Parecía que la suya iba a ser una canonización exprés, pero se atascó. No se sabe bien por qué. Sor Ana de Jesús obró su primer milagro a los pocos días de su fallecimiento. Una monja tullida se acercó hasta el cuerpo presente de la carmelita y, según las crónicas, después de besarla, comenzó a andar con una vitalidad descontrolada. Pero el proceso de beatificación se estancó y tuvo que llegar un papa argentino al Vaticano para que se le reconociese un segundo milagro y, por fin, se consumara el proceso en 2024. Aunque el verdadero milagro de Sor Ana fue otro: preservar el legado de su mentora, Santa Teresa de Jesús. No lo tuvo fácil, pero nunca bajó los brazos. Esta religiosa culminó el sueño de la Orden de Carmelitas Descalzas de tener una sede en Madrid. Y no paró ahí. Imbuida por el espíritu emprendedor, abrió delegaciones en Francia y Bélgica. Susana Martín Gijón (1981) quedó fascinada por la biografía de esta monja y decidió hacerla protagonista de su última novela, La capitana (Alfaguara). Martín Gijón no se ha conformado con contarnos cómo fue la estancia de Sor Ana en Granada —donde fundó un Carmelo— y la ha convertido en investigadora de unos misteriosos crímenes. Pero todo buen thriller policiaco necesita que el detective tenga un compañero, y Susana le ha buscado a la monja carmelita uno con pedigrí: San Juan de la Cruz. El resultado es una de las mejores novelas negras del año, que mezcla con maestría la historia y la intriga.
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—¿Cómo surgió la idea de convertir a San Juan de la Cruz en investigador policial?
—Cuando empecé con la investigación del libro, tenía claro que quería ubicar la acción en un convento y que ese era el de las Carmelitas Descalzas de Granada, porque en él estaba la capitana de las prioras, Sor Ana de Jesús. Ese fue el personaje histórico que me deslumbró. Al comenzar a indagar, me di cuenta de una bonita sorpresa: San Juan de la Cruz estaba justo en esos años gobernando el convento de los Descalzos de Granada. La capitana estaba en el femenino y San Juan en el masculino. Los dos ahí arriba, frente a la Alhambra. De San Juan de la Cruz conocemos su parte literaria y la mística, más relacionada con el santoral. Quizá no se ha explorado tanto su lado humano. Recuerdo leer los testimonios de cómo escapó de la cárcel de Toledo, como si fuera el conde de Montecristo. Y ese descubrimiento fue una maravilla: tenía el tándem perfecto. Ellos tenían una relación muy íntima; su amistad comenzó en Jaén, en Beas de Segura, y continuó en Granada. Ambos lucharon contra muchos obstáculos: la carestía que pasaron —no les llegaba ni para comer— y la persecución de los poderosos que no los querían en la ciudad. Se produjo una unión de almas. Yo sólo tenía que ponerles un muerto para que lo investigaran juntos (ríe).
—Menciona unas cuantas veces la palabra “hambre” en la novela. Las monjas las pasan estrechas.
—Esos años fueron muy complicados para Granada, que entró en declive después de la expulsión de la mayor parte de su población en 1571. Hubo una crisis brutal. La acción se sitúa en 1584, un año fatal para los granadinos, que sufrieron una gran sequía. A eso hay que sumar que las limosnas no eran suficientes para mantener los conventos. Además, en el caso de las Descalzas, ellas intentaban funcionar sin el dinero de los privilegiados, sólo con las dotes de las novicias. No iban sobradas, y pasaron mucha hambre. El dinero estaba en otras instituciones eclesiásticas. Ellas llegaron a Granada por mediación de un noble que consiguió pactar un alquiler en su nombre. Cuando el propietario se enteró de que eran monjas carmelitas, rompió el acuerdo y las dejó en la calle. Tenía miedo de que no pudieran pagar la renta y acabaran siendo unas “okupas”. Ana de Peñalosa y Luis de Mercado las acogieron en su palacio durante nueve meses. Allí pasaron todavía más hambre: les dieron cama, pero la comida no estaba incluida. Allí fue donde más hambre pasaron.
—La otra gran mística, Santa Teresa, también aparece en el relato. Ella es todo un referente de la protagonista; la menciona en varios pasajes.
