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Carole André y la extraña fantasía de las estatuas

Carole André y la extraña fantasía de las estatuas

Todas las primaveras hay notables en otras actividades que se dan a conocer, como escritores presentando un primer título en la Feria del Libro de Madrid. Podría creerse que Kabir Bedi, el intérprete de Sandokán en la versión televisiva de las aventuras del Tigre de Mompracem —rodada por Sergio Sollima en 1976—, ha sido una de estas celebridades en la última edición. Sus memorias —Historias que debo contar (Amok)— le han traído este año, en efecto, al Paseo de coches del Retiro. Pero a este veterano actor —uno de los pocos que ha recorrido con éxito el camino que va de Bollywood a Hollywood—, la literatura no le es tan ajena como pueda parecerlo en una primera apreciación: en los comienzos de su actividad profesional fue un periodista que entrevistó a The Beatles, entre otros protagonistas de los años 60.

Sin embargo, si yo hubiera tenido oportunidad de entrevistarle a él, le hubiera preguntado por Carole André, la lady Marianne Guillonk de su Sandokán. De hacerlo, hubiera exorcizado una extraña fantasía, que alumbré en las navidades de 1976. Más exactamente, el primero de enero de 1977. Me acuerdo muy bien.

"El enamoramiento de las actrices, durante la proyección de las películas que protagonizan, es como querer besar a una estatua"

En una de sus narraciones, El beso, la leyenda toledana aparecida en el número del 27 de agosto de 1863 en La América, Bécquer nos habla de una tropa de franceses que, durante la Guerra de la Independencia, a falta de mejor sitio, deciden pernoctar en las ruinas de un convento. Se trata de un lugar tan desvencijado como manda el ideal romántico. Entre sus escombros destacan las estatuas de mármol de doña Elvira de Castañeda y su esposo, Pedro López de Ayala. A la mañana siguiente, el capitán francés —prendado de la pieza que recuerda a la dama— fanfarronea con sus compañeros de armas, como sólo hacen los hombres sin honor del placer que les ha dado una mujer. Esa misma noche vuelve a las ruinas, presto a besar los labios de la estatua de doña Elvira, y la pieza que representa a su marido mata de un golpe al francés.

Creo recordar que es un mandoble del caballero lo que acaba con el capitán, en la adaptación de esta hermosa leyenda llevada a cabo por don Luis Buñuel, en un fragmento, autónomo del resto de la narración, de El fantasma de la libertad (1974).

Y en Conversaciones poéticas, un poema de Jaime Gil de Biedma localizado en el hotel Formentor en 1959 y dedicado a Carlos Barral, el poeta de la experiencia nos cuenta una anécdota semejante. Fue durante los célebres encuentros literarios, celebrados en este legendario hotel mallorquín, en una de “esas noches memorables, de rara comunión con la botella” cuando el futuro impulsor del boom de la literatura hispanoamericana al parecer quiso besar los labios de una estatua que emergía de entre las aguas del mar.

Tanta literatura, y lo poco dados a la lógica que son los grandes afectos, me hizo alumbrar la idea de que el enamoramiento de las actrices, durante la proyección de las películas que protagonizan —entiéndase—, es como querer besar a una estatua. La pantalla es su pedestal.

"Fue tal el éxito de los seis episodios del Sandokán de Sollima que se montaron en dos largometrajes, de tres entregas cada uno, y conocieron distribución cinematográfica"

Llegué a esa conclusión, que ahora me resulta menos descabellada que cuando la desdeñé, durante esa proyección del primero de enero de 1977 que aún recuerdo. Y digo bien, “proyección”, que no emisión, porque, aun sin ser todavía cinéfilo —no llegaba más que a espectador aplicado—, ya hacía mucho tiempo que había dejado de ver series de televisión. Crecí con los scope y el resto de los grandes formatos de pantalla. Pero fue tal el éxito de los seis episodios del Sandokán de Sollima, todo un hito en la antena de los 70, que se montaron en dos largometrajes, de tres entregas cada uno, y conocieron distribución cinematográfica. En la primera parte me enamoré de Carole André.

