La noticia pasa de tapadillo en prime time todos los días desde hace meses. Puede que años, solo que yo no me he dado cuenta hasta que lo he sufrido personalmente. Hablo de las arañas de la mente. Son como una plaga. No teniendo nada que ver, me recuerdan un poco a la novela de Guillem López, la de Arañas de Marte. O igual sí que tienen que ver. Sus huevos eclosionaron hace semanas. Entonces no le di importancia. Porque no sabía que estaban ahí aunque sintiera sus efectos. Si lo escribo ahora es para dejar constancia por si acaban devorándome y me llevan con ellas a donde quiera que se lleven los pensamientos y emociones de aquellos en los que habitan. Un científico tal vez utilizaría otro término más técnico. Solo que ellos están a otras cosas más tangibles. Nadie ha visto a las arañas, por mucho que las perciban y sientan su hambre, la voracidad con la que exterminan aquello que fuiste, destruyendo los anclajes sobre los que se asienta la estructura de tu mundo para dejarlo en ruinas.
Llegaron con el invierno y aún después del verano siguen horadando la masa gris, haciendo mella en los días más soleados, vistiéndolos de luto y negación, de derrota y desasosiego. Anulando, como nunca, mis deseos e ilusiones. Aniquilando mis sueños como si fuera esa criatura de cuento que acude a las noches del durmiente para arrebatarle sus anhelos y arrancarle de las entrañas el futuro de su existencia. Se mueven bajo la piel, entre el hueso y el músculo, navegando como piratas a través del torrente sanguíneo. Noto el cosquilleo. Y solo en contadas ocasiones, con ayuda de esas diminutas bolitas blancas, consigo aplacar el daño, olvidarme de que están ahí. La presencia de algunas personas vacunadas contra la inmundicia y la vulnerabilidad las ahuyenta. Así que procuro mantenerme cerca de ellas. Aferrarme a su vitalidad y sus sonrisas. A sus alegrías y esperanzas. No obstante, no siempre es suficiente. Las arañas que habitan en mí son legión. No mueren. Dormitan aletargadas a la espera de poder seguir comiendo o encontrar un resquicio en mi voluntad para contaminar a quienes están cerca. Yo no dejaré que eso suceda. No permitiré que este virus arácnido salga de mí para anular otras conciencias.
Hay días en que las noto roerme la base del cráneo, buscando la manera de tejer sus telarañas para una prole aún más salvaje y agresiva. No siempre consigo derribar esos laberintos enrevesados. El ejercicio ayuda. Anular mis pensamientos, a veces, también. Son muchas. Demasiadas. Pienso en el día de la infección y maldigo en voz baja a quien inoculó esta odiosa sensación de insatisfacción permanente, de ingratitud y desesperación. La negrura que tira de mí hacia la nada para hundirme en la inconsciencia. Porque solo así, sumido en el abandono de mí mismo, despistando mis pensamientos con banalidades, consigo evadir su influjo y romper algunos de sus hilos. No quiero que las arañas de la mente me hagan desparecer por completo. Lo intento. Como muchos otros en mi situación lo intentan. Me aferro a los que consiguen exterminar la plaga y sobreviven. Los que no lo hacen son también demasiados y acuden a mí para alimentar a esos bichos y fortalecer sus redes.
Recuerdo el día en que llegaron a mí o sus huevos eclosionaron o sus redes se tejieron alrededor de mi existencia para hacer de mí una persona miserable. Quizá no fuera ese día. Quizá solamente estuvieran al acecho en mi interior. Esperando su momento. Como esos monstruos durmientes de La guerra de los mundos que habían estado aguardando bajo tierra el momento propicio para el ataque desde antes de que la propia humanidad existiera. Puede que, al igual que ellos, un agente infeccioso fortuito e inesperado acabe con estas arañas. No lo creo. Si ese invierno no fue más que la chispa que encendió la mecha de un explosivo que llevaba tiempo en mí, la situación es peor de lo que creo. Porque entonces significa que ellas ya estaban ahí, desde siempre. Y que no hay nadie más responsable de su existencia que yo mismo.
Mientras escribo estas palabras, las noto contrayendo mis tripas, apretando mi garganta, asfixiando mis pulmones. El corazón, arrítmico, bombea a destiempo, mi respiración tiembla desacompasada. La pared posterior de mis ojos se comprime y me duele. El cuello tira de mis músculos y contractura mi espalda. Las ideas comienzan a desfluir, a desangrase en tristeza y ansiedad, en millones de mordiscos y patitas azabaches y carmesís. Noto la envoltura extenuante de esas membranas filamentosas que aprietan fuerte y no me dejan una gota de aire que inhalar. Me hundo en el abismo. No encuentro agarre. Y, mientras trato de salir a la superficie, veo en el reflejo de la pantalla oscurecida de mi ordenador las patitas insinuándose a través del pabellón de mis orejas, asomándose a través de mis oídos. Inquietas y curiosas. Dispuestas a reforzar su ataque si, en algún momento, trato de escapar a ellas. Todos los días aparecen en prime time. Todos los días hablan de soluciones y prevención. Todos los días aluden a la escasez de medios. Y, todos los días, alguna víctima de estas insidiosas arañas aparece en las necrológicas con la sonrisa falseada y los ojos llenos de una amargura que solo quienes han sido atrapados son capaces de identificar y entender.


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