—Santa Teresa está sobrevolando toda la novela porque ella fue la fundadora de las Descalzas. San Juan de la Cruz tomó el relevo en el lado masculino y Sor Ana de Jesús hizo lo propio con el femenino. Ella fue la única que, en vida de Santa Teresa, fundó un convento, el de Granada. Luego, tras el fallecimiento de la santa, puso en marcha el de Madrid y, a continuación, se lió la manta a la cabeza y prosiguió la labor por Europa. Los dos tomaron las riendas del proyecto y quisieron seguir con los principios de Santa Teresa, con los originales: reducción de privilegios a los poderosos y mayor autonomía para la mujer. Todo eso era muy radical para la época en la que vivieron.
—Sor Ana de Jesús es un personaje increíble. ¿Cómo puede ser tan poco conocida?
—Por ese motivo me decidí a ponerla como protagonista. Esta ha sido la primera vez que escojo un personaje real, histórico, para protagonizar una novela. En La Babilonia, 1580 había algunos personajes verdaderos, pero eran todos secundarios. No estaban en la trama, pasaban por allí. Le he dado protagonismo a Sor Ana de Jesús porque me indigna que hayamos cancelado de la historia a personajes con unas gestas como las suyas. Pongo la mano en el fuego al afirmar que el motivo fue que eran mujeres. La historia ha sido contada por los hombres, y esos personajes femeninos no importaban, no contaban. Por eso no hemos mirado a los conventos; yo quise mirar a uno femenino. A partir de una ficción como la mía, pienso que se puede reparar de alguna forma la historia y recolocar esa visión distorsionada; darles su lugar a unos personajes sobre los que hay muchísima documentación escrita de fuentes primigenias de la época. Gracias a esos documentos conocemos a ese personajazo que es Sor Ana de Jesús. Mi pregunta es: si se ha conservado, ¿por qué no ha llegado hasta nosotros? Desde mi humilde posición de narradora he intentado devolver a Sor Ana al puesto que le correspondía.
—Los conventos están de moda gracias a su novela y a la película Los domingos. Lo interesante es que ambas historias son contadas por mujeres. Vemos ahora a las monjas y a sus monasterios desde la perspectiva femenina.
—Este es un tema que me interesa mucho. Yo he llegado a este lugar por mí misma, por mi propia indagación. Los conventos han sido un refugio durante siglos y no se los ha mirado. Pienso que hay muchas creadoras que han llegado al mismo punto, y por eso está saliendo, tanto en audiovisual como en literatura, mucho material. Está la película de Los domingos, y también tenemos los libros de Agustina Bazterrica o Aixa de la Cruz. Además, se han recuperado figuras como la Monja Alférez. Es curioso ver que durante la promoción del libro se han producido muchos discursos y debates en torno al misticismo y a la fe.
—Rosalía.
—Hay una serie de creadoras que queremos explorar esos mundos, y luego el discurso va derivando con Rosalía vestida de monja, y con su disco, en unos términos de volver a esos lugares no como lugares de libertad intelectual, sino de encerramiento de la mujer. Con el disco de Rosalía se ha analizado todo y se habla de conceptos como la buena mujer, la sometida, la virginal… Para mí no es nada de eso. Hablar de las monjas de las comunidades religiosas no tiene nada que ver con eso. Tiene que ver con la diversidad de las mujeres y de un mundo que, como se ha mirado desde el ojo masculino, ha pasado desapercibido y no nos lo han contado. Ahora nosotras sí lo queremos contar.
—Volvemos a Sor Ana de Jesús y a la novela. La acción transcurre en pleno proceso reformador.
—La reforma teresiana. Santa Teresa luchó mucho por ese desenlace: una orden poderosa en España y que traspasara las fronteras. Su propuesta era radical porque iba a la raíz del problema: quería volver a los orígenes del Carmelo, a la austeridad, la equidad entre todas las personas. Todo esto molestó a sus enemigos y a los poderosos e hizo que fuera perseguida. Lo cuento en La Babilonia, 1580: fue acusada ante la Inquisición junto a María de San José. Todo ese proceso está reflejado en la película de Paula Ortiz, Teresa (2023). Al final, la trama criminal la tengo que encajar en esa urdimbre, que es el contexto histórico real. Para explicar lo que pasó, tiro de otros personajes históricos, como Nicolás Doria, un enemigo de esa reforma.
—Seguimos con la historia. En el libro cuenta cómo fue la represión contra los moriscos.
—En esa obcecación por acabar con ellos vemos esa intolerancia religiosa y cultural. Esto provocó la dispersión de los moriscos y la caída en picado de la ciudad de Granada. Desde los Reyes Católicos, se invirtió en Granada como capital de la cristiandad; se quiso presumir de ello. Poco a poco, los acuerdos a los que habían llegado con la población morisca se incumplieron: les comenzaron a quitar derechos y los obligaron a profesar la religión cristiana. Con esos bautismos forzosos multitudinarios querían vetar cualquier expresión de la religión musulmana. Además, querían borrar cualquier rasgo cultural: su lengua, su vestimenta, las zambras, los bailes… Eso deriva en la profecía que aparece en el libro, ese jofor, que era el gran anhelo de recuperar su identidad.
