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Bacanalia, de Pedro Ángel Fernández Vega

Bacanalia, de Pedro Ángel Fernández Vega

Roma, 206 a. C. En el mercado de esclavos, los hombres observan con lascivia contenida a una niña desnuda de doce años. Uno puja por ella: Fecenio. Ha sido soldado y es proxeneta. A la esclava la llaman Hispala, La Hispana. Algún día, si se gana la libertad, quizá sea además Fecenia. Y entonces quedará doblemente marcada: por el estigma servil de tener dueño hasta en el nombre y por la mancha retadora con forma de hoja de hiedra que muestra sobre el pecho. Ella dice que es «una marca de los dioses», el símbolo de su destino. Supersticiones de esclavos… ¿O tal vez no?

Bacanalia recorre estos tiempos convulsos de la mano de la prostituta Hispala, de la sacerdotisa Pacula, de la patricia Sulpicia, de la plebeya Duronia y de la esclava Halisca, bajo el hálito viril de los hombres que creyeron dictar su suerte.

Zenda adelanta las primeras páginas de Bacanalia, de Pedro Ángel Fernández Vega, publicado por Espasa.

***

Roma, 186 a. C.

Marchaban a buen paso sobre las losas de la acera, al borde de una calzada pestilente. Las inmundicias corrían arrastradas por el agua que se desbordaba de una fuente calle arriba. La primavera estaba avanzada y hacía calor. Hedía. La mujer, seguida por su esclava, se encaminó hacia una casa de dos plantas con aire señorial. Al llegar al majestuoso portal flanqueado por dos prominentes columnas, entró con decisión entre las altas puertas tachonadas de bronce. De inmediato se detuvo. En el amplio vestíbulo los doce lictores de la escolta oficial de un cónsul parecían custodiar la residencia. En sus hombros reposaban los fasces de varas, sin el hacha, los distintivos de los guardias republicanos. Aturdida, se dirigió al portero, pero él habló antes.

—¿Hispala Fecenia?

—Sí, soy yo —balbuceó la mujer, paralizada, a pesar de su naturaleza desenvuelta.

—Te esperan. Acompáñame dentro.

—Tengo que ver a Sulpicia, la dueña de la casa. Me ha enviado un mensaje.

La esclava quedó atrás. Entraron al atrio de la casa. Al otro lado, en la puerta del tablinio, aguardaba una matrona ya anciana. Hispala supuso que se trataba de Sulpicia, la mujer que la había citado. Estaba conversando con el cónsul Espurio Postumio Albino. Mientras rodeaba el pequeño estanque de mármol que constituía el impluvio central, Hispala intentaba calmar sus nervios. La presencia inesperada del cónsul le había hecho perder la seguridad. Manejar a los hombres formaba parte de su trabajo, pero el cónsul, uno de los dos magistrados supremos de Roma, estaba allí escoltado y ejerciendo sus responsabilidades. No buscaba placer. Los lictores con sus fasces no dejaban lugar a dudas. Hispala estaba en manos de la autoridad. Lejos de tranquilizarse, la agitación retornó a su pecho. El asunto era oficial y seguramente grave, pero no alcanzaba a imaginar la razón de la cita. Tras acceder al despacho, un esclavo corrió los paneles articulados de la puerta. Dentro había varias sillas en aspa y un armario que contenía documentos en tablillas. Sulpicia e Hispala tomaron asiento, pero el cónsul permaneció de pie. Sulpicia era la suegra del cónsul. Hispala comprendió lo que ocurría: Sulpicia, una respetable madre de familia patricia, mediaba entre su yerno, el cónsul, y la propia Hispala. La reunión, en presencia de una mujer honorable, no podía ser intranscendente. Hispala era prostituta. Sulpicia restablecía la dignidad a la entrevista y evitaba los equívocos malintencionados acerca de un cónsul reunido con una cortesana. Hispala adoptó una apariencia sumisa, con la cabeza baja, pero en esta ocasión no fingía como en su trabajo. El decoro se imponía. No era momento para demostrar sus habilidades en un trato desenvuelto. El cónsul habló.

—Hispala Fecenia, puedes estar tranquila. No hay motivos para que te preocupes. Sulpicia nos acompaña para que te sientas más segura. Nuestra palabra, tanto la de Sulpicia como la mía, es de fiar. Estamos aquí para ayudarte, pero necesitamos tu colaboración. El asunto del que tenemos que tratar afecta a los intereses de la República.

Hispala se removió incómoda en su asiento. Miró al cónsul y luego a su suegra. Fijó su vista en Postumio. Su cara reflejaba desconcierto, pero no se atrevió a decir nada. Aguardó. El cónsul volvió a hablar.

—Queremos que nos cuentes qué ocurre en las Bacanales. Sabemos que formas parte de los seguidores de Baco.