Tiempo después, ya cinéfilo y perdidamente enamorado de una docena de actrices, comprendí que el sentimiento que me inspiró Carole André, más que esa extraña fantasía de besar a las estatuas —de la que hubiera acabado por exorcizarme una entrevista, sin mayor problema, con el intérprete de su Sandokán—, fue un amor platónico. Tanto como aquellos no correspondidos, a menudo por ignorados, que tan plácido dolor causan en la adolescencia. Y lo fue porque, a la postre, se trataba de suspirar por una ilusión aún más excelsa que la inspirada por aquellas que me hacían avergonzarme al sorprenderme mirándolas: las chicas cuyo florecimiento a la feminidad, en el pupitre de al lado, me interesaba mucho más que las declinaciones latinas y el no menos tedioso valor de π.

"Aquélla era una sala de sesión continua desde las diez de la mañana, ideal para faltar a clase en aquellos días en que los encantos de las actrices tiraban más que el latín"

Ni Audrey Hepburn, ni Gene Tierney ni Juliet Berto; ni siquiera la sublime Catherine Spaak. Yo sólo he amado así a Carole André, la Lady Marianna de Sandokán. Ya digo, fue aquella adaptación de la más célebre obra de Emilio Salgari uno de los grandes éxitos de la parrilla de su época. Pero ya estaba escrito que la estrella de la Perla de Labuán nunca habría de despegar. Tras aquella primera proyección, Sandokán —que nunca me ha parecido una cinta especialmente buena— se convirtió en la segunda película que he visto más veces sin ser aún cinéfilo. En la lista de títulos visionados con anterioridad a esa necesidad imperante de ver cine que me obsesiona ahora, sucede a Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969). El graduado (Mike Nichols, 1967) fue la tercera. Al cabo de los años he comprendido que el visionado ritual de las dos propuestas estadounidenses obedeció al magnetismo que ejerció sobre mí su protagonista: Katharine Ross.

A Carole André la idolatré en el madrileño cine Postas de la calle homónima, en aquella memorable proyección del primer día de 1977, matutina para más señas. En aquel tiempo, aquélla era una sala de sesión continua desde las diez de la mañana, ideal para faltar a clase en aquellos días en que los encantos de las actrices tiraban más que el latín. El Postas todavía estaba por convertirse a la “X”, camino que iniciaría con la «S» de Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974), uno de los grandes éxitos de su cartelera. En España, Emmanuelle se estrenó el cinco de enero de 1978. Para entonces, el tiempo de Sylvia Kristel, su protagonista, la reina del softcore, ya estaba en su apogeo. El de Carole André, si es que alguna época le fue favorable, a esas alturas ya había tocado a su fin: pocas actrices se ruborizaban como la Perla de Labuán ante los desnudos que exigían los guiones. Los reparos, o la mera falta de desenvoltura al destaparse, podían convertirse en un serio obstáculo en la carrera de una actriz.

Sin querer menoscabar con esto a nadie —y menos que a nadie a aquellos milagros de la biología tan admirados entonces—, cumple dejar constancia de que las actrices que inspiraban amores tan puros como Carole André empezaban a ser desplazadas por las que desataban la concupiscencia secreta de las almas.

"Y después, como el amor en sí, que puede ser tan frágil como poderoso parece en el enamoramiento, olvidé a Carole por las chicas de verdad"

En mi enamoramiento de Lady Marianna, sin haberme hecho todavía a la textura del cine antiguo, incluso le presté más atención a ella que a Pacto de honor (1955), un western todo lo notable que suelen serlo los de André de Toth, que completó el programa la primera semana que vi sistemáticamente aquel Sandokán, pasado en bucle desde las 10 de la mañana para mi solaz. Recuerdo haber ido a cumplir con aquel rito de adorar a Carole tras la primera noche en blanco que pasé en mi vida, aún con la euforia de la nochevieja del 76. Su hermosura me despertó aún más que los míseros estimulantes que estaban por llegar. ¡La quise tanto al verla curar a Sandokán! Y después, como el amor en sí, que puede ser tan frágil como poderoso parece en el enamoramiento, o tan prosaico como el dinero del que disponga la pareja para mantenerlo, olvidé a Carole por las chicas de verdad.

