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En las guerras no hay poesía

En las guerras no hay poesía

Hace un par de años, con Vagalume, Julio Llamazares tuvo ocasión de ofrecernos un producto original, bien acabado, repleto de sensibilidad, como si hubiera sido labrado a cincel y, como es costumbre en él —por algo fue poeta antes que narrador, con dos espléndidos libros que siguen hablando por sí mismos—, con un lirismo que no molesta, sino que, antes bien, sirve de agradable música de fondo.

El viaje de mi padre se encauza por esa misma línea, aunque lo puramente narrativo, en esta ocasión, ceda el paso a lo autobiográfico, a eso que, con tanto ahínco como desconocimiento, algunos teóricos de la literatura llaman “autoficción”.

La obra —no demasiado extensa, de algo más de tres centenares de páginas que se nos quedan cortas por el interés que despiertan en el lector, al que atrapa desde la primera línea— se compone de un preámbulo, el texto propiamente dicho, un epílogo y unas cuantas y conmovedoras “postales de viaje” en blanco y negro y en color. Fotografías ciertamente hermosas, a veces con un increíble aire desolador, como cuando aparece la línea férrea abandonada que unía Valladolid con Ariza; o el humilde cementerio de la Mata de la Bérbula, en León, con apenas unas cuantas tumbas. Ni qué decir tiene que tales instantáneas que, imagino, deben de ser del propio autor, nos ayudan a imaginar, con más precisión, aquello que se cuenta en estas páginas.

"El mapa que se adjunta del recorrido, que es todo un prodigio artesanal, saltándose a la torera todos los arrebatos y todos los cantos de sirena de las nuevas tecnologías, ayuda a visualizar con mayor rigor el viaje"

El inicio del “Preámbulo” posee esa sencillez demoledora tan característica de un autor como Llamazares que sabe dominar a la perfección el ritmo de una obra, el tono adecuado para enfrentarse a ella y las palabras precisas para lograr mantenernos atentos, sin pestañear ni un solo instante: “Mi padre apenas viajó”. Y se habla, además, del arrepentimiento del escritor por no haber aprovechado la ocasión que tuvo de hacerle más preguntas a su padre sobre este viaje en plena guerra o sobre otros diversos asuntos para los que ya no habrá respuesta.

Así pues, en honor a su padre y al amigo de su padre, un tipo llamado Saturnino Díez Tascón, Llamazares se propone hacer el mismo viaje que su ancestro, durante los mismos meses, cuando llevaban a cuestas unas pesadas radios italianas con las que se comunicaba el ejército español de aquellos años treinta: “La historia —nos avisa— permanece en los lugares en los que sucedió como las palabras bajo la memoria”. Buscando con ese ahínco y determinación el fantasma de su padre, acaso pueda encontrar la esencia de sí mismo, ahora que es presente.

El mapa que se adjunta del recorrido, que es todo un prodigio artesanal, saltándose a la torera todos los arrebatos y todos los cantos de sirena de las nuevas tecnologías, ayuda a visualizar con mayor rigor el viaje, que se inicia en La Vecilla y concluye en las playas de Castellón, con lugares tan emblemáticos para la Historia y para la Guerra Civil española como Valladolid, Aranda de Duero, Zaragoza, Caspe, Alcañiz y la ciudad y las sierras cercanas a Teruel, sede de la madre de todas las batallas.

"Logra, con una precisión y una eficacia envidiables, superponer dos tiempos en un espacio que es el mismo, aunque totalmente diferente"

Es verdad que su padre ya no vive, pero el escritor, a lo largo de estas páginas, cree sentir su presencia. Visita, en primer lugar, el camposanto de La Mata de la Bérbula, en donde reposa el hombre, “en la misma tierra donde nació por expresa voluntad suya”. Llamazares —y, en parte, en eso radica la magia y el encanto de este libro— logra meterse en la piel de su padre; trata de mirar con sus mismos ojos lo que aquellos ojos vieron hace ya casi un siglo. Busca, en ocasiones dominado por la ansiedad, saltándose todos los protocolos posibles, el eco de aquellos tiempos, y se pregunta con frecuencia si vale la pena el esfuerzo. Pero no ceja en su empeño. Y camina de frente, erguido, quizá con cierto orgullo, sin que se le escape el más mínimo detalle. Llamazares, no haría falta decirlo, es de los que saben escuchar y de los que saben mirar; uno de esos privilegiados que, con un mínimo esfuerzo, logran reconstruir un pasado algo remoto a partir de unas cuantas huellas, con el sonido del viento, que, en el fondo, sigue siendo el mismo viento de entonces después de haber dado la vuelta.

