Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.
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Tenía Anna Starobinets cinco años cuando acusó a su padre de no ser un auténtico escritor. Razón no le faltaba: aquel hombre era tan solo un geofísico que acababa de publicar un libro sobre sismología. La niña cogió el ejemplar que encontró sobre la mesa del comedor y, al reparar en que, en vez de aventuras y dibujos, contenía datos y gráficos, llamó estafador a su autor. Después cogió papel y lápiz, se estiró en el suelo y anunció a voz en grito que ella sí que era una auténtica escritora y que ahora lo demostraría escribiendo un cuento sensacional. Y lo hizo, vaya si lo hizo: inventó una fábula sobre tres ranitas, una roja, otra azul y la tercera verde, que se negaban a compartir una almohada. El relato era ilegible —carecía de puntuación, no seguía las normas ni ortográficas ni gramaticales, algunas letras incluso habían sido garabateadas al revés—, pero la pequeña disfrutó tanto redactándolo que no dejó de escribir hasta que alcanzó los catorce años, es decir, hasta que llegó la adolescencia y sus distracciones. Así y todo, una década después, cuando aquella niña se hubo ya convertido no solo en mujer, sino también en madre, la literatura volvió a llamar a sus puertas. Sucedió una tarde, mientras contemplaba a su bebé. De pronto recordó que hubo un tiempo en que quiso ser escritora y, sin darle más vueltas, decidió retomar aquel sueño de juventud. Se puede decir, por tanto, que Anna Starobinets recibió dos llamadas, la primera a los cinco años y la segunda a los veinticuatro, y se puede también decir que el destino, digan lo que digan, es a menudo más tozudo que la más esquiva de sus víctimas.
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Han sido muchos los escritores que han necesitado más de una llamada para salir de su letargo. A Stieg Larsson le regalaron una máquina de escribir cuando tenía doce años y, como no se separaba de ella, sus padres tuvieron que prohibirle que la usara por las noches. Y si después ese hombre no se dedicó a la novelística, no fue por falta de ganas, sino porque el auge de la extrema derecha le condujo hacia el periodismo de investigación y el activismo social. Aun así, en cierto momento de su vida adulta recordó las ansias de ficción que tuvo en la adolescencia y se puso a escribir novelas al anochecer. Un infarto de miocardio terminó con su vida a los cincuenta; un año después, se publicó el primer título de su trilogía Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres. El resto de la historia es ya cultura popular.
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Otro motivo para no atender a la llamada de la literatura es, cómo no, el maldito dinero. Eso lo supo bien Raymond Chandler, que no publicó su primera novela, El sueño eterno, hasta haber superado los cincuenta. La orfandad, la inestabilidad laboral y el alcoholismo impidieron que dedicara tiempo a su afición, y fue la Gran Depresión la que, dejándole los bolsillos más vacíos que el cargador de un asesino, le impulsó a probar suerte con eso de escribir. La jugada salió bien; la segunda llamada fue un poco brusca, pero funcionó.
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En El simple arte de matar, Raymond Chandler sentenció que todo narrador debe acumular experiencias antes de sentarse a escribir, y no hay duda de que Toni Morrison compartió esa opinión. Durante su etapa como editora de Random House, la futura ganadora del premio Nobel aprendió que un escritor debe tener paciencia, criterio y técnica, además de un tema que se convierta en obsesión, y ella misma no publicó ni una sola novela hasta que, alcanzados los cuarenta, sintió que ya poseía las tres virtudes y que tenía un tema en el que no dejaba de pensar: la opresión del pueblo afroamericano. Curiosamente, Gonçalo M. Tavares llegó a la misma conclusión, aunque por un camino distinto. Su padre era ingeniero civil y, cierta vez que lo llevó a ver cómo se construía un edificio, señaló el enorme agujero que los operarios habían cavado en el suelo y explicó a su hijo que no había nada más importante en el mundo que tener unos buenos cimientos. Su hijo aprehendió la lección al instante y, cuando decidió hacerse escritor, se prometió a sí mismo que no publicaría nada hasta haber cumplido los treinta y cinco años, edad suficiente como para ser capaz de analizar su propio trabajo con objetividad y determinar si era digno de publicación.
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En nuestro entorno destaca el caso de Mar García Puig, que, como su colega Morrison, trabajó primero como editora y luego como diputada, y que se hizo escritora cuando, después de traer al mundo mellizos, conoció las aristas de la locura. Distinta es la historia de Sergio Vila-Sanjuán, periodista en cuya juventud hubo algunos intentos de escribir cuentos que, no obstante, se disiparon cuando entró a trabajar en La Vanguardia. De hecho, al asumir la dirección del suplemento cultural de dicho periódico, se dijo a sí mismo que no se puede ser jugador y árbitro al mismo tiempo, y esto le hizo aparcar la ficción. Por suerte, años después, teniendo en mente la idea de escribir una biografía sobre su abuelo, sintió por segunda vez la llamada de la literatura y convirtió su proyecto en una novela que llegó a las librerías cuando él ya tenía cincuenta y tres.
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Pocos después de la muerte de George Steiner, su gran amigo Nuccio Ordine publicó una entrevista a título póstumo en la que el crítico, ensayista y teórico reconocía estar profundamente arrepentido de no haber probado suerte con la ficción y en la que, además, aseguraba que “es mejor fracasar en el intento de crear que tener cierto éxito en el papel de parásito, como me gusta definir al crítico que vive de espaldas a la literatura”. Nada que añadir, salvo que debe de ser triste llegar a viejo y darse cuenta de que no nos dimos ni una oportunidad.
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La última novela de Anna Starobinets es El Vado de los Zorros (Impedimenta).


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