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Backstage (IV): Maurizio Medo y Eduardo Milán

Backstage (IV): Maurizio Medo y Eduardo Milán

En el año 2017 Ediciones Liliputienses publicó el libro Backstage: 18 entrevistas (y algunas notas) alrededor de la poesía contemporánea, en el que Maurizio Medo entrevistaba a una serie de autores y autoras fundamentales para pensar la poesía contemporánea. A través de ellas, nos propone un enfoque abierto y diverso para leer e imaginar la poesía, transitando entre zonas y propuestas muy distintas entre sí pero que comparten un denominador común: concebir lo poético, más que como un oficio, como una manera de habitar el mundo. Retomamos esta selección de diálogos y en esta ocasión presentamos la entrevista a Eduardo Milán.

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Eduardo Milán: la tarea del poeta no está cumplida si el poeta no piensa no sólo en la poesía sino en el mundo

Eduardo Milán es un poeta, ensayista y crítico literario nacido en Rivera, Uruguay, en 1952. Está considerado como una de las voces latinoamericanas actuales más influyentes. Su vida ha estado marcada por varios acontecimientos trágicos, como la muerte de su madre cuando él tenía tan sólo un año o el encarcelamiento en 1979 de su padre a raíz de la dictadura militar en su país, por lo que decidió exiliarse en México, país en el que reside desde entonces. En 1997 recibió el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por su libro Alegrial. Su obra poética ha sido recogida en libros como Manto [poesía completa 1975-1997] (Fondo de Cultura Económica México, 1999), Querencia, gracias y otros poemas (Galaxia Gutenberg, 2003), De este modo se llena un vacío (Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2006) o Habrá tenido lugar. Antología 1975 – 2008 (Biblioteca Nacional de Montevideo, 2008). En ensayo ha publicado libros como Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana (Universidad de la Ciudad de México, 2004), Crítica de un extranjero en defensa de un sueño (Huerga & Fierro, 2006) o Extremo de escritura. Ensayos poéticos y políticos (Espacio Hudson, 2010). A esto hay que añadir dos importantes recopilaciones de ensayos publicadas en México como Una cierta mirada (1998) o Trata de no ser constructor de ruinas (2003).

—Eduardo, en tu artículo, Visión de la Poesía Latinoamericana del siglo XX, distingues dos líneas expresivas fundamentales, una proveniente de la incidencia que tuvieron en América Latina las vanguardias históricas y otra que suponía una vuelta al pasado, lo que podría constituir una suerte de resemantización poética. En los últimos años me parece asistiéramos a un desborde del discurso, a veces paradójicamente a través de una desfragmentación del mismo el cual pareciera o bien desarticularlo o bien “sacarlo” de su viejo orden retórico (el centro) para que este ocurra, sí, pero “afuera de ese centro”, ¿cómo leer lo que ocurre hoy en Latinoamérica? Y digo Latinoamérica pues tú, me parece recordar, a mediados de los 90, escribiste un artículo en el cual establecías un límite ideológico discursivo entre lo latinoamericano y lo hispanoamericano.

"En los últimos años hay una especie de multiplicación de las vías al verso o al desbordamiento del verso"

—Es cierto lo que dices. En los últimos años hay una especie de multiplicación de las vías al verso o al desbordamiento del verso. Aquel artículo que mencionas fue escrito en 1995 como texto de una conferencia que leí en la Biblioteca Nacional de Madrid. Esto importa, el contexto. Importa porque era una visión de la poesía que leía ante público lector español. Y en ese texto se cuestionaba a la poesía que seguía la tradición heredada de España —yo llamaba allí a esa herencia «la tradición de la lengua»—. De modo que era un texto abiertamente polémico, histórico para mí, en la medida en que respondía a una necesidad del momento: dar una visión de la poesía latinoamericana un poco diferente a la establecida que sitúa a la poesía latinoamericana como una suerte de «prolongación» (distinta, especial, con «tono propio», pero prolongación al fin) de aquella tradición. El ejemplo que daba allí era claro, al menos para mí: cómo algunos poetas: Mutis, Cervantes y otros— intentaban restaurar el modelo de la tradición hispánica en nuestra poesía volviendo a los clásicos españoles o a los motivos poéticos españoles. O más aún: fuera de lo propiamente poético, a la asunción dentro de su propia poesía de motivos históricos por alguna razón u otra «auráticos» de la historia de España. Tal es en buena parte de su poesía la aventura de Mutis. Hay un valor ahí: es el desencanto ante un presente «sin nobleza», «sin honor», que pierde ante el glamour victorioso del pasado donde hasta una derrota se convierte, a los ojos del presente, en victoria. Y no hablo de Walter Benjamín y de su rescate de los discursos postergados, que esperan turno para insistir, ni tampoco de un «lenguaje de los vencidos» como el que trata de recuperar en parte de su poesía Zurita, por ejemplo. No, hablo de discursos históricos redactados por la historia dominante que escribe con manos «nobles». No es la misma derrota la de la Armada Invencible que «El éxodo del Pueblo Oriental» o la «caída de Tenochtitlan».Que la vuelta al pasado formal es una vertiente de una cierta tradición occidental del arte es algo conocido. El presente «se refresca» en el pasado. Pero después de la experiencia histórica de las vanguardias del siglo XX lo que entra en juego es la «institución arte» en todo su conjunto. De manera que algo cambió.

—¿Existe una conciencia en lo que respecta a este cambio?

—Si no procesamos ese cambio desbarramos. En varios libros críticos planteo eso: En Resistir. Insistencias sobre el presente poético (1ª. Edición 1994; 2ª edición 2004), en Trata de no ser constructor de ruinas (2002) y en Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana (2004). En mi caso se trata de una doble obsesión: un posicionamiento ante la tradición muy influenciado por el «make it new» poundiano, y una posición ante las formas artístico-poéticas a las que considero históricas, no atemporales. Por todo lo anterior coincido contigo en que en aquel texto se «cortaba grueso». Había también que intentar darle un cierto sentido a lo que estaba ocurriendo -esa desbandada poética hacia no sé donde a la que tú escrupulosamente llamas «desbordamiento». Había que plantear posiciones a asumir, deslindar terrenos y no ser tan abiertamente comprensivo como para terminar justificando a trasmano lo que es para mí a todas luces criticable.

—¿En qué sentido “criticable”?

—Criticable, puesto en situación crítica, necesitado de situarse críticamente, es el discurso plural de la poesía latinoamericana actual. Es un hecho. Pero los hechos exigen reconocimiento, no devoción. Si transformamos la realidad en manda nunca nos atreveremos a cambiarla.

—Dentro de la herencia que nos legó la vanguardia, ¿distinguirías a alguna como predominante? ¿Mantenemos esa conciencia crítica del lenguaje, o esta conciencia se ha desplazado, más bien, hacia el cuestionamiento del quehacer poético hasta romper sus fronteras?

