Una mujer de rodillas, consumida en rezos fervorosos; la misma mujer, horas después, abandonada a un beso prohibido bajo la lluvia. En esa oscilación dramática vive Ana Ozores, protagonista de La Regenta.
Pronto ese lugar lo ocupa el “padre espiritual”. Don Fermín de Pas, magistral de la catedral de Vetusta, se vuelve confidente y guía. Sedienta de orientación, Ana se entrega a sus consejos con la fe ciega de una niña que al fin encuentra un tutor devoto. En el confesionario desahoga miedos, recibe palabras amables y dirección firme. Para el clérigo, la fragilidad de Ana es hipnótica: ve un alma pura a la que dominar “para su bien”. Para Ana, el Magistral encarna la figura fuerte —paterna o materna— a la que aferrarse. Llamarlo “padre” resulta conmovedor y perturbador: bajo la sotana se esconden intenciones menos castas. La lógica interna de ese autoengaño es clara: su personalidad dependiente la empuja a idealizar a Fermín como protector infalible, a ponerlo en un pedestal moral desde el que oriente cada paso. El miedo al abandono la acecha; bastaría perder la estima del Magistral para que Ana naufragara. Entre esposo y confesor intenta construir una familia sustituta que devuelva calor a su cuna helada; pero esa necesidad de amor y guía la expone a relaciones desiguales donde siempre pierde.
Idealización de santos y seductores
Ana idealiza sin medida. Ansía la santidad y sueña con el amor terrenal. Durante buena parte de la novela se debate entre dos figuras opuestas —el clérigo ascético y el galán mundano—, a quienes concede, sucesivamente, un lugar privilegiado en su corazón imaginativo. Primero convierte a don Fermín en santo viviente, guía hacia la salvación. Insatisfecha con un matrimonio frío, vuelca su fervor en la religión con vehemencia novelesca: pasa horas ante los altares buscando en la fe un consuelo sublime a sus carencias. En esa búsqueda, eleva a su confesor a héroe de su historia interior, paladín incorruptible para un espíritu atormentado. La realidad, más turbia, desmiente ese pedestal: Fermín no es santo, sino orgulloso y posesivo, y disfruta del poder sobre la Regenta. Ana prefiere no ver las sombras; idealiza más de lo que él contiene. El exceso prepara el desengaño.
La otra cara es Álvaro Mesía, seductor frívolo que la corteja con perseverancia. Representa la tentación romántica, la promesa de una pasión ideal alimentada por lecturas y ensoñaciones. Aunque quiere ser devota, Ana tiene un germen de bovarismo: sueña con un amor absoluto que dé sentido a su vida gris. Al principio rechaza horrorizada el pecado; poco a poco proyecta en Mesía sus anhelos más profundos. En las noches de soledad se permite fantasear con amores clandestinos, inundando el alma de placeres imaginados que su cuerpo no ha conocido. La idea del amante se viste de héroe que vendrá a rescatarla de su torre de tedio y represión. Como antes con el sacerdote, entrega su imaginación a construir un ídolo perfecto: ve caballerosidad y devoción donde hay vanidad y deseo de conquista. Conquistar a la esposa del ex regente es para Mesía un trofeo, pero Ana quiere creer en el gran amor esperado. En su inocencia hambrienta transforma a un seductor vacío en príncipe azul. Vive más en sus ilusiones que en la realidad; cuando esta no se ajusta, la mira con lentes de ensueño.
Todo pedestal implica caída. Tras sucumbir a Mesía, la experiencia dista del cuento de hadas: obtenido el triunfo, él muestra la mezquindad de sus sentimientos. Vetusta —sociedad hipócrita que espía tras visillos— la juzga con ferocidad. Ana, que había sublimado el adulterio como vía de plenitud, despierta a un mundo de culpa, escarnio y abandono. El confesor ideal tampoco resiste la realidad: don Fermín, envidioso y herido en su orgullo, no la perdona ni como sacerdote ni como amigo. Cuando la humilla en público y le retira su apoyo, se derrumba otro pilar. El hombre de Dios la deja caer y destruye la imagen casi santa que ella tenía. Desencanto brutal: no había ángeles ni héroes, sino humanos falibles y egoístas. El patrón —idealización seguida de devaluación abrupta— es claro y doloroso: cada desilusión hunde a Ana más en la desesperanza. Si los salvadores son impostores, ¿qué queda para aferrarse?