Un temblor súbito sacudió a Hispala. No lograba disimular su agitación, pero se mantuvo sin articular palabra mientras cavilaba cómo responder. Era evidente que no podía negar lo que sin duda sabían. Decidió reconocer su condición de iniciada en los misterios báquicos.

—No voy a negar que he participado. Me introdujo entre los seguidores la esposa de mi señor Fecenio cuando yo era una niña aún y servía como esclava. No era dueña de mi voluntad, pero, desde que obtuve la condición de liberta, no he vuelto a las reuniones de bacantes.

—Has comenzado bien, reconociendo tu pertenencia, pero queremos saberlo todo. ¿Qué pasa realmente en esos ritos nocturnos?

—No puedo decir nada más. En realidad, ya no lo sé. Hace tiempo que no participo.

—Te advierto que de momento cuentas con mi favor, pero solo si declaras voluntariamente. Te prometo perdón y puedo asegurarte una recompensa… —Hispala callaba, calculando, pero el cónsul añadió—: Sé toda la verdad. Me lo ha contado quien lo ha oído de tu boca. Entonces Hispala comprendió. Su amante, el joven Publio Ebucio, había hablado. Se arrojó entonces a los pies de Sulpicia implorante.

—Señora, no puede ser que una conversación de alcoba interese a la República. Yo solo he hablado de este tema con Publio, el hombre con el que tengo una relación. Por favor, dígaselo al cónsul. Sulpicia mantenía su actitud: la espalda recta y la expresión seria, sin conmoverse, mientras Postumio observaba. Hispala continuaba apelando a su mediación.

—Las conversaciones de amantes son privadas. En el lecho se dicen cosas que no deben salir del dormitorio. Solo quería evitar que Publio ingresara en la religión de Baco… pero yo ya no sé qué pasa en ese culto, en realidad. Ya he dicho que he dejado de asistir a los ritos hace tiempo. Postumio empezaba a perder la paciencia. Con una mirada en la que se adivinaba una cólera creciente y poca disposición a la indulgencia, el cónsul, habituado a ser obedecido, la increpó:

—¿Acaso crees que sigues en el lecho con tu amante? ¿Crees que tú, una cortesana que seduce a jóvenes caballeros, adinerados, pero sin cabeza, puedes reírte de una de las mujeres más respetables de Roma y de un cónsul de la República?

Sulpicia entonces, en un reparto de papeles planeado seguramente con su yerno, se levantó e hizo alzarse también a Hispala. Por un momento pareció que su máscara de frialdad se descongelaba.

—Levanta, Hispala. Tienes que calmarte. No te va a ocurrir nada. —Mientras, volviendo su mirada a Postumio, le decía—: Espurio, ten paciencia. Hispala te va a decir lo que quieres saber, pero necesita un poco de tiempo. Hispala, con la cabeza hundida, pensaba en voz alta.

—Ebucio es un ingrato. Así me agradece lo que he hecho por él. Soy su consuelo, la única persona de quien puede fiarse. ¡Hasta su madre quiere arruinar su vida con tal de encubrir lo que ella y su nuevo marido, el padrastro de Ebucio, ese vividor de Tito Sempronio Rutilo, están haciendo! Están fundiendo la herencia de Ebucio. A Postumio, que no era eso lo que quería oír, se le estaba agotando la paciencia ante una mujer que no le merecía respeto alguno.

Sulpicia le hizo una seña, imperceptible para Hispala, de que se contuviera. Mientras, sujetando con convicción a Hispala de los brazos, la animaba a hablar.

—Nada hay tan perjudicial para el patrimonio y los intereses de un hijo como perder a su padre antes de alcanzar la edad para poder administrar bienes. Ya sabemos cómo obran algunos tutores, lo que ha pasado con esas fortunas… Pero ¿por qué dices que quieren perderle con las Bacanales? ¿Qué pasa realmente?

Hispala suspiró y volvió a temblar. Comprendió que no podría salir de allí libre sin haber hablado, pero confesar lo que sabía era grave, le cambiaría la vida.

—No puedo hablar. He hecho un juramento sagrado al ingresar en los misterios de Baco. Es imposible desvelar lo que solo descubren los fieles cuando se inician en los ritos. Postumio intervino entonces.

—No tienes nada que temer. Te escucha un cónsul de Roma. Los dioses están conmigo. El pueblo me ha votado y ellos me han concedido el imperio. El supremo Júpiter y su voluntad hablan por mi boca.

—Pero Júpiter no me va a salvar. Tendré que irme de Roma o vivir bajo amenaza, con miedo constante por mi vida.

—Yo me ocuparé personalmente de que puedas seguir viviendo en Roma sin preocupaciones, de que tu vida no corra peligro y de que tu colaboración sea debidamente recompensada.

Hispala pareció derrumbarse. Se tomó un tiempo y comenzó a hablar con resignación, bajando el tono de voz.

—En realidad todo ha cambiado con Pacula Annia, la sacerdotisa campana…

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Autor: Pedro Ángel Fernández Vega. Título: Bacanalia. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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