—Yo no sabría decirte cuál es la predominante en cuanto influencia de esas presencias mencionadas. Pero para mí, el poeta más importante de los nombrados es Nicanor Parra. Por una razón muy simple: fue el único de los tres que mencionas que afectó realmente a la poesía latinoamericana. Generó una incomodidad tan grande en la concepción del «poeta como vate» que escribir poesía después de «Poemas y antipoemas» era una cuestión de replanteamiento constante. Además, lo que hace Parra con la materia prima poética, el habla cotidiana, es altamente arriesgado siempre. Es trabajar con lo gastado sabiendo que está gastado. En ese sentido Parra está más cerca de Mallarmé que toda esa banda de poetas neo-órficos que se la pasan renaciendo. En cuanto al desplazamiento de la conciencia del lenguaje al cuestionamiento del quehacer poético hasta romper fronteras, pues, esa es una manifestación de la conciencia del lenguaje. Creo que sí hay nuevos modos de expresión. Se «dice» más. Se rompió la frontera que marcaban los «lenguajes exclusivos» como decía Haroldo de Campos. Cualquier vocabulario es el indicado. Ahora, eso no quiere decir que los poemas sean buenos. Ni tampoco que esta poesía que escribimos sea mejor que la anterior. Si metemos a Harold Bloom a juzgarnos nos deja a todos afuera, no del canon: de la poesía misma. Aunque el otro día leí algo que me reconcilió momentáneamente con Bloom: reconoció que Nicanor Parra era sin duda un gran poeta.

—Es sabida tu admiración por César Vallejo. Inclusive tú citas un verso suyo, en el libro «Centuria». Me refiero en el que Vallejo irónicamente proclama: «quiero laurearme pero me encebollo», ¿No estamos viviendo un tiempo en que la oposición laurel-cebolla ha venido estrechándose, en donde el poeta encontrará los laureles en la despensa? En suma, ¿no es una época de «despoetización»?

Si esta no fuera una época de despoetización la poesía de esta época sería falsa. Esa es la lucha que he tratado de dar a través de mi escritura tanto crítica como poética: que la poesía no mienta el carácter de la época, que reconozca su precariedad (o su fortaleza en la precariedad dada por el reconocimiento) sin por eso negarse culposamente a sí misma. «Quiero laurearme, pero me encebollo» es una cifra de esta época, en efecto.

—Hay una apreciación tuya, en una entrevista con Eduardo Aguilar, que me parece muy aguda: «no incluiría a la poesía latinoamericana dentro de la poesía de la lengua, me refiero a que no haría una asimilación España-Latinoamérica por el simple hecho de hablar la misma lengua, o porque somos un continente conquistado por España. Yo creo que la poesía está un poco al margen, o salida del territorio de la lengua». ¿Hasta qué punto existe ese «territorio de la lengua?» ¿No te parece como que esa marginalidad del poeta latinoamericano se hubiera extremado hasta tal punto que las influencias, bien asimiladas o no, de la poesía francesa, de la británica o de la italiana hubieran generado un nuevo tipo de expresión que abre la brecha entre España y Latinoamérica?

"La influencia poética española ya no es la influencia dominante en la poesía latinoamericana"

—La influencia poética española ya no es la influencia dominante en la poesía latinoamericana. Las excepciones que he mencionado arriba —poetas que retornan voluntariamente a la tradición de la poesía española (sin olvidar, tampoco, que el siglo de oro es un siglo absolutamente magistral desde el punto de vista de la tradición de la poesía española)— señalan una tendencia. E insisto, no sólo poética: hay valores ideológicos jugando allí. La influencia de la poesía norteamericana en áreas donde se da —en Nicaragua, por ejemplo, en Brasil, para seguir en América Latina aunque en otra lengua y, por tanto, ante otra tradición— produce un resultado notable. La poesía norteamericana tiene ese aire de «primera mano» como si antes de la poesía norteamericana —al menos de cierta poesía norteamericana— no se hubiera escrito poesía. Es poesía escrita sobre lo inmediato, sobre los hechos vividos. En América Latina se inventó mucha poesía en el mal sentido del término: se inventaba en sustitución de la vida. El poema, más que un acontecimiento de lenguaje, era una especie de fábula. La facilidad con que la poesía norteamericana transforma lo vivido en acontecimientos de lenguaje es para mí la clave feliz de esa poesía. Los poetas latinoamericanos que aprendieron eso se quitaron un lastre importante de encima. Se quitaron el lastre de tener que huir siempre hacia un pasado que represente tierra firme debajo de lo que están diciendo. Más fácil —y más auténtico— es asumir el tembladeral sobre el que estamos parando. Me viene a la cabeza el ejemplo ético de Perlongher: «neobarroco», no: «neobarroso» es lo que nos corresponde dada nuestra realidad.

—Otro aspecto que me parece importante de subrayar tiene que ver con la extraterritorialidad, un tema que te toca. Son muchos los poetas que abandonaron su lugar de origen en búsqueda de las condiciones básicas para la subsistencia o por otras razones. Los otros, los que resisten el día a día —lo que ya es heroico— en los Chiles, en los Perús o los Ecuadores, ¿crees que tienen la posibilidad de reinventar el pasado desde el presente, o más bien todo se reduciría a sobrevivir al presente?

—La escritura poética bajo el signo de la necesidad es un tema tan brutal —y tan soslayado porque es difícil de tratar sin arruinarlo todo— que marca, en efecto, escrituras de muchos países latinoamericanos, como los del sur, por ejemplo. Escribir poesía tiene algo de doble sobrevivencia: una, la normal, de ciudadano más o menos jodido, ya que no todo poeta latinoamericano es un aristócrata al margen, económicamente hablando. La segunda es la propiamente poética: escribir para sostener el desafío de la escritura poética en este tiempo histórico. Tampoco se trata de dramatizar. La poesía salva la vida a cierta gente. De manera que es un acto generoso en ese sentido. No es un chaqueteo narcisista que termina ahí, dialogando en lo oscurito con Petrarca para ver cómo se ingresa a un Renacimiento. Cierto: la poesía es una elección personal, a uno no le piden que escriba poesía. Pero una cosa es correr con los gastos de la propia escritura y otra es escribir en sociedades donde la realidad mayoritaria es la indigencia. Lo peor que se puede hacer cuando se está en esa situación es fingir riqueza, esto es, investirse de «derrotado heroico», mentir la pobreza. Esa indigencia no tiene por qué no quedar registrada en el poema. Si uno quiere, por supuesto. Y sin olvidar que la pobreza DEBE tener solución, como el hambre. Alguien dijo que la diferencia entre él y Teresa de Calcuta es que ella estaba a favor de los pobres y él contra la pobreza. No conozco mayor claridad sobre el tema. Si uno no está de acuerdo con esta realidad en términos materiales es porque uno está contra la pobreza. Al menos eso creo. Quiero decir: escribir poesía es también un acto contra la pobreza.