El vacío de la Regenta: identidad y desencanto
En el centro de esa cadena de dependencias está un hueco oscuro: el vacío interior de Ana. Le falta un sentido propio, una identidad sólida que la equilibre. No sabe bien quién es ni para qué está en el mundo, más allá de los papeles que le imponen. Quiere ser la esposa virtuosa que la sociedad espera, pero ese rol la deja hueca; quiere ser santa y a la vez mujer amada, y ni la santidad ni el amor cuajan. Se mira al espejo y no se reconoce; imagina que su reflejo le exige cuentas. Vive escindida entre la devota y la apasionada, la obediente y la rebelde, incapaz de reconciliarse.
A ese vacío identitario se suma la insatisfacción. A su alrededor ve un mundo hueco: un marido bueno pero fatuo, un confesor piadoso pero manipulador, un amante emocionante pero frívolo. Vetusta la asfixia en su mediocridad. En tertulias y salones, Ana se siente sola entre la gente. La falta de hijos acentúa la sensación de inutilidad; los días transcurren vacíos de la realización que anhela. Clarín, con fina ironía, muestra a una mujer rodeada de confort, pero presa de aburrimiento existencial devastador. Ese tedio es la forma cotidiana de un vacío más hondo, casi metafísico, que nada colma. Tras arrebatos de fervor vuelven la desazón de un Dios lejano; tras la euforia del amante, el poso amargo del engaño. Ni la virtud perfecta ni el pecado más dulce la llenan: ambos extremos la dejan al final con las manos vacías y el corazón en vilo.
Entre la mística y la desesperación
Si algo caracteriza a Ana es su inestabilidad emocional. Su vida interior oscila como un péndulo desbocado: del éxtasis devoto a la desesperación en lapsos breves. Clarín la muestra encendida de fervor —trances donde roza el cielo— y, después, abatida por crisis nerviosas que la dejan hecha polvo: llanto incontenible, palpitaciones, desmayos. Es como si en su pecho hubiera una tormenta eléctrica siempre a punto de desatarse. En noches febriles, la frontera entre realidad y alucinación se difumina: sueños vívidos se cuelan en la vigilia en forma de visiones. Bajo estrés extremo, Ana roza la línea de la cordura; su psique, incapaz de manejar tanto dolor, escapa por la tangente de la ensoñación. Emoción desbordada y percepción alterada van de la mano.
Esa vulnerabilidad la vuelve impredecible incluso para sí misma. Sus allegados no saben qué esperar: un día animada y piadosa; al otro, taciturna y sin ganas de salir de la cama. No es capricho, sino un umbral de dolor emocional muy bajo: cualquier rechazo, crítica o decepción la hiere en lo más hondo y desencadena reacciones intensas. Ama con devoción absoluta, sufre con agonía real, se ilusiona como una niña y se derrumba como un castillo de naipes. Un gesto revela esa mezcla de culpa y deseo: la autoflagelación. Incapaz de sostener la tensión moral, Ana se castiga físicamente; lo que no puede expresar en palabras, su cuerpo lo traduce en heridas. Tras la explosión llega la calma triste: días grises de apatía, la casa recorrida con mirada perdida, el silencio que queda tras haber gritado por dentro. La vida emocional de Ana es un vaivén continuo: de la mística a la histeria, de la exaltación a la desolación. Vive a flor de piel, con el corazón en un puño. Clarín la retrata con compasión y realismo: una humanidad doliente que siente “demasiado” en un mundo hecho para tibios.
