Hoy por la mañana he cogido el autobús para ir al Retiro.
Yo nunca cojo el autobús. Crecí yendo tarde a clase en Metro, y desde entonces siempre que tengo que usar el transporte público me inclino por las estaciones en las que lo hice todo. Hoy sí he cogido el autobús. Quizá porque quería ver Madrid por la ventana, quizá porque la nostalgia que me invade al coger las líneas 10, 6 o 1 de metro y recorrer el ramal Ópera – Príncipe Pío es demasiado arrolladora para una mañana de tostada de pan con nada, porque me caducó la mantequilla y soy un cobarde gástrico.
Hoy era importante que cogiese el autobús, aunque yo no lo sabía. El 12 hasta Serrano, ahí me bajo y cojo el 19 hasta el Retiro. Eso decía mi aplicación de Maps, pero la aplicación la hizo gente que nunca ha cogido el autobús en Madrid, ni el metro, ni nada.
Me he dado un paseo hasta el Estadio de Vallehermoso y me he sentado en la parada que hay justo delante, aunque de nuevo el Maps me decía que anduviese hasta una parada en Cea Bermúdez, porque prefiero sentarme cerca del estadio de atletismo y rememorar la vez en que vi saltar a Ana Peleteiro e imaginar que tengo diez años menos y sale del estadio un entrenador de renombre y me ve correr a coger el autobús y se le ilumina la cara. Me llevan a Los Ángeles 2028, entro en la final de 1.500 y consigo ganar la medalla de bronce, como Abascal en el 84. Pero no, vuelvo a estar de pie esperando el 12 en la parada del autobús y meto tripa y pienso: “A lo mejor el bronce no, pero diploma olímpico seguro”.
En esas llega el 12. Me subo y hay sitio en la ventana. ¡Gloria! Porque tener ventana a Madrid en otoño es una de esas cosas que cuando alguien con poca fe te dice “yo no sé cómo será cuando vas al cielo”, tú, que has tenido ventana en el 12 una mañana de octubre, piensas: “Yo algo sé”. Y no lo dices, por temor a que se corra la voz y la próxima vez que no sepas por dónde llevar un diálogo y te subas al 12 no queden ventanas libres, porque resulta que todos queremos ir al cielo.
Vamos a la Plaza de Cristo Rey, subimos por el Paseo de Francisco de Sales y bajamos por Guzmán el Bueno para acabar en la parada a la que me decía el Maps que fuese andando antes. Tremenda vuelta solo por recordar los tres apoyos de Ana Peleteiro y ganar un diploma olímpico, ha valido la pena. Y entonces, en esa parada a la que debería haber llegado andando hace 15 minutos para subirme a un autobús al menos dos por delante de este en el que voy ahora, dejo de mirar el escaparate de TreCea Muebles que me estaba resultando tan interesante y, al volverme a mi izquierda, veo a un hombre de entre sesenta y setenta años, menudo, con camisa amarilla, chaqueta de punto verde, pantalones beige y zapatos cómodos, que se quita el sombrero dejando al aire una orgullosa calva y, sentándose, me mira y me dice: “Me he dejado el cinturón en el bidé, hay que joderse”.
Y así, empieza Ramón a contarme primero lo importante que ha sido para él siempre llevar cinturón, y más en los últimos años, que ha perdido un poco de tripa. Y en un primer momento a mí me duele que mi Madrid, su otoño, TreCea Muebles y mucho más sigan pasando por mi ventana sin que yo los vea ya, pero de eso me olvido cuando oigo lo que Ramón dice una vez atendida la dolorosa ausencia de su cinturón.
Ramón me explica que no podía perder el autobús porque su hija es escritora y su mujer lleva ingresada cuatro meses. Yo imagino mil conexiones entre los dos hechos, pero no acierto. Me cuenta que su mujer es mayor que él y que eso sí fue una conquista y no la del Oeste. Que su mujer lo conquistó inmediatamente, pero que a él le costó meses conquistarla a ella. Me cuenta que su hija vive en Colombia y que escribe, y a veces libros. Que lleva muchos años peleándolo y que por fin ha conseguido que una editorial “por encima de la media, pero sin tirar cohetes, decente” le publique uno de sus libros. Yo, que sé un poco de lo complicado que lograr eso puede llegar a ser, digo: “Impresionante tu hija”. Y Ramón me dice: “Hija de su madre”.