El Sur también existe… Hasta la década del Setenta percibo una predominancia de lo posconversacional en poéticas fundamentales como, por ejemplo, en las de Rodolfo Hinostroza, Enrique Lihn o Antonio Cisneros. Posconversacionalismo que, de alguna manera «deshispaniza» el decir, que es también, el sentir latinoamericano. Luego de este discurso, al que podríamos «forzar» como homogéneo, mi percepción es la de una ruptura, la que deriva en dos tendencias, hablando siempre desde la generalidad. Por un lado una, inmediatista, encarcelada en la urbe (y contra) la urbe; pienso en un Enrique Verástegui, quien paulatinamente se libra de lo inmediato apelando a nuevos referentes con los que pluraliza su discurso. Por otra, está la aventura mitopoiética en donde poetas como Raúl Zurita emprenden la aventura de devolverle a la poesía aquellas grandes palabras —como alma, espíritu, amor—. Paralela a estas dos manifestaciones creería en una tercera, delirante e inclasificable, pero tal vez la más vigente, encarnada en la voz de Diego Maquieira. Por supuesto, hablo de estos poetas como meras referencias, tal vez las últimas referencias, porque luego lo plural y heterogéneo se convierten, contradictoriamente, en el gesto característico que unifica una identidad, una manera de ser.

—Totalmente de acuerdo en la medida en que no se olvide que la poesía se urbanizó —o sea se secularizó, se retiraron los dioses en términos de Holderlin— desde el siglo XIX. Ahí entra en crisis la modernidad. Considero que no se debe generar tópicos al margen de la discusión central: lo que colapsó fue el mito del progreso, clave del proyecto moderno. La vida en la ciudad —o sea, la vida sin Naturaleza— es la vida en prosa, antipoética por definición. Otra vez la importancia de Parra, aquí. La mitopoética, el señalamiento hacia una «nueva mitología» como dice Frank, es el planteo de muy pocos poetas. Esa nueva mitología está, en forma latente, en el lenguaje poético. Uno puede desenterrar la mitopoética del lenguaje sin desertar del presente histórico. Generará una tensión. Pero este no es el mejor de los mundos posibles ni tampoco la mejor de las vidas. Es lo que hay. Lo que le da fuerza a Zurita es la transformación de la ausencia de la Naturaleza como presencia activa en la existencia humana en movimiento épico mediante un uso del lenguaje totalmente transgresor a lo que se considera lenguaje poético, tanto moderno como pre-moderno. Hay una tensión entre el aliento épico que da cuenta de la ausencia de Naturaleza —aquí se incluye la derrota humana por la tecnología: no se olvide que los vencidos fueron vencidos por la tecnología y sólo luego sometidos por la religión— y el lenguaje que Zurita utiliza para decirlo. Es un lenguaje que resalta abiertamente su no-lugar ante lo que está proponiendo como proyecto. Maquieira es brillante también. Pero es otra historia. Es ironía y es parodia.

—¿Cómo ves el panorama de la poesía latinoamericana, aunque también me pregunto si es válido o no hablar de ella, más reciente?

"Te diría que los poetas más jóvenes no quieren saber dónde va lo que hacen. Cuando mucho querrán saber de dónde viene"

—Creo que sí es válido hablar de lo que ocurre ahora. Noto una falta de conciencia crítica expresa, esto es, hay que deducir que el lenguaje poético está en crisis más allá de los «vuelos de libertad» que los poetas se permiten en su decir. Una situación crítica da para cualquier cosa. No necesariamente es auspicio de rigor. Más bien todo lo contrario: hay una irresponsabilidad flotando permanentemente sobre los poemas. Y la cuestión es teórica más que práctica. Te diría que los poetas más jóvenes no quieren saber dónde va lo que hacen. Cuando mucho querrán saber de dónde viene. Querer saber dónde va lo poético es tener que ponerse a pensar. Yo sostengo una y otra vez que la tarea del poeta no está cumplida si el poeta no piensa no sólo en la poesía sino en el mundo. Pueden proliferar «ismos» más o menos fieles a lo que ocurre en la realidad. Ese no es el problema. El problema no es detectar la sintomatología del mal —que cuando está detectada ya es mucho— si no enfrentar la enfermedad. No sólo hay que escribir poesía: hay también que generar un pensamiento poético que no excluya al mundo, aunque al mundo en su estado actual de cosas le importe un carajo el pensamiento poético.

Hay una frase que cada vez es más común en los poetas. «Frente al desinterés de la crítica me veo obligado a comentar X libro». ¿Cuál es tu percepción de la crítica literaria en nuestro continente, Eduardo? ¿Existe un correlato entre ésta y la creación o, por el contrario, un divorcio por aparente «incompatibilidad»?

—La crítica literaria en América Latina o está restringida a las universidades o es un acto que tiene que ver con quien lo escribe. A eso me refería hace poco en estas páginas. No hay necesidad de pensamiento en los jóvenes poetas, o sea: no hay poetas pensadores como en la generación de Lezama —Parra, Paz—. Una de las razones, entre muchas otras, es la siguiente, al menos para mí: se trata de intentar deslindar la poesía de la inteligencia. Valió un pepino la insistencia de Valery en el pensamiento poético. El poeta actual no sale de la frontera trazada por el hedonismo. Y no se trata de no sentir. Se trata de no complicarse la existencia. A muy pocos poetas les importa lo que hacen sus compañeros «de tiempo». Nadie «padece» la situación poética como todavía solía suceder en mi generación. Hay una conciencia superficial de la realidad y la energía cargada hacia lo artístico como si lo artístico sobreviviera al margen de la realidad. Estamos al borde la práctica poética como ante el acto de «no saber». Criticar un libro se reduce a poco menos que contar una historia. En mi generación escribir era no sólo hacer versos —que podían no serlo— sino estar preocupados por el estado de la poesía y también por su relación con el mundo. Creo que nadie escribe sobre nadie porque a nadie le importa lo que el otro escribe. No hay conciencia de que una obra realmente importante modifica su contexto. Creo que hay un cierto despiste: convendría a las nuevas promociones estar un poco más preocupados. Finalmente, el destino de la poesía es su destino como poetas.

—Creo que el poeta latinoamericano, hasta 1970, podía reclamar para sí una identidad generacional. Si bien en los últimos años hay factores socios históricos —Afganistán, Irak, el derrumbe de las Torres Gemelas— me parece que hoy en día el poeta, al que podríamos denominar como Post-2000, se encuentra en la antípoda de un espíritu colectivo. La heterogeneidad de poéticas, posturas creativas y discursos ideológicos (una dispersión monumental) impiden, a pesar de que se haya incluso publicado un libro con tal nombre, el uso del nominalismo generacional. Esto se evidencia en las antologías, que por cierto son relatividades subjetivas, pero que no dejan de ser un termómetro de lo que se viene escribiendo. Decía que esto se evidencia “hoy”. Sin embargo, basta una somera revisión bibliográfica para darse cuenta de que tú, como poeta, más allá de la propuesta discursiva y / o estética no tienes nada en común, por ejemplo, con un Enrique Verástegui, con un Raúl Zurita. ¿Hasta qué punto es válida la existencia de una generación literaria, o esta, paulatinamente se ha convertido en una caricaturización del concepto de orteguiano de generación?