Un retrato adelantado de la mente borderline
Resulta fascinante comprobar cómo La Regenta anticipa con agudeza muchas nociones que hoy asociamos al trastorno límite de la personalidad, sobre todo en el personaje de Ana Ozores. Leopoldo Alas, desde luego, no tenía la intención de hacer un caso clínico; su objetivo era literario y moral, criticar la sociedad de Vetusta y conmover al lector con la tragedia íntima de su heroína. Sin embargo, dotó a Ana de una profundidad psicológica tan auténtica que, leídas en el siglo XXI, sus crisis y conductas encajan sorprendentemente bien en el perfil borderline. La dependencia afectiva, la idealización y posterior devaluación de sus seres queridos, el vacío crónico, la inestabilidad emocional extrema, la autoagresión y hasta esa difusa sensación de no saber quién es, son rasgos que cualquier psiquiatra reconocería de inmediato. Pero más allá de etiquetas diagnósticas, Ana Ozores trasciende cualquier manual: es un personaje literario vivo, que nos duele y nos enternece precisamente porque Clarín lo dotó de contradicciones y hambres emocionales universales. Quién no ha buscado alguna vez desesperadamente ser amado, quién no ha oscilado entre el entusiasmo y el desencanto, quién no se ha sentido vacío o perdido aunque fuera por un momento. Ana lleva esos rasgos al extremo, sí, pero por eso mismo nos ilumina sobre la condición humana.
Al final de la novela, Ana queda devastada: su marido herido de muerte por un lance de honor, su amante huyendo cobardemente del escándalo, su confesor negándole el perdón y la palabra. La escena culminante es desgarradora: Ana, en medio de la catedral oscura, cae de rodillas implorando consuelo, solo para recibir el desprecio del hombre en quien más confiaba. Abandonada por todos, se desvanece en un desmayo –sello inconfundible de sus ataques nerviosos–. Y es entonces, en ese momento de máxima vulnerabilidad, cuando un último actor grotesco aparece: el bufo don Saturno, medio loco, que se acerca y deposita un “beso viscoso” en los labios inertes de Ana. Así termina La Regenta: con un beso repugnante y absurdo de un idiota del pueblo, símbolo de la burla final de Vetusta hacia su antigua dama. Ana Ozores, que soñaba con besos sublimes de amor y con besos místicos de redención, acaba recibiendo ese beso indigno —una violación simbólica más que un acto de cariño—. La poderosa imagen nos deja helados: ¿qué mayor metáfora del fracaso de todos sus anhelos? Ana, la sensible, la exquisita, yace en el suelo como un muñeco roto, profanada por la vulgaridad circundante.
Clarín, con mirada crítica, nos invita a sentir compasión por esta mujer al tiempo que nos muestra la crueldad de la sociedad que la destruye. Ana Ozores no es una simple “loca” de novela romántica: es víctima y a la vez espejo de un entorno enfermo de hipocresía. Su locura emotiva —si así queremos llamarla— no surge en el vacío, sino que es potenciada por las rígidas normas y carencias afectivas de su mundo. La Regenta padece en carne propia la opresión del qué dirán, el vacío de un matrimonio sin amor, el abuso de poder espiritual, la traición de la amistad y la incomprensión general. Su personalidad borderline, más que una patología individual, aparece casi como una forma de resistencia rota frente a tanta presión. Ana siente más porque vive donde amar libremente es pecado y donde pensar por sí misma es escandaloso. Su psyche se resquebraja intentando conciliar lo irreconciliable: sus deseos naturales con la moral que le inculcaron, su necesidad de amor con la falsedad de quienes la rodean.
En última instancia, Ana Ozores trasciende su tiempo y su diagnóstico imaginario. Es un personaje universal, en el que confluyen la poesía del alma torturada y la denuncia social. Clarín logró en La Regenta un prodigio: escribir un caso de manual de inestabilidad emocional con elegancia literaria, sin nombrar jamás término médico alguno. Nos regaló a Ana, tan llena de gracia como de desgracia, para que pudiéramos entender que detrás de cada “histeria” femenina había un corazón asfixiado por la soledad y el vacío.
