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A las letras me remito

Aprender a leer es como encender una llama;
cada silaba deletreada es una chispa”.
(Víctor Hugo)

Con la llegada de la Feria del libro, aquellos primeros libros que leímos desde niños o adolescentes, vuelven a galope a nuestra mente y pugnan por permanecer nítidos, frente a otras lecturas actuales. Pasear por las casetas remueve todo tipo de sentimientos y emociones, y cada portada colorida nos remite a otras etapas de nuestra vida. Aunque ya nadie recuerda cómo y cuándo empezó a caminar, lo que quizás sí recuerda es con qué zapatos caminó. Así también nadie recuerda cómo aprendió a leer, pero sí recuerda el primer libro con el que aprendió a deletrear. Las letras son los primeros códigos redondeados que decodificamos para comprender las palabras y captar los brevísimos relatos de iniciación. Amigo fue mi primer libro de lectura, tierno y novedoso, con el que aprendí a leer, a los cinco años de edad.

Jung decía que la vida es una escuela, y tenía razón. El primer libro no sólo nos inicia por el mundo de las letras, sino que es como un amigo leal que te señala las líneas rectas y torcidas del vivir. A medida que uno crece la escuela está en todas partes, y para mí la escuela estaba en los libros y los libros iban conmigo a todos lados. Sin embargo, el primer elemento llamativo de cada libro está en la portada, ¡entra por los ojos!, como las comidas. Al olerlos, hojearlos y leerlos sentimos los sabores dulces, salados, ácidos, agrios, amargos o agridulces que nos dejan. Todos se impregnan en nuestra piel como marcas de agua.

"Hebaristo, el sauce que murió de amor, me anudó la garganta para siempre y despertó en mí aquella textura comparativa de los personajes, humanos y naturales"

Entre las lecturas que desayuné durante mi niñez recuerdo los cuentos juveniles de Abraham Valdelomar, como frutas picadas, con cuyo sabor narrativo me identifiqué al instante. Hebaristo, el sauce que murió de amor, me anudó la garganta para siempre y despertó en mí aquella textura comparativa de los personajes, humanos y naturales. Un fino tejido de dos vidas paralelas entre el sauce y el farmacéutico: “dos cuerdas de una misma arpa; dos ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza; dos brazos de una misma desolada cruz; dos estrellas insignificantes de una misma constelación”. Con El caballero carmelo abrí la alforja cargada de apetecibles dulces y me conmoví con el protagonismo del gallo, una mascota que entra en casa “como el amigo íntimo de nuestra infancia”.

Con Isaac B. Singer y sus distintas novelas Shosha, El mago de Lublín, El penitente y sus cuentos, saboreé los panecillos de diferentes harinas y aromas. En Un amigo de Kafka los ingredientes recogen las profundas grietas de la vida, como en el cuento «El sino». Circunstancias incomprensibles a la razón que, como las migas del pan se transforman en un instante, sin que nos percatemos. Un libro que destapa las ollas de otros mundos inimaginables.

Sin embargo, el banquete de obras clásicas y contemporáneas fueron las lecturas vitamínicas con diversos manjares narrativos que saboreé a lo largo de mi adolescencia. En Las mil y una noches, Sherezade cada noche preparó ante mis ojos un plato distinto con mil recetas para salvarse de la muerte. Mientras Aladino me enseñó a sobrevolar en la alfombra mágica. Con la Odisea viajé hacia Ítaca y comí los manjares inmortales de la ninfa Calipso, los frutos marinos, y caté el vino con el que Ulises venció al gigante Polifemo. Con Rojo y negro, de Stendhal, sentí el vértigo enamorado de madame de Renal y Julián Sorel que, como el agua y el aceite, no podían mezclarse. Con Víctor Hugo y Los miserables cené durante las noches invernales la indignación e impotencia de Fantine y Jean Valjean. Un plato sobrecogedor de sabor amargo y difícil de digerir que me generó muchas preguntas y respuestas sin resolver y me congeló en el sillón. Sin duda, un libro contundente como el cocido, elaborado con las vísceras de la sociedad, servido en los platos sucios del ser humano: injusticia, desigualdad, miseria. Aunque, al final, el amor entre Cosette y Marius es el postre que endulza el paladar. Al hilo de esta novela hay otros platos que me apetece volver a probar: El hombre que ríe, El conde de Montecristo, Por quién doblan las campanas, Las estrellas nos miran, Historia de dos ciudades. Papá Goriot, un hombre que se sacrifica por amor a sus hijas, incapaces de reconocerlo, fue un plato frío que me dejó un mal sabor, pero la receta de Honoré de Balzac es una lección vital.

"Leer a Gabriel García Márquez fue como coger los primeros frutos dulcísimos de cada árbol caribeño"

Los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, como los helados, son un gozo para el paladar, con ilimitados sabores en los cuentos La palabra del mudo, El banquete, El enigma, El próximo mes me nivelo, Silvio en el rosedal, El profesor suplente, Demetrio, Por las azoteas, La vida gris, Alienación, etc. Con Mario Vargas Llosa recorrí el Perú de norte a sur y me interné en la frondosa selva peruana para sentir el calor de La casa verde. Conocí a Pantaleón y las visitadoras y disfruté el humor y la ironía en cada página. Como si de un plato exótico de distinto sabor se tratase, las otras novelas me llevaron a la costa y el olor citadino se quedó en mi piel: La ciudad y los perros, La tía Julia y el escribidor, Conversación en la Catedral, El pez en el agua, entre otros.

Leer a Gabriel García Márquez fue como coger los primeros frutos dulcísimos de cada árbol caribeño. Cien años de soledad me elevó al cielo, igual que a Remedios la bella, en compañía de Úrsula Iguarán y otras mujeres arquetípicas de la historia. Con El amor en los tiempos del cólera bebí el elixir de la vida y sentí que “el amor todo lo puede y todo lo soporta”. Con El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada probé los licores amargos que adormecen la lengua, remecen todo el cuerpo y quitan la indiferencia para siempre. Los doce cuentos peregrinos y otros libros me ataron al árbol de castaño del realismo mágico y de otras lecturas.

EFE / Sergio Pérez

Estos y otros libros del buffet literario, más adelante, compartí con mis alumnos, obediente a Sócrates: “La sabiduría es una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluye de lo más lleno a lo más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas”, igual que los libros.

"La feria del libro es un buffet de lomos, un espejismo para los ojos, decorado de atractivos colores y aromas que cuanto más te acercas, más te atrae"

En realidad, la feria es como el banquete alargado, colorido y apetitoso al que estamos invitados. Todos llegamos ávidos y recorremos la alargada mesa blanca con el plato vacío, en busca de los libros más deliciosos que esperamos encontrar, en variados géneros y formatos: convencionales, extravagantes, insólitos, antiguos, modernos, contemporáneos. Las llamativas o sobrias portadas atrapan nuestra mirada. Es un amor a primera vista. ¡Todo entra por los ojos, y los libros también!

La feria del libro es un buffet de lomos, un espejismo para los ojos, decorado de atractivos colores y aromas que cuanto más te acercas más te atrae, y ya no puedes resistir. Al final los tocas, palpas, abres y hojeas, ¡quedas atrapado! El olor se impregna en las fosas nasales y decides servirte para saborearlo como parte de tu menú. ¡Ya no hay vuelta que dar! ¡Buen provecho!

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