—Es, en efecto, arbitrario el término generación poética o generación literaria aplicados al momento presente de la poesía latinoamericana. Rara vez están unidos escritores o poetas en lo que realmente importaría que es su visión de la poesía o de la literatura. Si te fijas bien, ni en los llamados movimientos (dadaísta, surrealista, expresionista, etc) hay una homogeneidad de visión. Las visiones siempre son múltiples. Si uno busca unidad identificatoria en la visión poética de los poetas de la generación del 27 español erra el camino. Son importantes esas nociones en un sentido clasificatorio, para recopilar los documentos y decir “este va acá con este otro”. Generalmente, incluso en el momento de “archivar”, resulta que los criterios creativos o estéticos revelan su disfuncionalidad. Cada cual en su estética que es como decir cada cual con su destino, rotas las vinculaciones suprapersonales, parece ser la triste —o feliz— realidad. No hay una noción de comunidad poética (sobre el tema Maurice Blanchot y Jean Luc Nancy han escrito bien). Pero hay una cierta tendencia a unirse frente, por ejemplo, a la movida imperialista norteamericana. Tal vez los intereses mundiales, la respuesta a cierta propuesta de mundo global, aunque no sea muy clara, importe hoy más que una mirada clasificatoria a cierto tipo de arte. No olvidemos que estamos en pleno momento de negatividad dialéctica aplicada al orden mundial. Si usásemos el mismo tipo de medida en poesía no resultaría porque la oferta es completamente plural. Hoy hay de todo en el jardín de las delicias poéticas. Esta última alusión al Cantar de los Cantares y al Bosco es excesiva para la poesía que se hace hoy. Pero se trata de apostar.

—Hasta la época de la “ciudad letrada” de los 60 creo que en Latinoamérica se manifestaba cierta tendencia efebolátrica, es decir el paradigma del poeta joven constituía una institución, en muchos casos artificial. Lo que observo es que a medida que transcurre el tiempo este Síndrome Rimbaud, que muy bien podría encarnar un Antonio Cisneros, como en su momento lo hizo Jorge Eduardo Eielson se ha ido extraviando. Otro aspecto que me resulta interesante es la pérdida de ese afán adanista, refundacional, parricida. Tal vez los últimos bastiones de este espíritu lo constituían en los 70 el grupo CADA en Chile. Y en los 80 los Chavos poshippies en México o el Movimiento Poético Kloaka en el Perú. Pero ¿y luego? Esta ambición —creo que el aspirar a una repolitización poética amparada en un sustento ideológico constituye una sana ambición— fue evaporándose. ¿Cómo debemos de interpretar este fenómeno?

"A fines del siglo pasado, coincidiendo con el milenio que también terminaba, hubo una creencia en el regreso de una cierta sabiduría, que pasaba entreverada con un cierto renacimiento del mito"

—Lo que llamas el “síndrome Rimbaud” fue posible, entre otras cosas, porque la crisis de la modernidad estaba ahí, en plena efervescencia industrial y lo que significaba ese conflicto para la poesía. La nostalgia de una palabra primera, esa especie de “todo el poder a los jóvenes” fue una movida digna y alteradora de un orden poético, de una o de varias concepciones de la poesía, y también de un orden político y social. Sabemos más, en general, como receptores semicultos, de la función alteradora de Rimbaud como personaje —es un personaje demoledor para cualquier que no sea totalmente hipócrita— que el significado de la palabra de Rimbaud. ¿Era su palabra una palabra joven? A mí que me importa que Antonio Cisneros o Eilelson hayan publicado muy jóvenes. ¿Cambiaron la poesía latinoamericana? No voy a negar el valor de Cisneros o de Eielson. Existen, tienen una obra. Pero ninguno es Rimbaud ni tampoco lo fue. ¿Quién los puso en ese lugar? ¿Estamos todos locos? ¿Cuáles son los criterios? Cuidado ahí, nada de linchamientos, pero tampoco de hinchamientos. Por otra parte (o por la misma): los jóvenes, ese “efebismo” al que aludes no sé si positiva o negativamente —pero reconozco esa existencia “potente” como fuerza social que ya no está— son menos hipócritas en general —o eran— que los adultos. Tal vez ahora el orden del mundo y la ideología del sistema que se transmite a los jóvenes sea tan cínico que capta su flaqueza —es decir, su realidad generalizada— desde temprano. ¿Qué alternativas tiene un joven ante la certeza de un mundo cínico al que no puede —o tal vez no quiere— cambiar? ¿Somos conscientes de lo que es una mente —joven— en manos de la liquidación practicada por la cultura mediática? Luego, ante un mundo repulsivo, y siguiendo esa lógica media, aparentemente incambiable en el sentido de más humano, abierto, tolerante en realidad y no bajo el chantaje de la “siempre tolerancia” que nos vuelve impotentes de responder a cualquier avasallamiento por la posible acusación de “negatividad” —todo eso junto, y la frase es larga— ¿es posible mantener una palabra joven? ¿Cuál es el escucha de esa palabra joven? A fines del siglo pasado, coincidiendo con el milenio que también terminaba, hubo una creencia en el regreso de una cierta sabiduría, que pasaba entreverada con un cierto renacimiento del mito. Luego vimos que se trataba de una nueva manifestación del negocio de la cultura. Mucho me temo que ya no podemos hacer ese tipo de divisiones del tipo joven/viejo. El único sentido que tiene la juventud en este mundo es que es sangre nueva para el consumo, ya no podemos decir “sangre nueva para ser explotada”. El concepto de trabajo cambió, la resistencia del trabajador es improbable, en América Latina tener trabajo es equivalente a salvarse la vida, se lucha más para mantener la dignidad que para mejorar la calidad de vida ya no hay memoria de los mártires de Chicago. Los levantamientos en Bolivia o Ecuador son básicos, o sea, para defender el patrimonio nacional. Tal vez desde esa cosa básica se reorganice algo más profundo. Por el momento las conquistas —ojo: digo las conquistas— están perdidas si siguen siendo pisoteadas. El modelo neoliberal es una bomba de tiempo en nuestras sociedades. Rimbaud, aparte de efebo y dueño de una palabra revitalizante, veía todo eso. El problema es más amplio: lo que ve la juventud y lo que no ve la —novela “Juventud” podría decir Nicanor Parra— juventud. Joven es aquel que da el tono de surfista: el modelo de la juventud es todavía un beachboy. No hemos salido de ese bronceado californiano. Lo que tienen los jóvenes en la cabeza —siempre que no sea negativo— no molesta a nadie. La frase de un padre a otro en la escuela de los hijos de clase media es: “Que tengas una semana muy productiva”. Hay una diferencia entre los poetas que nacimos alrededor de los cincuenta y los poetas que nacieron 15 o 20 años después, para no hablar de los más recientes. No es que viéramos más: la memoria tenía sentido, nuestros padres estaban construyendo algo, hubo un legado que se transmitió. ¿Qué se transmite hoy? La memoria no se recicla como transmisión de valores de sentido. Se recicla a lo bruto, a lo total. Lo que se recicla es la confusión. Cuestionar la palabra joven, el perfil joven significa preguntar por qué es la vida de los jóvenes hoy, cual su esperanza y su futuro, si es que lo hay. Creo que estamos construyendo todo de nuevo. Es la conciencia que hay que tener como padre, la de la necesidad de una transmisión paralela a le educación, que es insuficiente, ideológica o no existe como posible. La pregunta —¿para qué, quién, dónde, cuándo?— vale hacérsela uno mismo en cualquier tiempo. La responsabilidad es de cada uno. Pero la respuesta la sabremos después.