Pasaron los años. Me hice cinéfilo y al volver a ver a mi amada convertida en Esmeralda, una de las prostitutas que animan el burdel de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971), comprendí lo que a la sazón debían sentir aquellos que amaron a muchachas igualmente inocentes a las que vieron convertirse en yonquis y luego en prostitutas. La mía fue una generación diezmada por el caballo de la muerte.

Me engañaba cuando creí haberla olvidado. Ya más que cuarentón, volvía a verla incorporando a la Françoise Pigaut de Una mariposa con las alas ensangrentadas (Duccio Tessari, 1971) y sentí auténtica grima cuando la matan con toda la brutalidad que se asesina a las chicas en el giallo. Y también acusé la brevedad de su papel. Como en su colaboración con Visconti, su mejor trabajo de cuantos he tenido oportunidad de admirarla, su personaje tenía poco que decir. Fue entonces cuando la extraña fantasía de las estatuas se me derrumbó.

"Recuerdo haber ido a cumplir con aquel rito de adorar a Carole tras la primera noche en blanco que pasé en mi vida, aún con la euforia de la nochevieja del 76"

Tras redescubrirla en Una mariposa con las alas ensangrentadas quise saber más de mi antigua musa. Hay más posts que datos. Ello viene a dar cuenta de cuánto se la amó. Todas esas bitácoras son apuntes de otros comentaristas que la admiraron tanto como yo, más es imposible. Todavía me gusta escribir su nombre como al adolescente el de aquélla que le inspira junto a la flecha y el corazón del amor.

Carole vio la luz por primera vez en el París de 1953. Su madre, de la que habría de tomar su nombre artístico, fue la actriz Gaby André, antigua colaboradora de Marc AllégretEntrée des artistes (1938)—, Abel GanceParadis perdu (1940)— e incluso Rudolph MatéEl guantelete verde (1952)—; su padre, un industrial estadounidense.

Debutó en la pantalla cuando sólo contaba catorce primaveras. Lo hizo en un spaghetti western, de Guiseppe Vari: Con lui cavalca la morte (1967). Con Sergio Sollima, el realizador con el que habría de trabajar más frecuentemente, lo hizo por primera vez en Cara a cara (1967). Aunque en Fellini-Satyricon (1969) y Dillinger ha muerto (Marco Ferreri, 1969) sólo incorporó a personajes sin frase, su candor, su belleza y su ternura se hicieron notar.

"Yo aún la guardo en el mismo limbo que a Anne-Laure Meury y el resto de las efímeras musas de Eric Rohmer. Para sus admiradores las actrices no envejecen"

Durante los años 70, además de con Sollima, entre otros, también colaboró con Lucio Fulci incorporando a la Krista Oatley de su versión de Colmillo blanco (1973). Ese mismo año, para el gran Dino Risi fue la Danda de Sábado inesperado. Ya al final de aquella década llegó a participar en una coproducción con España: Encuentro en el abismo (Tonino Ricci, 1980). La trágica muerte de sus padres le hizo abandonar el cine, sin haber tenido oportunidad de demostrar lo lejos que podía llegar con sus interpretaciones, para dedicarse a su familia.

Yor, el cazador que vino del futuro (1983), una de esas fantasías de Antonio Margheriti, fue la última cinta interpretada por Carole André. Después estudió arquitectura y se empleó como interiorista. Hoy es la encargada de márquetin internacional de Cinecittà. Yo aún la guardo en el mismo limbo que a Anne-Laure Meury y el resto de las efímeras musas de Eric Rohmer. Para sus admiradores las actrices no envejecen. Yo prefiero recordar a Carole como era entonces, cuando leí a Emilio Salgari por ella. Por imaginar su belleza una vez más.

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