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Bellas durmientes, de Owen y Stephen King

Bellas durmientes, de Owen y Stephen King

Bellas durmientes, de Owen y Stephen King, es una fábula del siglo XXI sobre la posibilidad de un mundo exclusivamente femenino más pacífico y más justo que resulta especialmente relevante hoy en día. A continuación os ofrecemos un fragmento de la novela. 

1

Ree preguntó a Jeanette si alguna vez se fijaba en el recuadro de luz proyectado por la ventana. Jeanette contestó que no. Ree ocupaba la cama superior de la litera; Jeanette, la inferior. Las dos estaban esperando a que se abrieran las celdas para el desayuno. Era una mañana más.

Al parecer, la compañera de celda de Jeanette se había dedicado a estudiar el recuadro. Ree explicó que primero se veía en la pared opuesta a la ventana, bajaba, bajaba, bajaba, se derramaba sobre la superficie del escritorio y finalmente llegaba al suelo. Como Jeanette podía comprobar en ese momento, allí estaba, en medio del suelo, en extremo resplandeciente.

—La verdad, Ree —dijo Jeanette—, no puedo preocuparme por un recuadro de luz.

—¡No puedes no preocuparte por un recuadro de luz, te lo digo yo! —Ree dejó escapar el graznido mediante el cual expresaba que algo le parecía gracioso.

—Vale —respondió Jeanette—. Aunque no sé qué coño quiere decir eso.

Su compañera de celda soltó otro graznido.

Ree no era mala persona, pero daba la impresión de que el silencio la ponía nerviosa, como a un niño pequeño. Estaba entre rejas por uso fraudulento de tarjetas de crédito, falsificación y posesión de drogas destinadas al tráfico ilegal. Nada de eso se le daba demasiado bien, razón por la cual había acabado allí.

Jeanette estaba entre rejas por homicidio; en 2005, una noche de invierno, le clavó un destornillador de estrella en la entrepierna a su marido, Damian, quien, como iba ciego de droga, se limitó a quedarse sentado en un sillón y murió desangrado. Ella también iba ciega, claro.

—He mirado el reloj —informó Ree—. Lo he cronometrado. La luz tarda veintidós minutos en llegar desde la pared hasta ese punto en el suelo.

—Tendrías que llamar a los de Guinness —contestó Jeanette.

—He soñado que comía tarta de chocolate con Michelle Obama, y ella se cabreaba: «¡Con eso vas a engordar, Ree!». Pero ella también estaba comiéndose un trozo. — Ree soltó un graznido—. ¡Qué va! No es verdad. Me lo he inventado. En realidad he soñado con una profe que tuve. Me repetía una y otra vez que yo no estaba en la clase que me correspondía, y yo le repetía una y otra vez que sí estaba en la clase que me correspondía, y ella decía vale, y luego seguía con la lección un rato, y al final volvía a decirme que no estaba en la clase que me correspondía, y yo decía que sí, que estaba en la clase que me correspondía, y así seguíamos, dale que dale. Más que nada era exasperante. ¿Tú qué has soñado, Jeanette?

—Pues… —Jeanette trató de hacer memoria, pero no se acordaba. Le parecía que con la nueva medicación dormía más profundamente. Antes a veces tenía pesadillas: soñaba con Damian. Por lo general, él aparecía con el mismo aspecto de la mañana siguiente, ya muerto, con la piel de un azul disparejo, como tinta aguada.

Jeanette había preguntado al doctor Norcross si pensaba que esos sueños podían tener algo que ver con la culpa. El doctor la miró con los ojos entrecerrados, como diciendo «No jodas, ¿en serio?» —expresión que la sacaba de quicio pero a la cual había acabado acostumbrándose—, y luego le preguntó si, en su opinión, la leche era blanca. Bueno, vale. Lo pillo. En cualquier caso, Jeanette no echaba de menos esos sueños.

—Lo siento, Ree. No me acuerdo de nada. Si he soñado algo, ya se me ha borrado.

En algún lugar del pasillo de la segunda planta del módulo B, se oyó un taconeo contra el cemento: algún funcionario que hacía una comprobación de último minuto antes de abrir las puertas.

Jeanette cerró los ojos. Se inventó un sueño. En él, la cárcel estaba en ruinas. Exuberantes enredaderas trepaban por las antiguas paredes de la celda y filtraban la brisa de primavera. Había desaparecido parte del techo, roído por el tiempo, de modo que solo quedaba un saliente. Un par de lagartijas correteaban por una pila de escombros herrumbrosos. En el aire revoloteaban mariposas. Los intensos aromas de la tierra y las hojas sazonaban lo que quedaba de la celda. Bobby, de pie junto a ella en una brecha de la pared, la miraba impresionado. Su madre era arqueóloga. Había descubierto ese lugar.