—En el posfacio que escribes en El decir y el Vértigo, Panorama de la poesía hispanoamericana reciente, de Cerón, Herbert y Plascencia, En torno a una posible situación de la penúltima poesía latinoamericana, señalas que: Lo que se señalaba como crisis poética continúa siendo crisis poética. Con una diferencia, que tiene que ver con la variedad de poéticas que representa la muestra, que a su vez responde a la asimilación de la problemática general de acuerdo a la recepción de cada tradición geográfico-poética y de cada poeta en particular: los diferentes parcelamientos no desaparecen la evidencia, ese estado de crisis está asumido, con o sin conciencia explícita, con o sin revelación en la escritura. (…) Pese a mis discrepancias con la muestra en cuestión, tengo algunas inquietudes ante lo que sostienes. En primer lugar, coincido en que, circa 1985-1988, la producción bibliográfica da cuenta de una crisis basada en la obsesión por resemantizar lo coloquial, cuando lo coloquial de discurso expresivo y “jugado”, allá por los años 70, no constituía más que un facilismo comunicacional, muchas veces apoético. Esta misma crisis podía observarse en como los autores se aferraban a su parcela cuando históricamente nuestro continente vive una era posnacionalista. Lo que yo me pregunto es que, si hoy vivimos aún los embates de esa crisis o, contrariamente la salida de la misma. La falacia resemantizadora inmediatista como que viene siendo desplazada por una renovación, sin bridas, es cierto, caótica, pero renovación, al fin y al cabo. Asimismo, si comparo lo que se vive con aquel período que te señalaba, me parece que el poeta de una parcela tiene más contacto con el de otras generándose, también desordenadamente, una suerte de intercambio bibliográfico, vivencial. Eduardo, ¿estamos en una crisis poética o buscando la salida de esa crisis? Hoy, ¿los poetas latinoamericanos continuamos siendo esa suerte de Crussoes abandonados a la suerte, cada cual, en su islote, o hay gestos, guiños y morisquetas de que empezamos a aproximarnos unos a otros?

—Hay una conciencia mayor que tal vez esté incluyendo o logre incluir a la reflexión y a las prácticas artísticas. Cuando uno marcha contra Estados Unidos y su afán imperial queda claro. Eso es político, incluyente. Una conciencia poética incluyente tendría que pasar por encima de las diferencias de concepción, hacerse cargo de ellas sin que eso fuera ningún impedimento para el reconocimiento global de la poesía, una frase sentimental que suena a fracaso por anticipado o a reblandecimiento conceptual. Para que eso ocurra tiene que haber un planteo de destino común, un proyecto. La tolerancia no es un proyecto: es un modo de estar —la tolerancia con sus límites, por supuesto, aunque hay un riesgo en el posicionamiento que hago desde el momento en que se despliega la tolerancia sin condiciones; aun así, creo que no podemos confundir tolerancia con negligencia u omisión—, la tolerancia es la condición de posibilidad de otra cosa. Tengo mis dudas que un proyecto de legitimación del estado del mundo, por ejemplo, pudiera convocarnos como destino. Tendría que ser otra cosa. No sé si vemos otra cosa, otra posibilidad real de otra cosa. Por lo pronto está todavía el deseo —más o menos liberado— de otra cosa. No sé hasta cuando es posible sostenerse en la no concreción. Estoy de acuerdo con los intentos en ese sentido. Me preocupa el alcance, la duración de ese deseo ante una realidad cada vez más apremiante. De modo que, si estamos en una crisis de la poesía latinoamericana hace mucho tiempo que estamos en una crisis, que es lo que sostengo en el artículo que citas publicado como uno de los postfacios de El decir y el vértigo, una antología valiente en el sentido en que asume que alguien —yo, en ese caso— critique el material ahí presente. Hay cosas que me parecen obvias: aunque estemos en crisis como lenguaje poético latinoamericano, no implica eso que no pueda haber un sentimiento o una conciencia común que nos convoque. Me gustaría que esa conciencia fuera, en primer lugar, la conciencia de que estamos en crisis. Eso ni siquiera se reconoce. La mentalidad triunfalista, el cansancio de esta noria histórica, económica, política y social —curioso: no se reconoce que la cultura, en el sentido de producción de bienes culturales, está también en crisis— el lastre negativo que arrastra la palabra cambio y su agenciamiento por parte de un conservadurismo solapado en la sola nomenclatura de la palabra cambio —así, cambio sería volver a lo más reaccionario y rancio de nuestras sociedades, por ejemplo, ante el fracaso de las promesas de cambio reales—; interesante en este sentido es ver cómo cierta izquierda, la brasileña, por ejemplo, y puede ser que un sector autodenominado izquierda en México también —pero no quiero anticiparme— ha quemado la palabra cambio y regó aceite para que vuelvan a arder las piras de la inquisición apostólico-romana —no hay mejor aliado que un enemigo corrupto—, ojalá me equivoque. Respeto mucho a la poesía más reciente que ve con claridad que el lenguaje poético saltó en pedazos, aunque no sepa muy bien lo que hacer. Hay retóricas que aparentan una cierta sustentabilidad al menos en lo próximo. El neobarroco (o neobarroso), por ejemplo. Ahí hay conciencia de lo que digo. Pero la conciencia de la precariedad de esa aparente sustentabilidad es lo que importa. Prefiero eso a la vuelta a posiciones situadas histórico-estéticamente antes del big bang.

—En medio de todo este desborde de discursos, cuando incluso se relativiza la existencia generacional, de acuerdo a cómo comprendíamos la generación en los 60, 70 u 80, ¿Crees tú que aún existe ese poeta representativo? Aquel que es antologado, por ejemplo, ¿a quién representa?

—No creo que haya representatividad de nada en poesía. Representar a otro es político o religioso, no artístico. Hay tipos que dicen que representan al modo de habla de tal comunidad, o el espíritu de tal grupo humano. Pero en poesía no es así. Uno está representando al fenómeno poético. “Y a continuación, representando al neobarroco (o neobarroso), fulano, y representando a las poéticas del retorno, mengano”: ¿es eso posible en este tiempo? Es posible y es probable, pero es falso.

