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Abrazados a una ilusión

Daniel Jiménez ha escrito el libro de su vida. También el de la vida de su padre; y de su madre. También es el libro de su hermana, a la que recuerda siempre en todo lo que ha escrito anteriormente.

El libro de la vida de la familia de Daniel se lo debía a su padre, a quien tres ejecutivos de televisión destrozaron sus sueños y su economía. Y a su madre también. Este libro se titula El plagio, y con él acaba de ganar un premio literario, el del Café Bretón & Bodegas Olarra. Lo ha publicado Pepitas de Calabaza y lleva ya dos ediciones, aún caliente la salida de la primera, y ya han hablado de él Elvira Lindo, Rodrigo Sorogoyen, Daniel Remón, Juan Soto Ivars…

Daniel Jiménez ha escrito sobre su padre, Juan Jiménez, músico de Los Pekenikes. En los noventa presentó a tres ejecutivos un proyecto novedoso para un programa de televisión. No solo era un proyecto escrito, sino que había grabado un programa piloto para el que Juan Jiménez “gastó todos sus ahorros, hipotecó la casa, vendió el pub que tenía y contrajo deudas millonarias”.

Hay libros que son venganzas, libros justicieros… El libro de Daniel Jiménez es un cuento de terror envuelto en un hilo de seda, en la seda de la belleza de las palabras que Daniel Jiménez sabe emplear cuando escribe. El plagio cuenta ese terrible episodio que sufre toda la familia y por el que quedan marcados de por vida. Esta es la historia de la desvergüenza de unos personajes abyectos que actúan sin escrúpulos, y al mismo tiempo es una deuda que Daniel Jiménez paga a sus padres, devolviéndolos al lugar que merecen, porque esta es también una historia de amor, como se puede comprobar leyendo este capítulo emocionante, casi ya al final del libro.

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Un día en el mundo

Su primer disco en solitario se llamó A través del tiempo. Lo grabó en 1984. Hoy es imposible encontrar una copia. Las únicas que quedan las tiene él. En 2006 sacó el segundo, Sensaciones, un doble CD recopilatorio. Incluía un librito con fotos y textos. Fui yo, después de escuchar lo que mi padre quería decir de cada canción, quien los escribió. Los dos quedamos satisfechos con el resultado. Tras esta breve colaboración, mi padre me propuso por primera vez escribir algo sobre el plagio. La jueza acababa de dictar su sentencia, pero mi padre aún no había grabado al abogado. Me inscribí en un curso de escritura en los talleres Fuentetaja. Mi padre pagó la matrícula y yo, la primera cuota. El primer día de clase, después de contar brevemente por qué me había apuntado al curso y sobre qué pensaba escribir, el profesor, un escritor argentino, me recomendó que antes de empezar el proyecto leyera la Carta al padre de Kafka. En la segunda clase, el profesor me recomendó leer los textos de Freud sobre el complejo de Edipo. No fui a más clases. Le dije a mi padre que el curso no era lo que me esperaba y nos olvidamos del asunto. Hasta 2018 no publicó su tercer disco, Emociones, que incluía cinco composiciones nuevas. Lo volví a ayudar con los textos del librito, aunque en esta ocasión eran más cortos y apenas hubo que modificar lo que él había escrito como presentación de los temas. Una de las canciones nuevas, que mi padre llamó Otoño, estaba dedicada a mi madre:

«Compuse este tema en forma de balada para expresar la emoción y la felicidad de haber llegado al otoño de una vida plena en compañía de la persona a la que quiero. Posee una instrumentación de pequeño grupo y amplia orquestación, y una letra sencilla que quiere mostrar la universalidad, y la necesidad, de decir te quiero».

Tú llegaste hasta mí, amor,
como brisa de abril.
Le imprimiste color
a un invierno tan gris.

Y abrazados a una ilusión,
al deseo de vivir,
hoy estamos aquí
en un otoño bello y feliz.

Mi padre no ha comercializado este disco, pero para él es lo más valioso que ha hecho en los últimos años. Lo editó para incluirlo como regalo en la cesta de Navidad que EGEDA entrega a los socios. Se podría decir que lo hizo para demostrarse a sí mismo y a los demás que todavía podía componer; para demostrar a su familia que no había perdido la capacidad de emocionarnos y emocionarse.