—¿Tú crees que puedes salir en un concurso de la tele si tienes antecedentes penales?

La visión se desvaneció. Jeanette dejó escapar un gemido. En fin, fue bonito mientras duró. La vida era decididamente mejor con las pastillas. Le permitían acceder a un lugar tranquilo y relajado. Había que reconocérselo al doctor: la química mejoraba la vida. Jeanette volvió a abrir los párpados.

Ree miraba a Jeanette con los ojos como platos. Era poco lo que podía decirse en favor de la cárcel, pero quizá una chica como Ree corría menos peligro dentro que fuera. En el mundo exterior, era muy posible que acabase atropellada por un coche. O vendiendo drogas a un estupa con toda la pinta de estupa. Como había sido el caso.

—¿Qué pasa? —preguntó Ree.

—Nada. Es que estaba en el paraíso, solo eso, y lo has echado a perder con esa bocaza tuya.

—¿Qué? —Da igual. Mira, en mi opinión, debería haber un concurso en el que solo pudiera participar gente con antecedentes. Podría llamarse Premio a la Mentira.

—¡Me encanta! ¿Cómo funcionaría?

Jeanette se incorporó, bostezó y se encogió de hombros.

—Tendré que pensarlo. Ya sabes, establecer las reglas.

Su hogar era como siempre había sido y como siempre sería, por los siglos de los siglos, amén: una celda de diez pasos de largo y cuatro pasos entre la litera y la puerta. Las paredes de cemento eran lisas, de color crudo. Sus fotos y postales, abarquilladas en los bordes y pegadas con bolas de masilla adhesiva verde, ocupaban el único espacio autorizado para eso (como si a alguien fuera a interesarle mirarlas). Había un pequeño escritorio metálico adosado a una pared y, en el extremo opuesto, una estantería baja, también metálica. A la izquierda de la puerta se hallaba el inodoro de acero, donde tenían que sentarse en cuclillas, mirando cada una en una dirección para crear una ilusión de intimidad no muy convincente. La puerta, con una ventanilla de doble cristal a la altura de los ojos, ofrecía una vista del corto pasillo que atravesaba el módulo B. Cada centímetro y objeto de la celda destilaba los penetrantes olores de la cárcel: sudor, moho, lisol.

Contra su voluntad, Jeanette se fijó por fin en el recuadro de sol del suelo. Casi había llegado a la puerta, pero no iría más allá, eso desde luego. A menos que algún celador metiese una llave en la cerradura o abriera la celda desde la Garita, se quedaría atrapado allí dentro, igual que ellas.

—¿Y quién sería el presentador? —preguntó Ree—. Todo concurso necesita un presentador. Además, ¿cuáles serían los premios? Tienen que ser buenos. ¡Los detalles! Tenemos que pensar en todos los detalles, Jeanette.

Ree, con la cabeza reclinada, se enrollaba los espesos rizos decolorados en torno al dedo mientras miraba a Jeanette. Casi en lo alto de la frente, tenía una cicatriz similar a la marca de una parrilla, tres profundas líneas paralelas. Aunque Jeanette desconocía el origen de dicha cicatriz, adivinaba quién era el autor: un hombre. Quizá su padre, quizá su hermano, quizá un novio, quizá un tío al que nunca antes había visto y nunca volvería a ver. Entre las reclusas del Centro Penitenciario de Dooling, había, por decirlo suavemente, muy pocas historias sobre premios. En cambio, había muchas sobre malos hombres.

¿Qué podía hacer una? Podía compadecerse de sí misma. Podía detestarse a sí misma o detestar a todo el mundo. Podía colocarse esnifando productos de limpieza. Una podía hacer lo que le viniera en gana (dentro de sus limitadas opciones, todo había que decirlo), pero la situación no cambiaría. Su turno siguiente para hacer girar la gran y resplandeciente Rueda de la Fortuna sería en todo caso su vista de libertad condicional. Jeanette procuraría impulsarla con todas sus fuerzas cuando llegara el momento. Tenía que pensar en su hijo.

Resonó un ruido sordo cuando el funcionario, desde la Garita, abrió las sesenta y dos cerraduras. Eran las seis y media de la mañana, y todas debían salir de sus celdas para el recuento.

—No sé, Ree. Piensa en ello —dijo Jeanette—, y yo lo pensaré también; luego intercambiamos notas.

Bajó las piernas al suelo y se levantó.