—Recordaba un comentario de Olvido García Valdés: “Milán muestra lo rara que es la realidad”, ¿será porque al avanzar por tus poemas, creo que lo decía Luis Felipe Fabre, uno no encuentra un camino de vuelta al principio?

—Partís de una idea de Luis Felipe sobre mi escritura de El camino Ullán para reflexionar sobre mi escritura como bloque. Es verdad que El camino Ullán es una tentativa de salirse —o salirme— de texto para entrar en la realidad de una experiencia que es memoria de mi amistad con José-Miguel. Pero no cuenta anécdotas. Mejor aún, me coloco en el presente paralelo de la experiencia terminal de José-Miguel para acompañarlo. Y acompañarlo a la distancia. José-Miguel vivía en Madrid, yo en México. Al principio quería lo imposible: eso, acompañarlo. Después me di cuenta, por la escritura misma, que no podía acompañarlo salvo en forma limitada —siempre desde el punto de vista de la escritura—. Cuando me di cuenta de eso tomé conciencia de que la escritura era una oscilación entre la literalidad y la metáfora: es cierto que El camino Ullán no es un lugar fuera de la escritura. Pero es un lugar en la escritura que hace las veces de lugar fuera de la escritura: está escrito como lugar fuera.

Siempre está presente en tu escritura esa tendencia “al afuera”, ¿no?

"La rareza que toca tan bien Olvido en relación a mi escritura es que resalta el aspecto de extrañamiento de esa escritura"

—Es lo más contundente en cuanto a identificación. Se trata de dar ese presente al que alude Luis Felipe desde el movimiento, no tanto desde el nombre de las cosas. Una de las maneras más eficaces de dar el testimonio del presente —de un presente, de cualquier presente— es la utilización referencial de los nombres propios. Pero en el caso de El camino Ullán yo trataba de no traicionar el sentimiento general que me entregaba la experiencia que estaba viviendo yo en relación al significado profundo de lo que estaba viviendo José-Miguel: era el desasimiento, el despojo, el fin (del mundo) (de las cosas) para él. La rareza que toca tan bien Olvido en relación a mi escritura es que resalta el aspecto de extrañamiento de esa escritura.

—¿Y cómo es ese extrañamiento?

—Es el sentimiento del afuera o frente al afuera, lo que permite escribir sobre el afuera. Se da entonces una tensión: la extrañeza del afuera y el entrar en el movimiento de esa extrañeza, una extrañeza con movilidad, no contemplativa, o no más contemplativa que una acción que registra lo que va pasando, literalmente. Para dar el movimiento tienes que secuenciar, tienes que pasar. El pasar de la escritura, el captar el paso de la escritura es la manera que encontré de homenajear a mi amigo, fijarlo en su paso, fijarlo en mi escritura mientras cumple con su destino. Es un planteo paradójico, la figura que me interesa en la escritura: su estar paradójico, el estar paradójico del poema —estar y no estar—: dentro del arte, en el mundo, en este momento histórico, en su relación con la vida.

—De ahí la idea que apuntaba Luis Felipe sobre tu escritura como una suerte de «road poem», lo cito: una escritura que transita a la alta velocidad del ahora que inmediatamente deja de serlo. Yo sé que ya no estamos más para “Easy Rider” (me deprimiría ver a Peter Fonda en el papel de un “harley’s boy) pero esa “alta velocidad”, la misma que, de pronto, deja de serlo, ¿no se realiza a través de tu propia memoria de la experiencia adónde ya no hay retorno?

—Cierto que no hay retorno. Por tanto no hay versura, no hay regreso. Eso toca mi experiencia personal y de escritura. Mi amigo Eduardo Darnauchans, poeta y compositor de música popular, decía que yo escribía “desde afuera”. Ya señalaba en 1974 ese detalle. Eso era antes que saliera de Uruguay por la dictadura y la cárcel de mi padre. Llegó un momento que la extrañeza completó en letra lo que estaba en la metáfora. “Desde afuera” es la experiencia del salido. Se integre o no, se adapte o no, es algo que no puede olvidar. Yo traté de escribir desde ahí. El camino Ullán cristaliza —es un modo de decir: en su movimiento cristaliza— un poco ese ir saliendo, ese ir pasando de la vida afuera del país en la escritura (del texto), en la experiencia vital. Pero decir que eso ocurre en la memoria es plantear un ámbito sin escapatoria. Esto toca el presente que vivimos. Hemos reducido la historia a la memoria. El mundo ya es el lugar de la memoria. Como la memoria es reinvención constante, no salimos de la versión de nosotros mismos. El cover es el rey del momento. Para jugar con las palabras: al over que te lanza la historia, el círculo anti-histórico responde con el cover.

Podríamos pasar la vida entera dando versiones de lo vivido antes y en el presente.

—Hacia allá apuntó el arte desde el momento en que la realidad no se transformó, en el aparente colapso del proyecto moderno —que no fue tal sino una ampliación de su espacio y de su devenir—: ahora la modernidad existe con post-modernidad incluida. Fijate bien lo que significa: recapitalizar el efecto de anticipación, secuestrar la acción venidera, vivir el “todo está acá”. El simulacro es brutal. La escritura tiene que apostar al imposible de romper con ese círculo.

—¿Este transitar por la memoria de la experiencia no se transforma en algo que se desvincula de la realidad inmediata?, ¿el camino que se sigue para llegar a Ullán, no es uno que se va construyendo mientras se avanza? En ese sentido podríamos asumirlo como un ejercicio cuyo único destino concreto es la creación.

—Sí, el camino no está trazado. Volver a esa apuesta es todo para mí. Vivir en la certeza de que todo está hecho es vivir en la certeza del camino ya trazado. En cambio, para mí, se trata de la escritura como errancia. “El poema como errancia” es un ensayo que integra la primera edición de Resistir, el libro de ensayos que publiqué hace 20 años, en 1994. Es importante esa noción para mí por lo que moviliza.

—Para romper el encierro.

—Así es. Los poetas estamos encerrados en el círculo de la versura, de la vuelta. Se juega a la permanencia del retorno. Que ni siquiera ya es retorno si no, repito, círculo cerrado. Es duro recibir el golpe de ver que la poesía puede ser utilizada ideológicamente como ese lugar de noria donde todo vuelve, siempre vuelve. Por lo tanto, nada es posible de ser cambiado, esto siempre fue así y lo seguirá siendo. En el poema y en la vida. Aunque cuando se radicaliza esta postura ideológica se abren las compuertas de la “libertad creativa” y todo puede ser hecho en términos de arte. En ese momento el círculo se cierra. Esa libertad del arte dentro del marco de lo incambiable de la sociedad te condena a la variable y a la variación sobre lo mismo. No te olvides que el “new age” surge industrialmente con la caída del bloque de la excomunión dizque comunista que no fue nunca comunista. Resulta entonces que con la unipolaridad —el capital es todo lo que existe, etc— nos damos cuenta del eterno retorno de lo mismo y de que esto siempre fue así. ¿No te parece raro? No se eliminó un mundo alternativo: la tensión de la bipolaridad pasó al campo de la unidimensionalidad. Las tensiones proliferan ahora dentro del mismo polo, lo que produce la imagen del caos. La errancia tiene que desbordar los límites de la creación poética y escritural.