Me imagino un día cualquiera del otoño bello y feliz que están viviendo mis padres. No se levantan a la misma hora, pero desayunan a la vez. Ella se despierta antes que él. Si falta algún ingrediente para la comida que ha pensado preparar, se acerca a la tienda de la plaza, aunque prefiere no comprar ahí porque los precios son más altos que en el Mercadona de Toledo. Mi madre sigue pensando que el desayuno es la comida más importante del día, aunque ahora haya nutricionistas que lo desmienten y se haya puesto de moda hacer ayunos intermitentes. Solo cuando mi padre ya se ha duchado y entra en la cocina mi madre exprime las naranjas. También piensa, como dice la sabiduría popular, que las vitaminas pierden sus propiedades al cabo de cinco minutos. Llena dos vasos con el zumo, ralla un tomate y lo pone sobre el pan tostado. Luego le echa aceite de oliva virgen extra de la sierra de Segura. Mi padre siempre nos ha dicho que el aceite de su pueblo es el único del mundo que tiene la categoría de oro. No he comprobado ese dato. Tampoco ahora voy a hacerlo. Oro de Génave, pone en la etiqueta. No hay otro igual. Mi padre baña la tostada en aceite. Mi madre corta la fruta, sandía o piña, según la época, y pela dos plátanos. Se sientan a comer. Se preguntan si han dormido bien. ¿Hablan de sus sueños? ¿Le cuenta mi madre a mi padre las pesadillas recurrentes que tiene algunas noches? No recuerdo a mis padres hablando de sus sueños, pero a lo mejor ahora sí lo hacen. En el pregón que dio en Génave, mi padre habló de un sueño que tuvo antes de tomar la decisión de marcharse del pueblo. Soñó que volaba sobre los campos y los olivares hasta que llegaba a un lugar donde la música lo era todo. Ese es mi sitio, se dijo al despertar, tengo que ir allí. No preparan café. Se van caminando al bar de Antonio y los dos piden un descafeinado de máquina con hielo, con dos sobres de azúcar para él y con dos de sacarina para ella. Vuelven a casa, saludan a quienes se cruzan con ellos. Mi padre se encierra en una habitación para tocar la flauta, el saxo o el clarinete. Los dos últimos los tiene desde hace décadas; la flauta, desde hace solo unos años. Cuando volvieron a vivir en Majadahonda, en un piso bajo, entraron a robar por la ventana del salón. Eran las doce de la mañana. Se llevaron el ordenador portátil de mi padre, el saxofón alto y la flauta, que tenía un gran valor sentimental para él porque se la había regalado una novia suiza que tuvo en los sesenta. La noticia se expandió por la urbanización. En la piscina, mi madre oyó a dos mujeres comentando el incidente. A uno de Los Pekenikes le han robado un ordenador donde tenía unas partituras de un valor incalculable, le dijo la una a la otra. Unos días después, en un control de tráfico rutinario, la policía detuvo a los ladrones. Llevaban el ordenador con ellos. La guardia civil localizó a mi padre y se lo devolvieron. La flauta no apareció, pero durante el juicio un perito valoró los instrumentos y con el dinero que recibió mi padre se compró otra. Mientras él ensaya, mi madre sale al jardín. Corta las hojas muertas del rosal. Tiene más de veinte años, ese rosal. Ha sobrevivido a cuatro mudanzas. Mi madre lo plantó en el jardín de La Cañada, bajo la arena que pusimos para cubrir el cadáver de una gata que teníamos entonces y que murió por el mordisco de un perro callejero. Si hace buen tiempo, mi madre se sienta en la tumbona y hace varias llamadas. Casi todos los días habla con su hermana, con mi hermana mediana y con la mujer de mi hermano. Supongo que a ellas, como a mí cuando hablamos, lo primero que les pregunta es qué tal tiempo hace por allí. Luego les cuenta, como me cuenta a mí, todo lo que sabe de los demás miembros de la familia. Antes de despedirse les dice lo que va a preparar de comer. Cada día eres mejor cocinera, Marieta, le dice invariablemente mi padre cuando prueba lo que ha cocinado ella. Anda ya, Juanito, no me hagas la pelota, y a ver si preparas un día unas migas para que vengan tus hijos. Mi padre prepara las mejores migas