Los saltahombres han llegado a destiempo. Estamos más cerca de la Navidad que del verano y son conscientes de que este último lo han alargado demasiado, hasta el límite. Dicen que unos vienen de Ibiza; el resto de Tarifa. Dos grupos que, sin embargo, se reconocen y aceptan como iguales, por mucho que los de la isla tengan un tono más verdoso y las patas serradas un tanto más aerodinámicas y los de Cádiz tengan un color marrón terroso con manchas violáceas y unas alas que, cuando las despliegan, reflejan un irisado muy bonito. Por no hablar del acento, que los delata. Tanto unos como otros vienen de trabajar en la costa con surferos (ellos mismos se autodenominan así) o en atracciones en alta mar con parapentes sin motor, tirados con la tracción del motor de las lanchas. Los más atrevidos dicen que lo hacen «a pelo», que no necesitan ningún paracaídas, que ellos se colocan los arneses y enganchan al cliente bajo el vientre y saltan desde uno de los riscos más altos que dan al mar. Luego planean y, cuando están a punto de amerizar, sueltan los enganches y «el paquete» cae al agua con su chaleco salvavidas y su cara de satisfacción. Quienes no se atreven a hacerlo así es porque les da grima la panza blanda de los saltahombres.
Aquí hace semanas que se fue el verano. Aún quedan algunos turistas, sobre todo ingleses, alemanes y algunos del Este de Europa. Los primeros tienen colonias en este pueblo y en otros de los alrededores. Con sus propias tiendas y restaurantes y sus grupos de amigos. Suelen ser jubilados —ya mayores— que solo buscan paz, tranquilidad y buen tiempo. Y —cómo no— no hay mejor lugar que este, a orillas del Mar Menor, declarado como uno de los más idóneos para pasar una temporada gracias a sus más de trescientos días de sol al año. No son la clientela tipo que busca emociones fuertes a varios metros de altura. Tampoco son gente que acepten demasiado bien a las criaturas que están apareciendo cada poco y se mezclan con nosotros. No se fían. No son los únicos. En cualquier caso, como en todo, los hay buenos y los hay malos, pero, la mayoría de las veces, los hay grises. Todos somos grises. Todos tenemos luces y sombras. Ellos no son muy diferentes de nosotros y, en cuanto te olvidas de su aspecto, puedes incluso tener una buena conversación y aprender algo.
Algunos más modernos los llaman charates, que es como llaman aquí a los saltamontes. A ellos no les importa. Son despreocupados y afables. Son gente sana, salvo los días que no están al quite con sus tablas de surf y sus velas o sobrevolando la costa a baja altura. En esos días suelen beber y fumar como si el fin del mundo llegara mañana. Celebran la vida y no son pocos los que llevan tatuado en el contramuslo carnoso las palabras «Carpe Diem», aunque no tengan muy claro qué significa. El caso es que no hay mucho trabajo para ellos aquí en esta época del año. Por eso se han buscado trabajo en las montañas de Alhama de Murcia. Están subcontratados como monitores de Ocio y Tiempo Libre, aunque solo se dedican a saltar desde la cima con los más atrevidos. Son buenos comerciales, tienen don de palabra y carisma, saben convencer a los dubitativos. Con o sin parapente. Todos llegan sanos y salvos abajo. Satisfechos y con la adrenalina a tope. Ya son una parte más del paisaje de la zona. Como los aviones del ejército por aquí. Y no habrían destacado ni llamado la atención de no ser por las mantis antirreligiosas; o satánicas, como muchos las han acabado llamando después de lo sucedido con los saltahombres.
Nadie lo puede asegurar. Son rumores que corren y bien podrían ser un bulo por parte de toda esa gente que no quiere criaturas extrañas por las inmediaciones. Es una manera de avivar las llamas del odio por lo desconocido; somos expertos en esas cosas ya desde antes de que empezaran a llegar. Nos asusta lo que no entendemos. Nos intimida lo que viene de fuera y altera nuestras costumbres. Es una presencia incómoda para muchos. Por eso, no se puede decir que todo lo que se hable de las mantis sea cierto. De ellas no se sabe tanto como de los saltahombres. Llegaron después y nadie conoce su origen. Al contrario que los hombres insecto, ellas son introvertidas y parcas en el lenguaje. Apenas hablan si no es entre ellas; ni siquiera cuando se les pregunta. Van en grupos reducidos de dos o tres y tienen una mirada esquiva y maliciosa. Eso no se puede negar. Claro que, yo, por mi parte, ya les tenía un poco de grima antes, cuando no eran más que unos bichitos de dos o tres centímetros. Es recordar el nido de mantis religiosas y las criaturitas que nacieron y rondaron el árbol de la casa de mi madre durante un tiempo y se me pone la carne de gallina.
Lola, del Café Moi, me dijo que me anduviera con cuidado. Que algunos de los que vienen sí son lo que parecen y actúan como tal. Que ella conocía a algunas compañeras arañas que seguían las viejas costumbres tras la cópula y muchas, que decían que no podían evitar seguir sus instintos más primarios, habían dado con sus patitas entre rejas. «A estas les pasará lo mismo», me dijo. «Si las pillan, claro». Lo que sucedía era que habían empezado a desaparecer algunos saltahombres. Y todos sabían que flirteaban con las mantis. «Había feeling», dijo más tarde uno de ellos a la policía. El problema no eran las desapariciones, sino los cuerpos decapitados. Los habían hallado amontonados en una de las cuevas del Cabezo Gordo. Se decía que habían encontrado a tres saltahombres, pero sus cabezas estaban en paradero desconocido. Un experto entomólogo apuntó que habían mantenido relaciones sexuales poco antes de morir. «Probablemente perdieron la cabeza mientras estaban en el ajo», dijo. Palabras muy técnicas no eran, pero sí fáciles de entender. Había, además, símbolos rituales satánicos dibujados en las paredes húmedas de la cueva. Los saltahombres que quedaban por aquí ahora están buscando irse al norte. De las mantis no se sabe nada.


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