En la banda sonora de la sedición juvenil del siglo XX —apuntar “la historia del rock” es quedarse corto— hubo un tipo algo mayor para la media de edad de los sediciosos que se habían dado cita la noche del 31 de agosto de 1970 en Afton Down, unas lomas de la isla de Wight —próximas a los acantilados—, donde se celebró el tercero de los tres festivales que llevarían a aquella isla, frente a la costa sur de Inglaterra, en medio del Canal de la Mancha, a la geografía ideal de la contracultura.
Sin embargo, aquella noche, de hace ya la friolera de 55 años, aquellos 600.000 o 700.000 melenudos, que aguardaban para escuchar el rhythm and blues de The Who, y al resto de las bandas cuya música les enardecía como a los soldados un canto alegre de batalla, asistieron a una experiencia casi mística con aquel tipo —diez años menos joven que la media— cuyas canciones hablaban de lo sagrado y lo profano, del deseo y la trascendencia, intercaladas con el recitado de poemas de una gravedad que, antes de que los allí presentes sintonizaran como lo hicieron con el singular rapsoda, se hubieran antojado, como poco, intempestivos para aquella gente y para aquel momento.
El tipo no era otro que Leonard Cohen. Los organizadores habían ido a buscarle de madrugada, mientras dormía en su caravana, para que ocupase el escenario entre las dos y las cuatro de la mañana.
Unos meses antes aún le abrumaba cantar en directo. El miedo escénico era superior a sus fuerzas, las primeras veces que entonó “Suzanne” en público tenía que acompañarle Judy Collins. Pero en la alborada de Wight, Judy no estaba y “Suzanne” aún no era esa canción que todos sus oyentes asocian a alguno de sus amores. De modo que Cohen salió a aquel escenario inglés como traspuesto entre el sueño, el agotamiento y cierta “neblina”, que él mismo evocó en entrevistas posteriores.
Lo incontestable es que estaba tocado por cierta gracia, y el milagro se produjo: aquellos sediciosos, deseosos de llenar su cabeza de rock —tal se llamaba un álbum recopilatorio, editado por la CBS ese mismo verano, donde se incluía “You Know Who I Am”, de Cohen— se quedaron maravillados cuando el descendiente de Aaron —el primer sumo sacerdote de la iglesia de Israel— comenzó a entonar “Famous Blue Raincoat” y los amantes del rock se emocionaron con aquella canción que hablaba de otra madrugada en el invierno neoyorquino.
Eran pocos quienes entonces, en agosto del 70, sabían de Leonard Cohen —su bohemia en Hidra, volado por las anfetaminas; su estancia en el Chelsea Hotel, y allí los supuestos desprecios de Nico y las supuestas efusiones de Janis Joplin—, pero el milagro se produjo: Leonard Cohen entró en la mitología del rock entonces, en la isla de Wight, en la madrugada del 31 de agosto.
Y una vez dentro arraigó tanto que hace ahora 30 años, el silencio que sucedió a la gira promocional de The Future (1992) hacía pensar lo peor a cuantos aún le escuchaban con una devoción próxima al misticismo que inspiraban sus canciones y poemas. Hasta entonces, de todo había salido bien parado, hasta del muro de sonido de Phil Spector, el productor de Death of a Ladies’ Man (1977) —La muerte de un mujeriego, para aquellos oyentes españoles que hicieron de “Suzanne” la canción de alguno de sus amores—, el único álbum del que renegaba.
Pero, ya en diciembre del 95, luego de que The Future llevase a Cohen del score de la sedición juvenil al tema principal de la banda sonora del fin de siglo, cuantos le seguían desde Songs of Leonard Cohen (1967) en el mundo entero se preguntaban por el largo año de silencio del autor de El juego favorito (1963) y Los hermosos vencidos (1966), sus dos novelas, de las que sus lectores españoles aún daban cuenta en sus primeras ediciones, las de Fundamentos. Pero nadie sabía nada de él.
Sin embargo, no habían muerto ni el místico ni el mujeriego. Todo lo contrario: Leonard Cohen, lejos del mundanal ruido, había encontrado la plenitud espiritual —una de las grandes búsquedas de su existencia— en el monasterio zen de Mount Baldy, en las montañas de San Gabriel, próximas a Los Ángeles. En efecto, su ingreso se produjo en 1994, tras la gira de The Future, y su estancia se prolongó durante unos cinco años, aproximadamente hasta 1999, interrumpiendo casi por completo su actividad pública. Ordenado monje zen de la escuela Rinzai en 1996, Jikan fue su nombre monacal —y seguro que, místico o no, tiene algún significado que pueda traducirse como “El Silencioso”—. Y El silencioso ejerció como asistente de su maestro, Joshu Sasaki Roshi.
No hay duda de que ése fue el momento estelar de Leonard Cohen. Pero de vuelta a la vida secular, le aguardaban las miserias del fin de siglo: Kelly Lynch, su representante, apoderada y persona de máxima confianza, le había estafado cinco millones de dólares de derechos de autor durante el tiempo que estuvo apartado en su retiro espiritual. El poeta la llevó a los tribunales en 2005, pero siempre consideró imposible que ella llegase a devolverle el dinero. Más aún, tuvo que volver a denunciarla por el acoso constante al que Lynch le sometía con sus insultos y amenazas. Pero la adversidad, como siempre sucede a las personas geniales, no hizo otra cosa que engrandecer al poeta.
Ese regreso al mundo fue el umbral de la última etapa: la de la partida entre aplausos del premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2011. Su actividad como poeta encontró su última expresión —y a decir de la crítica la más depurada— en La llama, el legado del músico, místico y humanista canadiense. Un texto en el que los poemas se intercalan con las canciones y los dibujos, que estos días conoce una reedición como uno de los orgullos de la editorial Salamandra en sus 25 años de actividad. Acaso sea Alexandra Pleshoyano —una de las responsables de la edición inglesa del texto— aquella a la que alude Cohen en Alexandra Leaving, la séptima de las Diez nuevas canciones (2002), que integraron el álbum del regreso.
El caso es que tanto La llama como las grabaciones que le sucedieron forman parte de un todo: la culminación de un arte que abarcaba tanto la creación literaria como la musical. Claro que sí, La llama integra el mismo paquete que los últimos álbumes: Dear Heather (2004) —donde Cohen llegaba a adaptar al Lord Byron de So, we’ll go no more a-roving—, Old Ideas (2012), Popular problems (2014), You Want It Darker (2016), y el ya póstumo Thanks for the Dance (2019), forman parte de un todo glorioso: la despedida de un tipo infinitamente mejor que sus ladrones. Un tipo en el que todo fue gracia. Un mujeriego al que cuando le dijeron que Marianne Ihlen, su compañera de la bohemia de Hidra —la de “So Long Marianne”, en efecto— se estaba muriendo, le faltó tiempo para escribirle diciendo que él también estaba en las últimas, que en breve iría a su encuentro.
So long, Leonard Cohen.


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