del mundo. Esto tampoco lo he comprobado. Es la única comida que sabe hacer. Así como otros comen paella o cocido para celebrar una ocasión especial, nosotros comíamos migas con chorizo, chistorra, panceta y pimientos asados, acompañadas de uvas y pepitas de granada. Su abuelo le había enseñado la receta, pero mi padre no empezó a hacerlas hasta que nos mudamos de La Cañada a Las Rozas. La casa tenía un patio cubierto por una pérgola por la que trepaba una parra. Ahí celebré mis cumpleaños de los dieciocho a los veintitrés. Comen viendo el telediario de la 1. De postre toman fruta. Recogen la mesa y se sientan cada uno en un sofá, bajan el volumen del televisor y poco a poco se van quedando dormidos. A veces a mi madre le falta el aire y se despierta de un ronquido. Se levanta, enciende una vela delante de una foto de mi hermana, pone en marcha el lavaplatos. Mi padre se sienta frente al ordenador y se coloca los auriculares. Antes del atardecer ella riega las plantas, él revisa el correo electrónico, el WhatsApp y el Facebook. Se calzan las zapatillas del Decathlon que les regaló mi hermano por Navidad y salen a pasear. Caminan durante una hora cogidos de la mano por los senderos que rodean el pueblo. No se suelen cruzar con nadie. A veces se detienen y miran las vacas, los caballos, las gallinas. No se sueltan la mano mientras caminan en dirección oeste. Cuando el sol se esconde tras el horizonte, mi madre dice que ella nunca ha visto el destello verde que se supone que brilla en el ocaso. Eso pasa cuando el sol se pone en el mar, le dice mi padre. Y qué te crees, Juanito, ¿que no he visto ningún atardecer en la playa? Desandan el camino, regresan a casa. Cenan poco. De grandes cenas están las sepulturas llenas. Una tosta de jamón con tomate o de sardinas en escabeche es suficiente. Cuando le dije que tenía el colesterol alto, mi madre me dijo que tomara menos queso y embutidos y más pescado azul. Se vuelven a acomodar en los sillones. Encienden el televisor y cambian de canal hasta que encuentran una película que ya han visto, así mi madre se puede quedar dormida sin remordimientos. Se despierta cuando está acabando. Vaya rollo de película, dice. Pero si te has quedado dormida, Marieta. Claro, porque la he visto mil veces, me la sé de memoria. Suben las escaleras uno detrás del otro para ir a acostarse. Cada uno en una habitación. Duermen separados, pero siguen estando juntos. Esto, que parece un eslogan pospandemia de una compañía telefónica, es absolutamente cierto: a pesar de la distancia, están más unidos que nunca. Se dan un beso antes de separarse en mitad del pasillo. Mi padre coge de la mesilla una novela histórica, de esas que le gustaría que yo escribiera algún día. Mi madre prefiere las novelas de espías, de misterio o humorísticas, por eso le gustan tanto las de Eduardo Mendoza. Ella a veces se duerme con la luz encendida. No lo hace a propósito, pero esas noches descansa mejor. A las pesadillas les cuesta moverse donde hay luminosidad. Mi padre apaga la lámpara cuando nota que se está quedando dormido. Porque el que paga, ya lo sabemos, apaga.

Los veo repitiendo esta rutina y vuelvo a la letra de la canción. Pienso en la segunda estrofa, en las dos primeras frases:

Abrazados a una ilusión,
al deseo de vivir.

Después de lo que han pasado, mis padres podrían simplemente estar vivos, pero todavía desean vivir.
Esa voluntad prodigiosa es su mejor legado.
Su gran éxito.
Su verdadero triunfo.

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Autor: Daniel Jiménez. Título: El plagio. Editorial: Pepitas de Calabaza. (Esta novela ha obtenido el XXVII Premio Literario Café Bretón & Bodegas Olarra). Venta: Todostuslibros y Amazon.

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Bixen
2 años hace

Me quedo con «Afrodita» (y «Sol y Sombra» en la sombra).
Tu madre, si puede y por tu bien, te traerá queso bajo en grasa y seguirá poniendo chorizo, morcilla y tocino en los cocidos; por un poco que comas no te pasa nada… ¿vas a repetir?… es para acabar el puchero.