglo pasado, casi siempre italianas y de género, Catherine Spaak te cautivaba por su naturalidad, por su proximidad. Nada que ver con esas actrices despampanantes —que se las decía entonces—, reinas del erotismo de la pantalla estadounidense de la época. Todas muy sugerentes, muy exuberantes, muy de buen ver. Pero tan lejanas como California de la Vía Carpetana, donde yo descubrí a Catherine.
Los programas dobles eran como los discos de vinilo y tantas otras cosas de antaño, que tenían cara “A”, la del tema principal, y cara “B”, la del relleno, la comparsa. Las películas americanas, de actrices también guapas pero distantes, como las selenitas de las novelas de Julio Verne y H. G. Wells, eran la cara “A” de la sesión; las cintas italianas de género, o españolas, la “B”. Pero, igual que el single de “Come Together”, de The Beatles, incluía en su cara “B” “Something”, otra canción —hoy memorable porque sé del magisterio en el Swinging London de la chica que la inspiró—, había algo en Catherine, algo en su manera de moverse —“something in the way she moves”, vaya evocando el primer verso de la hermosa pieza que George Harrison le dedicó a Patty Boyd— que te llevaba de su mano de la “B” a la “A”. Una “A” que además era versal y gótica. Como las chicas imposibles, como las grandes ilusiones, nada más verla, Catherine Spaak ya tenía forma de recuerdo.
Al igual que Carol André y Mimsy Farmer, mis otras dos musas discretas por excelencia, Catherine me magnetizó adolescente aún. No creo que haya otra edad en la que pueda amarse a una ilusión, como al cabo son las actrices de cine para sus idólatras. En cualquier caso, quiere esto decir que aún no me había hecho cinéfilo, que fue a posteriori cuando supe que era sobrina, ni más ni menos, que de Charles Spaak, el guionista de Jacques Feyder —La Kermesse heroica (1935)—, Jean Renoir —Los bajos fondos (1936), La gran ilusión (1939)— o Marcel Carné —Teresa Raquin (1953)—, entre otros grandes del realismo poético y del cine francés en general.
Aunque Spaak (1903-1975) era belga de origen —como Hergé y el gran Tintín— y su gentil sobrina habría de brillar en la pantalla y la televisión trasalpinas, la dulce Catherine nació en París en 1945, un año después que su hermana Agnès. Al hilo del éxito de mi favorita, la mayor de las Spaak también habría de probar fortuna en la pantalla, yendo a colaborar —entre otros— con Jesús Franco en El secreto del doctor Orloff (1963). Pero la suerte habría de serle adversa.
No fue ése el caso de la maravillosa Catherine. Sólo contaba trece primaveras cuando intervino en el cortometraje L’hiver de Jacques Gauthier. Y aún era una adolescente cuando incorporó a la Nicole de La evasión (Jacques Becker, 1959). Esa creación fue la cinta que puso en marcha una filmografía que habría de extenderse a lo largo de 87 títulos, el último —La vacanza—, un drama de Enrico Iannaccone fechado en 2019. Carla, aquel último personaje, era una anciana que empieza a padecer los primeros síntomas del mal de Alzheimer y, aunque así, enamora a un tipo de 30 años. De aquella chica yeyé canónica que fue Catherine Spaak en los años 60 —su versión italiana del “Tous les garçons et les filles”, el gran éxito de Françoise Hardy, destaca entre su discografía de la época— no quedaba ni el recuerdo.
Tras perder su rastro después del visionado de Por la senda más dura (1975), extraño western, rodado por ese gran mercenario del cine italiano de género que fue Antonio Margheriti con el seudónimo de Anthony M. Dawson, reencontré a Catherine al hacerme con La evasión. Ya cinéfilo, ávido de atesorar películas, la recuperé con el entusiasmo que se renueva una ilusión. Y como esos deseos que pasaron sin cumplirse de los que nos habla Kavafis, para mí no había envejecido. Otra cosa habría de ser para los telespectadores italianos, en cuya antena fue una presencia frecuente.
Para cuantos la guardamos entre los deseos que pasaron sin cumplirse, Catherine Spaak —empero la noticia de su fallecimiento en 2022— sigue siendo esa chica que tocaba la guitarra en esa misma antena italiana junto a su segundo marido, Johnny Dorelli, con un estilo que no distaba mucho del practicado por las pupilas de las monjas al interpretar el Romance anónimo y el Vals en sol. Esa chica de “picante ingenuidad, de espontánea y provocativa femineidad, a la que dio un valor de símbolo”, que la definió la crítica en sus primeras películas. Verbigracia: Dulces engaños (1960) de Alberto Lattuada.
Mi rencuentro con ella se afianzó con la adquisición de El gato de las nueve colas (Darío Argento, 1971), un giallo en el que dejó de ser yeyé y perdió su celebrada ingenuidad con un desnudo forzado. Ni ella ni sus admiradores nos lo creímos.
No hacía mucho tiempo que Catherine, también periodista como su tío en sus comienzos, había empezado a colaborar en el Corriere della Sera, entre otros medios de comunicación italianos. Allá por el año 10, en una de esas ediciones que se venden en los quioscos, me hice con La escapada (Dino Risi, 1962), donde esa ingenuidad alcanza su máxima expresión. Película que, además, fue la causa de que me reencontrase con Risi, a quien tuve olvidado durante treinta y cinco años después del entusiasmo con que descubrí su impagable Perfume de mujer (1974). Atesoro igualmente Madamigella de Maupin (1966), una delicia de Mauro Bolognini basada en un relato de Théophile Gautier, y Por la senda más dura.
Hace más de un par de décadas que busco dos coproducciones hispano-italianas que cuentan con ella: No hago la guerra… prefiero el amor (Franco Rosi, 1966) y Aquí robamos todos (Giorgio Capitani, 1968). Son dos cintas que, cinematográficamente hablando, dejarán mucho que desear. Pero en la segunda, Catherine incluso nos brinda un pequeño baile junto a Philippe Leroy. Sólo vi fugazmente esa secuencia, pero su forma de mover las manos —como las coristas del viejo Hollywood— me cautivó. Nunca he de olvidar a Catherine Spaak.


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