2

A unos kilómetros de la cárcel, en la terraza de la casa de los Norcross, Anton, el chico de la piscina, retiraba los bichos muertos del agua. La piscina había sido el regalo del doctor Clinton Norcross a su mujer, Lila, por su décimo aniversario de boda. Viendo a Anton, Clint dudaba a veces, como esa mañana por ejemplo, de la sensatez del regalo.

Anton se había quitado la camisa, y por dos buenas razones. En primer lugar, iba a ser un día caluroso. En segundo lugar, tenía el abdomen como una roca. Estaba cachas, Anton el chico de la piscina. Parecía uno de esos sementales que salen en las portadas de las novelas románticas. Si alguien disparara contra el abdomen de Anton, le convendría hacerlo en ángulo, por si rebotaban las balas. ¿Qué comía? ¿Montañas de proteína pura? ¿Qué ejercicios hacía? ¿Limpiar los establos de Augias?

Anton levantó la mirada y sonrió desde debajo de los cristales relucientes de sus Wayfarer. Con la mano libre, dirigió un saludo a Clint, que lo observaba desde la ventana del cuarto de baño principal, en el piso de arriba —Por Dios, tío —susurró Clint para sí. Devolvió el saludo—. Ten compasión.

Clint, de costado, se apartó de la ventana. En el espejo de la puerta cerrada del baño, apareció un hombre blanco de cuarenta y ocho años, licenciado por Cornell y doctorado en Medicina por la Universidad de Nueva York, con unos discretos michelines debido al moca de tamaño grande de Starbucks. Su barba entrecana no era tanto de leñador viril como de capitán de barco cutre con una sola pierna.

Le resultaba irónico el hecho de que su edad y su cuerpo reblandecido le causaran cierta sorpresa. Nunca había tenido mucha paciencia con la vanidad masculina, y menos con la que solía aparecer en la madurez, y en todo caso se le había ido agotando a medida que acumulaba experiencia profesional. De hecho, lo que Clint consideraba el gran punto de inflexión de su carrera como médico se había producido hacía dieciocho años, en 1999, cuando un posible paciente, un tal Paul Montpelier, había acudido al joven médico por una «crisis de ambición sexual». —

Cuando dice «ambición sexual», ¿a qué se refiere? —había preguntado Clint a Montpelier. Las personas ambiciosas aspiraban a ascensos, y ciertamente uno no podía llegar a ser vicepresidente de Asuntos de Sexo. Se trataba de un eufemismo peculiar.

—Me refiero a que… —Montpelier pareció sopesar distintos términos para describirlo—. Todavía quiero hacerlo. Todavía quiero buscarlo.

—Eso no parece excepcionalmente ambicioso —dijo Clint—. Parece normal.

Por aquel entonces, su cuerpo aún no se había reblandecido. Acababa de terminar la residencia en psiquiatría, era su segundo día en la consulta, y Montpelier, su segundo paciente.

(La primera había sido una adolescente con cierta ansiedad fruto de las solicitudes de ingreso a la universidad. Sin embargo, no tardó en salir a la luz que había sacado una nota de 6,5 en las pruebas de acceso. Clint señaló que era una calificación excelente, y no hubo necesidad de tratamiento ni de una segunda visita. «¡Curada!», se apresuró a escribir al pie del cuaderno de papel pautado amarillo en el que solía tomar notas.)

Paul Montpelier, sentado en el sillón de piel sintética frente a Clint, llevaba aquel día un chaleco de punto blanco y un pantalón de pinzas. Hablaba encorvado, con el tobillo de una pierna sobre la rodilla de la otra y una mano apoyada en el zapato. Clint lo había visto aparcar un deportivo de color rojo caramelo delante del achaparrado edificio de oficinas. Trabajaba en lo alto de la cadena alimenticia de la industria del carbón, con lo que podía permitirse un coche así, pero con aquel rostro alargado y el semblante atribulado, a Clint le recordaba a los Golfos Apandadores que atormentaban a Gilito McPato en las antiguas historietas.

—Dice mi mujer… bueno, no con esas palabras, pero, ya me entiende, el significado es claro, el… esto… subtexto. Quiere que renuncie. Que renuncie a mi ambición sexual. —De repente alzó el mentón.

Clint siguió su mirada. En el techo giraba un ventilador. Si Montpelier mandaba ahí su ambición sexual, las aspas la rebanarían.

—Retrocedamos un poco, Paul. ¿Cómo salió el tema entre usted y su mujer? ¿Dónde empezó?

