La mañana empezó en uno de los salones del Hotel Palace de Madrid, escenario ya habitual del ritual. Media docena de cámaras apostadas como arcabuces discretos; una treintena larga de periodistas ocupando mesas redondas donde brillaban platos de fruta, bollería y café humeante. A desayuno por novela: así, desde hace años, marca el ritmo la liturgia Reverte: un banquete temprano antes de que empiece la esgrima de las preguntas. La presentación, como ya es costumbre, corrió a cargo de Pilar Reyes, directora editorial del grupo Penguin Random House y directora editorial del sello Alfaguara.
El escritor no presentó solo una novela, presentó un espejo. Misión en París recupera a Alatriste apenas un año después de El puente de los Asesinos, pero el tiempo, que nada sabe de cronologías de ficción, ha pasado por el autor y por su criatura como pasa por los rostros que se afeitan a oscuras: con cortes finos que solo se sienten más tarde. “He envejecido, y eso, inevitablemente, ha contaminado al personaje”, confesó Pérez-Reverte, reconociendo que a ambos los visitan los mismos fantasmas: remordimientos, decisiones discutibles… ese inventario de días que se acomodan en la conciencia a modo de piedras en el zurrón.
Alatriste: de héroe literario a héroe social
Con los años, el capitán ha dejado de pertenecer únicamente al territorio de la ficción. Alatriste ya no es solo un héroe literario: es un héroe social. Ha trascendido el papel. Lo creen conocer —y a menudo lo conocen de verdad— incluso quienes jamás han abierto una de sus novelas.
Hay lectores que llevan su rostro o su silueta tatuada en el brazo, a modo de santo patrón laico. En algunas ciudades han aparecido grafitis con su figura, convertida en emblema urbano de rebeldía y dignidad. En aeropuertos y taxis, el propio Reverte ha contado que la pregunta llega directa, sin circunloquios: “¿Qué tal Alatriste?”. Como si el capitán existiera realmente, como si fuera un conocido común, alguien al que se puede interrogar por su salud y su ánimo.
La criatura ha cruzado esa frontera donde un personaje deja de ser propiedad exclusiva de un autor para convertirse en parte del imaginario colectivo. Alatriste ya no se lee solamente: se recuerda, se cita, se invoca, se lleva en la piel. “Lo reconozco cuando me lo devuelven —dice Reverte—, sigue siendo él, incluso en boca de quien nunca lo leyó.” Ese tránsito, pocas veces alcanzado en la literatura, lo sienta en la misma mesa que Don Quijote, La Celestina, Romeo y Julieta o Sherlock Holmes: personajes que parecen haber vivido más allá de sus páginas.
Mosqueteros: ni arquetipos ni pastiches
El otro gran reto del autor al volver a enfrentarse a la escritura se centró en la recreación de los invitados ilustres de esta entrega: D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis. Pérez-Reverte reconoció que temía caer en el arquetipo o, peor aún, en el pastiche. El riesgo era evidente: ¿qué ocurre cuando los mosqueteros se cruzan con Alatriste? ¿Amigos, rivales, caricaturas? El novelista se impuso una disciplina: evitar el cartón piedra, huir de la cita fácil, impedir que aquellos héroes franceses quedaran convertidos en estampas sin vida.
En Misión en París, los mosqueteros circulan con naturalidad, como lo que eran: cuatro soldados más en una Europa desgarrada por asedios y ambiciones. No irrumpen como mitos, sino como hombres que cruzan fugazmente el camino de otros hombres. Su presencia, asegura Reverte, debía ser “veraz”: creíble en la trama y respetuosa con el espíritu de Dumas, pero sin concesiones al artificio. Los lectores encontrarán a Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan no como monumentos, sino como compañeros de armas, con sus espadas listas para la pelea, sin reclamar protagonismos indebidos.
Las mujeres alatristescas: soldados de la Anábasis
En ese paisaje, hay un ejército secreto que Reverte no se cansa de subrayar: las mujeres alatristescas. Son soldados, pero no de los tercios; luchan en un territorio hostil como los mercenarios de Jenofonte en la Anábasis, obligadas a avanzar sin retaguardia ni amparo, inventando sobre la marcha los códigos que las mantendrán en pie. Si Alatriste y sus camaradas encuentran consuelo en la taberna, en el vino o en la camaradería del acero, ellas no disponen de esos refugios: caminan solas, con la lucidez amarga de saber que nadie vendrá en su auxilio. Y todas las mujeres alatristescas cumplen ese código de honor personal:
Caridad la Lebrijana, con su casa de mancebía convertida en bastión donde refugiar y sostener al capitán, es una comandante de retaguardia sin uniforme. María de Castro, la actriz, mezcla de fulgor y condena, sabe manejar los escenarios como trincheras donde el arma es la belleza y la supervivencia exige astucia. Angélica de Alquézar, la más “dumesca” de todas, despliega la fascinación y el peligro de la política cortesana como si blandiera un florete. Y sobre todas ellas, la sombra de Milady de Winter, primera mujer literaria de Reverte, la aparición adolescente que le enseñó que en las novelas de aventuras el verdadero misterio suele tener rostro femenino.