—Hay muchos personajes históricos en tu novela. Yo me quedo con Juan Latino.
—Juan Latino es maravilloso. Me deslumbró cuando lo descubrí. A él apenas se lo conoce en Granada. Tampoco a Sor Ana de Jesús; sólo saben de ella los que están relacionados con la historia carmelita. No sólo hemos cancelado la voz de las mujeres, también la de cualquiera que fuera un poco disidente. Juan Latino se saltó todas las barreras sociales, pasó de ser esclavo a un reputado catedrático, el primero negro de toda Europa, sorteando todos los prejuicios de la época. Fue reconocido en Granada y también en la corte de Felipe II. Muchos literatos de ese tiempo, como Cervantes y Lope de Vega, lo admiraron. ¿Y qué ha pasado con él? Que cayó en el olvido.
—Sor Ana de Jesús impulsa la novela cuando decide saltarse las normas.
—Sí. Además, ahí no falta el humor. Siempre intento meter unas pinceladas de humor para aligerar las situaciones. Al colocar contra las cuerdas a personajes como ellos se provocan situaciones hilarantes y casi disparatadas. El tándem que hacen San Juan y la capitana es muy bueno, pero el que hacen ella y Juan Latino también.
—Terminamos. Próximo proyecto. ¿A qué siglo nos va a hacer viajar con su siguiente novela?
—No tengo claro qué voy a hacer. Aunque lleve ya dos novelas históricas, me sigue gustando muchísimo la novela contemporánea porque me permite poner el foco en problemas de nuestro tiempo. Temas inherentes al ser humano como la corrupción y la maldad, mezclados con problemas humanos como el cambio climático y el trato a los animales. Esto es algo que me ha permitido abordar la saga de la inspectora Camino Vargas. Quiero seguir por ahí, pero también es cierto que la novela histórica me ha hecho crecer mucho como escritora. Todavía no he decidido qué va a ser lo siguiente. Me gustan las dos posibilidades, pero ahora necesito oxigenarme un poco y ver qué me pide el cuerpo.






En 1492, las Capitulaciones de Santa Fe, reconocían a los musulmanes el derecho de quedarse y practicar su religión. En 1502, los musulmanes se rebelaron y las capitulaciones se rompieron. Los musulmanes fueron expulsados y únicamente se permitió la residencia de los que se convirtieran al cristianismo. Muchos tomaron el camino de África y otros se bautizaron, pero no tenían intención de ser cristianos, por eso tomaron el nombre de “moriscos”. De acuerdo con el aforismo “a más moros, más ganancia”, estaban amparados por muchos nobles (hasta les construyeron mezquitas) y practicaban abiertamente su religión. Colaboraron en las razzias de los piratas berberiscos sobre las costas cristianas de todos los veranos, en las que atacaban poblaciones desguarnecidas, mataban a los viejos y al cura, y se llevaban como esclavos al resto, especialmente mujeres y niños para los harenes. De ese estado de pánico en el que vivían los cristianos del litoral vienen las fiestas de moros y cristianos. Sólo en Argel había 40.000 cautivos cristianos. Era su negocio, matar y secuestrar. Habían ordenes religiosas creadas ex profeso para redimir cautivos: los frailes trinitarios y mercedarios se dedicaban a pedir limosna casa por casa para pagar los rescates, y a veces, cuando no alcanzaba el dinero, se ofrecian como cautivos (habían hecho voto) para liberar a cristianos en peligro de apostasía (los que se convertían al islam eran liberados).
En 1571, el año de Lepanto, con los turcos envalentonados con la toma de Chipre (donde despellejaron al valiente comandante veneciano); después de la pirámide de cabezas decapitadas que hicieron con los defensores de Jerba, los españoles de Alvaro de Sande; a un tiro de piedra de Viena, y con su temible armada paseándose por nuestras costas, los moriscos de Granada se rebelan y se cepillan a todo cristiano que pillan, al estilo que todavía usan en unas cuantas decenas de países. Pero, ¡oh, oh, qué malos eran los españoles que les reprimieron!
Daos una vuelta por Serbia, Grecia o Bulgaria y que os cuenten cuales eran las costumbres de los turcos con las poblaciones cristianas. Aquí, por lo visto, se ha perdido la memoria o algo peor.