Yo le pregunto que por qué tenía que ser este autobús en concreto, mientras pasamos por delante del Parque Enrique Herreros y pienso en el cine y en Sara Montiel y en los cines Verdi y los Teatros del Canal que quedan al lado, pero que yo no veo porque estoy mirando a mi izquierda, a donde Ramón, que como si ya me lo hubiese dicho, me repite que su mujer le ha pedido que compre el libro de su hija en la librería donde ellas compraban juntas, antes de que los hospitales, la edad, Colombia y la vida entera se cruzasen en su camino.
Yo me hago el entendido y digo: “Claro, tiene sentido”. Ramón, que sabe que no sé de lo que hablo, me dice que “lo importante no es el autobús, sino la hora”. Son casi las nueve y media de la mañana, porque Ramón tiene otra misión, una secreta, que hace imperativo estar en este autobús a esta hora concreta y no el siguiente o en el de después.
Su mujer, Isabel, cumple años y celebra su santo el 5 de noviembre, y yo noto en cómo me lo dice que a él le aterra pensar que pueda ser su último 5 de noviembre juntos. Su hija no vuelve hasta Navidad, así que el único regalo que va a tener Isabel, el día del que puede ser su último cumpleaños, es el suyo. Ahí entra en juego coger el 12 a esa hora de la mañana y no más tarde, porque Ramón quiere llegar a la librería antes de que abran. Entiende que tendrán pocos ejemplares y quiere hacer una foto del escaparate en el que espera que esté el libro de su “niña”, como él la llama. Me pide mi opinión: “Aunque tengan pocos, saliendo hoy, alguno tendrá que se vea, ¿no?”. Y yo, confiando en lo mejor del ser humano y temiéndome lo peor, le digo: “Hombre, pues deberían, y si no es que son unos gilipollas”. Ramón me dice que el regalo es la foto: “El marco ya lo tengo. Solo me falta lo que tú dices”. Y yo, que ya ni recuerdo que en Madrid es otoño, le pregunto: “¿El qué?”. Y Ramón me reprocha: “Pues que no sean unos gilipollas”. Yo levanto la barbilla diciendo “no, hombre, no” y deseo con fuerza ser propietario de un emporio entero de librerías y de escaparates para asegurarle a Ramón su foto, pero no lo soy, soy director de cine, y los directores de cine no tenemos emporios de nada.
Y nos quedamos en silencio, o al menos yo, porque sé que acabo de mentir a un hombre bueno dándole falsas esperanzas, y me acuerdo de Pepe Isbert en Historias de la radio, y pienso que si no tengo ni idea de qué es lo que va a haber en un escaparate de una librería, para qué hablo como si la tuviese. Miro por la ventana mientras bajamos José Abascal y veo Santa Engracia llena de coches esperando que les den la salida. Pasamos por delante de La Bientirada, que hace esquina, y después del CEF el semáforo nos para en seco delante de El Doble, y pienso que hay gente en José Abascal que va a La Bientirada y otra gente que va a El Doble, hay unos que van al CEF pero querrían estar en La Bientirada o en El Doble, y luego estoy yo, que miento a hombres buenos en el autobús para sentirme mejor. Y se pone en verde y pasamos por la boca del Metro de Alonso Cano. Hay atasco, pero nos movemos y nos paramos y unos pocos se suben y otros pocos se bajan, y yo le pregunto a Ramón si vio el clásico el domingo y Ramón me dice que no, que no tienen el fútbol, pero que él y su mujer vieron una película de golf en Telemadrid y luego una de Julia Roberts en La 1. A continuación, Ramón me aclara que la suya es la siguiente y se levanta diciéndome: “Suerte en los estudios, Antonio”.