Logra, con una precisión y una eficacia envidiables, superponer dos tiempos en un espacio que es el mismo, aunque totalmente diferente. Así, en Carrión de los Condes, bajo la espesa niebla, no halla sino lugares fantasmales que hacen aumentar esa rara sensación de estar fuera del mundo. Y ahí, sin embargo, en ese mismo sitio, sobre esos mismos adoquines, debieron de sonar, con firmeza, las botas, las voces y los pesados vehículos de los militares que se dirigían al combate, con apenas veinte años y una vaga esperanza de regresar, algún día, victoriosos, a sus casas.

Resultan emocionantes, de un lirismo fuera de lo común, esos instantes en los que cualquier soldado que posa en una fotografía de la época, de esos tiempos bélicos, se transforma en su propio padre. Porque cualquier soldado muerto de frío y de hambre podría ser su padre.

"Y, en ocasiones, surge el milagro, aparece, como de la nada, un benévolo informador, un Virgilio o una misteriosa Beatriz capaces de ponerle al tanto de lo que busca"

Julio Llamazares se enfrenta a un mundo en extinción, dejado por completo de la mano de Dios y de los que mandan. Y él lo percibe mejor que nadie. Son desolados territorios en los que apenas queda alguna persona con la que poder hablar. Del ayer al hoy hay un trecho casi inabarcable, viene a decirnos. Las estaciones del tren están completamente solas. Y se fija en las marquesinas de hierro y en los depósitos de agua que ahora se oxidan y que un día alimentaron las máquinas de vapor, tan imponentes y poderosas no hace tanto.

El escritor viajero se enfrenta en más de una ocasión a la cotidiana heroicidad de encontrar un bar abierto en el que calmar la sed en un pueblo olvidado. Un bar en donde poder preguntar a los parroquianos por los estragos de la guerra. Y en ocasiones surge el milagro: aparece, como de la nada, un benévolo informador, un Virgilio o una misteriosa Beatriz capaces de ponerle al tanto de lo que busca, de aportar un dato valioso para anotarlo en su libreta o de ofrecerle un simple pincho de tortilla cuando el hambre aprieta.

Llamazares no necesita estar inspirado para trazar, con un par de certeras pinceladas, el paisaje que hay ante sus ojos: “Ante mí —escribe—, la silueta de Morella con sus murallas infranqueables y su castillo en lo alto, sobre el caserío, como una corona parece una postal esta mañana con el sol iluminando sus tejados, que brillan como los pinos de las montañas de alrededor”.

"Llamazares intenta en vano no implicarse demasiado en esta historia, no dejar que fluya a su aire la emoción que le embarga y que no puede ocultar de modo alguno"

El drama está en el hecho de tener que seguir los pasos de otro sin saber, con absoluta certeza, lo que se busca. Sin embargo, lejos de cundir el desánimo, Llamazares disfruta con su trabajo, como Azorín debió de hacerlo en su deambular por la ruta de don Quijote hace más de un siglo. No faltan, pues, los momentos de fino humor con el fin de enjugar el tono serio, aportando un aire fresco que saca a relucir en las ocasiones más oportunas. En Ariza, por ejemplo, a donde llega el obstinado viajero, un matrimonio se apresura a explicarle, para que no se llame a engaño, que los tambores y las cornetas que suenan no son para recibirlo a él, sino para ensayar de cara a la Semana Santa.

Llamazares intenta en vano no implicarse demasiado en esta historia, no dejar que fluya a su aire la emoción que le embarga y que no puede ocultar de modo alguno. Pero no siempre consigue su propósito, ni mantener sus sentimientos a raya. La Guerra Civil, de una u otra manera, sigue presente como una herida que aún sangra. El autor, que reniega firmemente de los honores póstumos a los muertos, lo aprecia cuando charla con algunos vecinos de los pueblos de Teruel. No son los mismos actores de entonces, cuando caían las bombas sin piedad alguna, pero los genes son los de aquellos habitantes que les precedieron, y que no siempre tuvieron un buen morir ni una tumba con sus nombres. Y es que en la guerra no hay poesía, “pese a que la poesía brote de esos paisajes llenos de magia y de belleza”.

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Autor: Julio Llamazares. Título: El viaje de mi padre. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.

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