Leer a Ana Ozores en clave psicológica contemporánea no le resta un ápice de encanto literario; al contrario, amplifica nuestra admiración por la modernidad de Clarín al concebirla. En Ana vemos una mujer que se adelantó a su siglo en su fragilidad y en su ansia de plenitud, y cuya caída nos sigue conmoviendo porque en ella reconocemos las heridas atemporales de la condición humana. Con su estilo ameno pero profundo, Clarín nos hizo empatizar con esa Regenta “al límite”, y nos dejó la pregunta flotando: ¿fue Ana Ozores una figura trágica nacida en el entorno equivocado, o tal vez un alma borderline que habría sufrido en cualquier época? Probablemente ambas cosas. Lo cierto es que su figura permanece en la literatura como un recordatorio de la fina línea que separa la cordura del desvarío cuando el corazón está hambriento. Ana Ozores, con su gracia y su tormento, sigue hablándonos al oído sobre ese abismo interior que solo el amor —un amor auténtico, humano, imperfecto pero sincero— podría alguna vez llenar.


Y van, y ponen una foto de Aitana Sánchez-Gijón en la versión televisiva que perpetró Méndez-Leite: si Clarín levantara la cabeza…
La falta de una IDENTIDAD sólida que nos equilibre; nos sostenga.
Wow!
Somos frágiles y hay otros que son más frágiles que los socialmente aceptados : los seres que se autoperciben superiores y capaces de dominar , satirizar , descalificar, ROTULAR a otros (“la crueldad de la sociedad que la destruye”). Éstos , se creen con el derecho , otorgado por ellos mismos, de ignorar /no dirigir la palabra.
Aún peor, someter a una infinidad de pasos, que agota y debilita, para que los súbditos (masas) alcancen lo que les corresponde. Hoy la sociedad del trámiterío disfrazado de aplicaciones y números de reclamos , es eso: el falso poder.
La complicidad de los muchos actores sociales que pisan cabezas como si las personas fuesen papas para un puré.
Somos tan perversos, tan , tan …que da asco.
Ver y no denunciar o tomar alguna carta en el asunto , nos vuelve morteros.
Me gusta la idea se “poner sobre el tapete” cómo somos.
El tema es hacer algo para cambiar.
Mientras no hagamos nada , hay otros que pasan sus días padeciendo.
Santa no soy. También me lo digo a mí, por todas las veces que hago TODO MAL.
A partir y desde Rosa Amor.
La historia del personaje es triste, amarga.
La asquerosidad humana sin influencia ni intervención , que yo también tengo , llega al límite en esta novela.
Tratarla como “animal precoz” por SUPONER sobre su sexualidad , habla de quien emite la sentencia: evidentemente tenían una sola cosa en mente; la misma que censuraban.
Ellos no pensaban en otra área humana que no sea de la cintura para abajo. Las mujeres , a veces, somos más dañinas en actitudes que los hombres. Eso también se ve en la envidia por la manta de piel de la Ana ya casada, de parte de una de las féminas que convivía con ella.
“Ya no era mala , ya sentía como ella quería sentir…”
Amo que en el posteo “histeria” esté como está: entre comillas.
Creció con ideas sobre la sexualidad muy oscuras y represivas. Hoy , se sabe , que es mejor hablar.
No es casual, si bien leí que es por otro motivo, que transcurra en Vetusta. La geografía es invento pero el nombre tiene que ver con lo viejo = pasado de moda . Eso también lo busqué.
Es súper contradictorio: porque ellos mismos con sus raros principios hicieron del sexo algo dañino , que todos tenían en la cabeza (los hombres, sea cual sea) y amonestaban el placer viendo sexo en todas partes y , muchas veces , perverso.
Sí , es una historia muy nada que ver con el romanticismo.
Habla de nosotros como Humanidad.
Muy bueno!!!!!!!!!!!!!!
No conocía y , bueno , saber es también despertar. Gracias!
Error (mi lectura fue superficial y veloz). Obdulia es quien envidia cómo vive Ana (ya casada) .
Ella hizo una pasada, bien ácida, sobre cómo era el cuarto de la Regenta.
(Busqué quién era Obdulia).
Bastante complicados los habitantes de Vetusta.