—Hasta romper los lindes entre los géneros y eso ¿poético? de pronto se transforma en crónica, luego en la hoja de ruta de un plano real. Conforme avanza tu escritura, ¿la escritura avanza?, ¿las brechas entre Milán Damilano, el sujeto cotidiano, y ese otro que aparece como un “signo” en la “ficción poética” se diluyen?

"Cada vez más dentro de la escritura uno se da cuenta que la poesía es también una tensión entre el personaje real"

—Las brechas no se diluyen, se mantiene la condición paradójica. El signo es un trazo del que lo hace que no lo desaparece en la realidad. Desde la realidad la persona insiste sobre el yo lírico. Hace años estábamos contentos de la desaparición mallarmeana de yo lírico —que es, en realidad, la fundación del yo lírico sobre la calidad espectral que adquiere la persona real en la escritura—: uno podía dar un show sobre su desaparición en el texto. Pero las posiciones cambiaron precisamente con la noción espectral que se introduce en la noción de lo no cumplido. El adentro está muy cumplido. El afuera no está cumplido. Cada vez más dentro de la escritura uno se da cuenta que la poesía es también una tensión entre el personaje real y el signo que traza donde pueden confundirse o no una cosa con el yo lírico. Keats homologaba, en su tema de la identidad negativa, las posiciones entre yo lírico y cosas del mundo.

—Siendo así, ¿aún piensas que la poesía es capaz de salvar la vida de cierta gente?

—La poesía no le salva la vida a nadie si se toma el concepto de salvar la vida por imponerse sobre un destino o una realidad. La poesía genera conciencia. Salvar es una noción médica o religiosa. En territorio poético salvar es pasar la prueba, saltar la cerca, salir corriendo. La poesía moviliza sentidos, afectos, conciencia. Aunque te quedes quieto, fijo, pegado al piso.

—¿Y a ti te ha salvado de algo?

—A mí la poesía me ha permitido movilizarme internamente y acceder al mundo. En condición de pérdida como venía mi vida encontró en la poesía un espacio posible que la realidad negaba.

—Comentabas “no puede haber, en la modernidad productiva, algo que no sirva para nada”, siendo así, ¿para qué sirve la poesía?

—Lo decía irónicamente en ese texto que es una crítica a la propuesta utilitaria del capital. Soy contrario a la utilidad de la poesía como un arte que sirve. Creo que el acceso a servir debe ser producto de tu libertad y no de la imposición. Servir de amor como diría un poeta provenzal del siglo XI. El capital te obliga a servir. Pero a todo lo que sirves obligado es al propio capital. Servir, en ese caso, es recapitalizar. Yo me detenía en ese algo que está en cursivas. Servir no está en cursivas. Algo en cursivas escapa de servir. Tal vez me vi demasiado metatextual. Pero en ese movimiento de lo genérico hay una apertura que no se aprehende.

—Recuerdo que una vez, hablábamos del exilio y de la imposibilidad del retorno. Me preguntaba si tal imposibilidad podía responder al hecho de “no haber dejado de estar allí”.

—El exilio para mí es importante por lo que libera. No tanto por el llanto por el lugar de origen perdido. Duele estar fuera de tu país. Pero detesto a la gente que trafica con el exilio. El exilio es una especie de suspensión o flotación. En una antología de poesía uruguaya para Visor que hizo Rafael Courtoise decía que yo me había nacionalizado mexicano. ¿De dónde sacó eso? Eso es estar fuera de la realidad de mi escritura. Si fuiste echado de un lugar, ya fuiste echado. Yo salí de Uruguay por problemas políticos, no a hacer turismo. México en sus instituciones culturales ha sido muy generoso conmigo. Yo tengo tres hijos nacidos acá de madres mexicanas. Yo no puedo nacionalizarme mexicano ni sueco, ni húngaro ni bengalés. Yo no estoy jugando con categorías donde la vida misma está en juego. En ese sentido el poema es una especie de exilio. Más cuando el poema fue exiliado del poema —otra de las paradojas de la realidad poética—.

—Me parece recordar alguna declaración tuya en donde hablabas de las posibilidades expresivas que encontrabas en Laurie Anderson. Sé que has sido, que eres rockero, ¿no crees que la “poesía” ha comenzado a mirar como “por encima del hombro” a estas expresiones, que para mí la pueden incluso trascender?

—Laurie Anderson es mucho. Es superior, en lo que hace, para mí, a la mayoría de los poetas que todavía publican. Yo aprendí más de Bob Dylan que de mis compañeros de generación “impresos”. No sólo por la mitología —o las mitologías— que pone en funcionamiento la experiencia de Dylan poeta y músico. Sobre todo, por la concepción que subyace a sus canciones de que la creación tiene varias formas posibles. No hay una forma para tal canción como no hay una forma para un poema. Las formas son relativas. Lo que importa es el movimiento de la canción. Lo mismo creo que es el poema. El rock es mucha cosa junta. Ahora ya prácticamente no tiene nada que ver con lo que fue -si es que se puede hablar de rock actualmente. Fue una expresión —o varias juntas— creativa que sin querer cambiar nada cambió mucho. ¿Qué hay de rock en el mundo del espectáculo? El espectáculo es la sustracción de algo medular. Todo se carga en la creación de un ámbito. Mientras haya nivel performativo de una cierta competencia todo bien para la industria. Esto es trabajo industrial.

—La poesía no.

—No, porque no es trabajo. Cuando veo a Lady Gaga o a Mick Jagger haciendo tanta flexión para poder saltar los veo como trabajadores de la iluminación del espectáculo. El espectáculo es algo que no se abandona, así como así. Este mundo es dinero. El espectáculo es dinero. Y todo lo que lo incluye. La estética es dinero. Lo estetizante poético —o a eso que llamas estetizante, creo— es un resguardo de la poesía frente a su propia impotencia. “Soy pobre pero soy eterno”. Seamos sinceros: Eminem es mejor que la mayoría de los poetas latinoamericanos actuales. La poesía que pacta con lo eterno no es una poesía esencial —lo esencial, la totalidad, es la materia misma en sus cambios—: es una poesía vergonzante.

—Al pensar en otra de tus pasiones, el cine, se me viene otra vez ese concepto de “road poem”, del que hablaba Fabre,  y me preguntaba si la movilidad que hay en tu escritura no podría responder a una lógica de las cámaras, ¿no crees, no sé si sea algo consciente o no, que tu escritura se desplaza a través de secuencias que podrían ser como las de travellings y que, a veces, cuando llegas al clímax de la certidumbre, de una certidumbre —que no existe, no puede existir en poesía— esta es reemplazada por un fade?