Yo sigo a Ramón con la mirada y veo como cruza José Abascal, y el autobús se mueve y el autobús se para, y Ramón se dirige a Fernández de la Hoz. Si no me muevo de ventana le pierdo de vista, así que me muevo. El semáforo se pone verde, arrancamos y pierdo a Ramón por mucho que me pegue al cristal de atrás. Inmediatamente pulso el stop para bajarme en la siguiente parada, pero hay un mar de coches desde donde estamos hasta la siguiente y yo sé que ese hombre bueno que me ha acompañado esta mañana va a pasarlo mal y va a pasarlo solo, porque yo no he querido bajarme. No tenía ninguna excusa para no bajarme del autobús y, aun así, no me he bajado. Porque este mundo nuestro me ha entrenado con el objetivo de que si Ramón me cuenta su vida, pasados cinco minutos me dé igual. Pero hay un problema, hay algo que el entrenador quizá no tuvo en cuenta, porque no conoció a Ramón, y es que se acercan los cinco minutos y no me está dando igual. De modo que saco mi cartera del bolsillo del vaquero y le digo al conductor que el señor mayor que se ha bajado antes se ha dejado la cartera, que me abra las puertas y le alcanzo. Me bajo corriendo y, siempre que corro en vaqueros, me acuerdo de Robert Redford y entonces corro más rápido. Atrás dejo el 19, el Retiro y el guion, al menos por esta mañana.
Subo José Abascal frenéticamente, como queriendo ganarme el indulto por no haber bajado antes del autobús, y pienso que si aplicasen esa regla para repartir indultos, no tendríamos una sociedad más justa o más segura, pero sí más atlética. Sé que para mí no hay indulto que valga y que tengo que llegar a Ramón. Cruzo y corro, también, por Fernández de la Hoz y mi pecho me grita que el diploma olímpico me queda lejos. Sigo corriendo, pero no veo a Ramón. De pronto me parece ver por el rabillo del ojo un escaparate con libros y paro en seco, y vuelvo sobre mis pasos.
Efectivamente, hay un escaparate. Es una librería de libros infantiles. En ese instante sale Ramón por la puerta y me dice: “Antonio, ¡que no son gilipollas!”. Me coge del brazo y me pone frente al escaparate. No es un escaparate grande, Ramón me señala uno de los libros y me dice: “¿Qué te parece?”. Yo no puedo controlar la sonrisa bañada en sudor y Ramón saca un ejemplar de una bolsa de tela que antes no llevaba y me dice: “He cogido este para ti. Por si te volvía a ver”. Me lo da y yo después de “gracias” le digo: “¿Y la foto?”. Y Ramón me dice: “La foto ahora. Venga, házmela tú”. Se ha apoyado en el escaparate, sin cinturón, junto al libro de su niña, con su ejemplar en las manos y, cuando iba a hacerle la foto, ha sacado un pañuelo y se ha secado los ojos. “Ahora sí”, indica. Yo he hecho la foto, le he devuelto el móvil, Ramón me ha dado las gracias y se ha ido sonándose los mocos. Parecía que tuviese vergüenza de que le viese así, de modo que no le he dicho nada.
Yo quería irme con Ramón y conocer a Isabel, para en unos días celebrar su cumpleaños y ver su cara al recibir esa foto y saber que su marido la quiere de verdad. Pero no. He llamado a mi amigo Nacho, que escucha como nadie, para quedar a tomar un café porque, aunque no tomo café, tenía que contárselo a alguien y Nacho trabaja cerca de Gregorio Marañón. Nacho me ha dicho que nos veíamos en el Religion Coffee en María de Molina y me ha avisado de que bajaba con él una amiga del trabajo, bajo el pretexto de nunca haber conocido a un director de cine. Así que he llegado antes y me he lavado las manos y el sudor de la cara, por no dejar mal al cine. Y han entrado, y a Nacho le gusta su amiga. Se han sentado y mientras esperaban sus respectivos cafés me han escuchado contar cómo he salido a dar un paseo en autobús por Madrid esta mañana y, al terminar, la amiga de Nacho, Valentina, ha exclamado —no lo ha dicho, lo ha exclamado—: “¡Es de película!”. De Frank Capra, he pensado yo.


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