“Todas mis mujeres valen más que los hombres”, repite el autor con un orgullo que suena a declaración de principios. No son invenciones de laboratorio narrativo: son mujeres encontradas en la vida —y en las vidas— que el novelista ha vivido, y que ha ido trasladando a la ficción con la misma fidelidad con que se copia una cicatriz. Por eso insiste en que son personajes únicos, construidos con la carne y la mirada de mujeres reales, no con arquetipos de ocasión.
El regreso y el futuro
No hay héroe de corazón puro en esta entrega —ni en las anteriores—: hay un hombre que hace lo que tiene que hacer cuando la vida le empuja contra la pared. Mata por sueldo, desprecia a su rey, y sin embargo sostiene el estandarte del reino; ha perdido la fe pero no la dignidad; ha sido cruel y sabe ser magnánimo. La novela, como quien pasa lista en formación, enumera ese credo parco: lealtad, valor, decencia en tiempos turbios. Y añade un matiz nuevo: el remordimiento que regresa, las cicatrices que hablan; la memoria como enemigo que no se bate, sino que se soporta.
Al cerrar la presentación—apellidos apuntados, tazas vacías, cámaras esperando al autor en el photocall— quedó flotando una estampa posible: un futuro final en Rocroi, la infantería española sosteniendo la formación no para vencer sino para no caer desordenada, el ocaso de un mundo que fue gloria y fango a la vez. No hay promesa —el novelista que es Arturo Pérez-Reverte, como un soldado veterano, no promete campañas largas—, pero sí la intuición de que, mientras haya lectores que crucen fosos, Alatriste seguirá entrando por la puerta de París o de Madrid con el mismo andar cansado y orgulloso. Que vuelva, entonces, como vuelven las mareas: para recordar quiénes fuimos cuando nos tocó empuñar la espada… y quiénes somos cuando, sin espada, queda solo la palabra.








No caer en el arquetipo y el pastiche es una ambición laudable. La trilogía polaca de Sienkiewicz siempre me parecerá una referencia a tener en cuenta. Ahora bien, hay que reconocer que tiene su dificultad. También hay que reconocer que hay arquetipos y pastiches deliciosos, y tampoco es lo mismo una cosa que otra. Si hay pose y emulación en el hombre real, ¿cómo no lo habrá en la ficción? Le deseo mucho éxito.
El cruce de espadas -Me niego a escribir “crosso…”- más esperado del mundo castellano.
Alatriste ha vuelto. Para lo que seguimos la saga, no es un libro nuevo, es una continuación. Es un eco. Para los que leíamos de pie en una España gris, los libros eran el único filo que cortaba la niebla. Pérez-Reverte nos devolvió un siglo de aventuras, acero y fango.
Ahora llega un artículo que lo anuncia. Y lo entiende. Mis felicitaciones a su autora. No vende un libro. Explica un fantasma.
Reverte confiesa que ha envejecido. Y que el viejo es ahora el capitán. El autor sangra sobre el personaje y las heridas son las mismas. Un hombre se mira al espejo y encuentra al otro. La vida, ese inventario de piedras en el zurrón. Aún no he leído la novela, pero espero encontrar eso. El peso de los años en la mirada del que empuña la espada. La verdad de un hombre que se sabe de vuelta de todo.
El capitán se escapó de las páginas. Pasa a veces. Ahora vive en la piel de un lector, en un muro, en la pregunta de un taxista que quiere saber cómo está. Como si fuera un vecino. Un personaje que dejó de ser de papel para ser de todos. Un arquetipo para medir la decencia cuando aprieta el hambre.
El artículo apunta los desafíos. Los mosqueteros de Dumas. Las mujeres que son más duras que los tercios. Pero todo conduce a lo mismo. Un hombre cansado que hace lo que debe. Ya no cree en el rey pero muere por la bandera. Es la vieja historia. La única que cuenta.
Al final, queda la promesa de un ocaso en Rocroi. La infantería que ya no vence, solo aguanta para no caer desordenada. Si el libro es tan bueno como su presentación, habrá merecido la pena esperar. Para recordar quiénes fuimos. Para ver quiénes somos cuando ya no queda espada, solo la palabra.