"Escribir es ser escrito. Si no eres escrito, ¿cómo vas a ser leído?"

—Es interesante. El cine es un arte de poéticas contrapuestas, dice Ranciére. No hay diferencia entre filmar y ser filmado. Velázquez, que fuel primer cineasta, descubrió que un cierto corrimiento de la mirada —un cierto descentramiento del objeto— señala la verdad pero no hace salirse del engaño: no somos el objeto de la pintura, somos casi el objeto de la pintura. El cine me da la impresión de que casi da el mundo. Pero no lo da. Escribir es ser escrito. Si no eres escrito, ¿cómo vas a ser leído? En cuanto al abandono de la certeza a la que apuntas, nada más cierto: no puedo consolarme en la certidumbre de haber llegado. Y, sobre todo, no puedo aceptar el regodeo de vivir nadando en lo conseguido. Eso es mentalidad de lago. Lago, lugar de los patos.

—Yo no sé si México se ha transformado para ti en un hogar, creo yo que la escritura muchas veces surge por la necesidad de construirse ese hogar, uno en medio de nuestra errancia. Sin embargo sí sé que México “como posibilidad” —ya sé, suena a eslogan— es importante, empezando por la presencia de Gabriela. Pero hay un aspecto que me parecía interesante poder conversar, la aparición de un nutrido grupo de jóvenes, especialmente de mujeres, pienso en Maricela Guerrero, Paula Abramo, Karen Villeda, casi en paralelo a “consolidaciones” —parece que te estuviera hablando de fútbol—como las de un Fabre, ya hablábamos de él y otras que se me vienen podrían ser las de Flores o Saldaña París, ¿crees que México actualmente vive un momento de renovación poética en donde se han echado abajo ciertas instituciones —como el nacionalismo— con el que (la poesía) ha comenzado a desprejuiciarse?

—Gabriela, Leonora, Andrés y Alejandro y mis amigos constituyen lo que quiero. México es mucha cosa. Para Luis Felipe la poesía mexicana está en una especie de siglo de oro. Sin duda, si yo comparo lo que hay ahora con lo que había hace treinta años esto es de una movilidad poética insólita. Hace treinta años yo veía a la poesía mexicana como paralizada, girando alrededor de Paz, Sabines, Pacheco y Lizalde. Octavio Paz tuvo una buena intuición cuando permitió mi columna sobre poesía en Vuelta. Se trataba de mostrar lo que no ocurría allí. Eso era la poesía conosureña, la poesía brasileña, la poesía —una cierta— poesía española. Luis Felipe Fabre, Antonio Ochoa, Rodrigo Flores, Maricela Guerrero, Karen Villeda, Inti García, Eduardo Padilla, Alejandro Albarrán escucharon lo que se decía allí. O leyeron a los que leyeron aquello. 

—¿Y Gerardo Deniz?

La influencia de Deniz fue fundamental en esa apertura a nuevos ámbitos y posicionamientos poéticos. Ahora, no son posicionamientos dominantes —y qué bueno—. Hay algo consustancial con lo conservador en la poesía mexicana. Creo que por los lazos con el tiempo y con el mito que tiene la cultura del país.

—Yo estoy de acuerdo con tu visión del neobarroco como una emergencia y de su imposibilidad de retornar como si estuviéramos ante El jinete pálido, quería decírtelo, pero más allá de haberse convertido en algo neoverraco, como yo he señalado, o “neoborroso”, como dice Tamara, ¿no crees tú que esa tendencia al embarrocamiento es constitutiva al habla latinoamericana?

"Lo que hay en América Latina es un espíritu, un disimulo, una fugacidad"

—El neobarroco conosureño es una emergencia, como dije. Es una teorización emergente de una realidad que, aunque de varias aristas visibles, se podía condensar en algunos conceptos del neobarroco. Para mí lo importante de aquello es lo que centra Perlongher en su término neobarroso. Perlongher es un poeta realmente disentivo, revulsivo. Lo que sobreviene tiene mucho de pacificación. Me refiero a Perlongher y al momento que también acompañan Echavarren y Kozer. Y una serie de prolongaciones y ramificaciones que los mismos Echavarren y Kozer junto a Sefamí reúnen en Medusario, la gran antología de poesía latinoamericana. Una síntesis emergente de una serie de fenómenos poéticos y extrapoéticos (en tanto que también filosóficos y también estéticos). No tiene, para mí, mucho caso replantear la situación. El neobarroso es también un eco de las vanguardias estético-históricas a través de los pasajes de la poesía concreta, la vanguardia tardía y subjetiva de En la masmédula de Girondo, Lezama Lima, por supuesto, Sarduy, claro, una gran confluencia. Pero ahora —cuando ya nadie quiere ser, aunque todos pudimos haber pasado por allí— se trata de otra cosa, se trata de saber qué hacer con lo sucedido. Claro que hay algo de neobarroco en lo latinoamericano, siempre y cuando la partícula neo no termine parodiando el concepto central que la justifica que es el de barroco.

—¿Hablaríamos más bien de un espíritu barroco?

—Exacto.  Lo que hay en América Latina es un espíritu, un disimulo, una fugacidad —esas figuras que tanto le gustan a Sarduy—. O sea, una mentira. Hay que tener un gran cuidado para manejar esto porque a veces parece que la poesía latinoamericana oscila entre la eternidad que no se suelta y la mentira no reconocida. En los dos casos se trata de una imposición ideológica de la verdad. El mundo entero es un gran montaje de comunicación. El mundo es una mentira comunicable, hipercomunicable. Más que entender al habla del follaje —la condición barroca de la naturaleza latinoamericana— hay que escuchar el aplastante y atravesante chirrido de la masa comunicativa. Y a partir de ahí crear espacios de vacío, zonas de libre circulación del sentido y del sin sentido. De lo contrario, seguiremos atados al palo de la pertenencia a tal manifestación o a tal momento estético-artístico. Esto —la realidad poética y su vínculo con la historia— se pudrió con el fracaso de la aventura disolvente de las vanguardias históricas. Lo que sobrevive es una paradoja que puede sintetizarse como el ejercicio de una libertad sin emancipación, también paradójica: una libertad enajenada en la cual uno puede hacer lo que quiera —nunca tan libremente como la NSA— pero bajo una cúpula de subsunción. Como la cúpula no se ve —y esta es la verdadera física de esa intemperie— uno podría confundirse. La libertad del arte sirve poco bajo el dominio del capital si no se toma conciencia de la verdadera realidad de las cosas. Que en un momento histórico como este no haya alternativas visibles no anula esa realidad que sigue insistiendo con su presencia. Ni el capital ni su niña bonita, la comunicación, pueden destituir la realidad de lo que se ve, un montaje engendrado entre otras cosas por el capital mismo. Pero esa no es la única realidad. Hay realidades que no se ven, que no se comunican y que no se capitalizan. En esos entramados habría que buscar lo que queda de poesía.

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