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A la hoguera con ellos

A la hoguera con ellos

A la hoguera con ellos, con nosotros, con todo o casi todo. Así vamos a terminar. Todavía dura el revuelo por la censura de cuentos tradicionales como Caperucita, La bella durmiente y varios más en algunas escuelas infantiles. Algo comenté cuando escribí Censura invisible y El fin de los malos aquí, en Zenda, sobre los extremos a los que estamos llegando con la corrección política aplicada a la literatura y otras artes. Como era de prever, la cosa no ha mejorado y el fenómeno «me la cojo con papel de fumar» ha derivado en «no sé ni leer» o «no llego más allá de la p con la a, pa». Las posturas cuadriculadas y carentes de perspectiva han pasado de concentrarse en algunos reductos radicales de mente estrecha a extenderse al común del ciudadano en indignadas discusiones en las redes sociales, y ya no por lo que se cuenta, sino ―lo que es más preocupante― porque no son capaces de entender lo que leen.

El último caso del que he sido testigo lo comentaba con estupor un amigo que lo compartió en Facebook. En uno de tantos grupos como hay en esta red de amigos desconocidos, dedicado a fotografías antiguas de España, se publicó una foto de gente miserable ―«extremadamente pobre, desdichado, abatido o infeliz», según consta el DRAE; por si me lee alguno de quienes hablo― de un barrio de Madrid, muy a principios del siglo XX, acompañada de un texto de Mala hierba, de Pío Baroja.

"Alguno, no me extrañaría, habrá buscado al tal Baroja en Twitter para cantarle las cuarenta en bastos"

El texto era el siguiente: «El barrio de las Injurias se despoblaba, iban saliendo sus habitantes hacia Madrid… Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y la miseria». Pobre Pío Baroja, nunca imaginó que algún día sería objeto del desprecio más absoluto por emplear metáforas con las que describir con crudeza la descarnada realidad de los desheredaos de su tiempo. A él, que se tenía por hombre de bien sensibilizado con los más desfavorecidos, le ha caído la del pulpo.

Que si menudo desalmado, que si no entiendo a este escritor, que si solo le ha faltado mearse y cagarse en esa pobre gente (sic)… y así un largo etcétera. Alguno, no me extrañaría, habrá buscado al tal Baroja en Twitter para cantarle las cuarenta en bastos. Mi amigo se desgañitaba ―por escrito y con suma paciencia― en ilustrarles sobre el profundo conocimiento y respeto de don Pío por el pueblo español. Insistía con denuedo y poca esperanza en que el autor de La busca utiliza una figura estilística denominada metáfora para describir de la forma más cruda y realista posible una realidad vergonzosa, para que lo huelas, lo sientas, te afecte… Todo fue inútil: «Este señor tiene poca compasión, no me gusta», proseguía un piadoso amigo. «Nadie es basura, nadie debería referirse a otros como basura», añadía otro. Y así hasta el infinito.

Si además investigan un poco y llegan a la conclusión de que era un misógino reconocido, probablemente soliciten el destierro de su obra y que lo excluyan de los libros de texto —si alguno termina por averiguar que se trata de un autor de finales del siglo XIX, principios del XX—.

"No son capaces de leer. Leer de verdad, no solo saber cómo se pronuncian las palabras en función de la posición de unas letras. Es una vuelta de tuerca más"

Lo alarmante de esto no es el factor censor, ya comentado en artículos anteriores y que va cogiendo fuerza: es que directamente demuestran no saber leer ni mucho menos interpretar una figura retórica. Las metáforas, la ironía, los símiles, la caricatura, son herramientas literarias que necesitan de la inteligencia del lector, de su capacidad de interpretación, de un mínimo esfuerzo, tampoco mucho, para descifrar el mensaje que se quiere transmitir y al que pretende dotársele de mayor fuerza descriptiva que con una frase simple y directa. Vano esfuerzo. En aquel nutrido grupo se quedaban en la superficie, en la literalidad y, para colmo, lo asumían como descalificaciones proferidas por el autor hacia la gente de la que hablaba.

Entre los explicadores oficiales de los cuentos infantiles para desmontar los pérfidos mensajes que encierran y que tanto daño están haciendo a las tiernas mentes de nuestros infantes, y los adultos que no son capaces de entender un texto con una mínima comprensión lectora, el futuro se me antoja gris oscuro para las letras. No creo que tarde en aparecer un escuadrón de revisores oficiales de textos no infantiles, algún Observatorio de algo, como ya se ha hecho con las letras de las canciones en las verbenas populares, para «proteger» a la ciudadanía de lecturas perniciosas. Anda que no hay libros para dejar en los huesos si los pasas por el tamiz de la corrección y la cerrazón mental. Muchos de ellos de premios Nobel de literatura. Cada día atribuyen más barbaridades a obras escritas, tanto actuales como pasadas, y, en muchos casos, ya no es que lo narrado sea censurable para alguna mente estrecha, es que el mensaje directamente no se entiende, no se comprende y se quedan en la literalidad, como en el ejemplo de Mala hierba o como ha ocurrido con los cuentos infantiles. No son capaces de leer. Leer de verdad, no solo saber cómo se pronuncian las palabras en función de la posición de unas letras. Es una vuelta de tuerca más.

Puede que pronto haya una nueva profesión, la de interpretador de textos, más fina que la de censor; y bibliotecas de libros prohibidos ―como en El nombre de la rosa― u olvidados ―como en La sombra del viento―, donde solo unos pocos iniciados, los supertacañones de la vigilancia de lo inofensivo y políticamente correcto, puedan analizar sus páginas y decidir su modificación, explicación al margen o censura total para el gran público. A Pío Baroja le buscarán un sitio, seguro. Y a Nabokov. Y a García Márquez.  Si llega ese día, espero que algún libro mío les acompañe. Será señal de que algo hice bien y no fui invisible.

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