—Tuve una aventura. Ese fue el incidente que lo precipitó. ¡Y Rhoda, mi mujer, me puso de patitas en la calle! Le expliqué que el asunto no tenía nada que ver con ella; tenía que ver con… una necesidad mía, ¿entiende? Los hombres tienen necesidades que las mujeres no siempre comprenden. —Montpelier movió en círculos la cabeza para estirar el cuello. Dejó escapar un bufido de frustración—. ¡No quiero divorciarme! Una parte de mí siente que es ella quien debe aceptarlo. Aceptarme a mí.

Ojeras de un morado intenso oscurecían los párpados de Montpelier, y bajo la nariz tenía un corte, que posiblemente se había hecho con una maquinilla de tres al cuarto porque, al despacharlo su mujer, se había olvidado la navaja de afeitar buena. La tristeza y la desesperación de aquel hombre eran sinceras, y a Clint no le costaba imaginar la náusea provocada por ese desplazamiento repentino: vivir en un hotel con lo que llevaba en la maleta, cenar tortillas medio crudas sin compañía. Era auténtico dolor. No se trataba de una depresión clínica, pero era algo digno de consideración y merecía respeto y atención, por más que el causante de la situación fuera él mismo.

Montpelier se inclinó sobre el vientre, a su edad ya un poco abultado.

—No nos engañemos. Voy para los cincuenta, doctor Norcross. Mi mejor momento sexual ya pasó. Renuncié a él por mi mujer. Se lo entregué. Cambié pañales. Llevé a los niños en coche a todos los partidos y competiciones, y aparté dinero en fondos de ahorro para la universidad. Marqué todas las casillas del cuestionario del matrimonio. ¿Por qué, entonces, no podemos llegar a alguna clase de acuerdo ahora? ¿Por qué hay que tomárselo tan a la tremenda y separarse por una cosa así?

Clint no contestó, se limitó a esperar.

—La semana pasada estaba en casa de Miranda, la mujer con la que he estado acostándome. Lo hicimos en la cocina. Lo hicimos en su habitación. Casi conseguimos hacerlo una tercera vez en la ducha. ¡Yo estaba que me salía! ¡Endorfinas! Y luego me fui a casa. Disfrutamos de una buena cena en familia, jugamos al Scrabble, ¡y todos los demás se sentían genial también! ¿Cuál es el problema? Es un problema inventado, esa es mi opinión. ¿Por qué no puedo tener un poco de libertad? ¿Es mucho pedir? ¿Tan intolerable es?

Durante unos segundos, nadie habló. Montpelier observó a Clint. En la cabeza de este, las buenas palabras nadaban de acá para allá como renacuajos. No le habría costado atraparlas, pero siguió postergándolo.

Detrás de su paciente, apoyada en la pared, estaba la reproducción del Hockney enmarcada que le había regalado Lila para «animar la consulta». Se proponía colgarla ese mismo día. Junto a la reproducción, estaban las cajas de manuales de medicina a medio vaciar.

Alguien tiene que ayudar a este hombre, pensó de pronto el joven médico, y debería hacerlo en esta consulta tranquila y agradable, con esa reproducción del Hockney en la pared. Pero ¿debería ser el doctor Clinton R. Norcross quien lo ayude?

Al fin y al cabo, él había trabajado muchísimo para convertirse en médico, y no había contado con la ayuda de ningún fondo de ahorro. Se había criado en circunstancias difíciles y se había pagado los estudios por sus propios medios, a veces no solo con dinero. Para salir adelante, había hecho cosas que nunca había contado a su mujer, ni le contaría jamás. ¿Para eso había hecho aquellas cosas? ¿Para tratar a Paul Montpelier, un hombre sexualmente ambicioso?

El rostro ancho de Montpelier se contrajo en una tierna mueca de disculpa.

—Venga, suéltelo. No estoy haciéndolo bien, ¿verdad?

—Está haciéndolo perfectamente —contestó Clint, y durante los siguientes treinta minutos dejó de lado sus dudas con un esfuerzo consciente.

Desarrollaron el tema; lo estudiaron desde todos los ángulos; analizaron la diferencia entre deseo y necesidad; hablaron sobre la señora Montpelier y sus preferencias en la alcoba, vulgares y corrientes, en opinión de Montpelier; incluso se permitieron una digresión de una franqueza sorprendente para hablar de la primera experiencia sexual adolescente de Paul Montpelier, cuando se masturbó utilizando las fauces del cocodrilo de peluche de su hermano pequeño.

Clint, conforme a su obligación profesional, preguntó a Montpelier si alguna vez había contemplado la posibilidad de hacerse daño. (No.) Quiso saber cómo se sentiría Montpelier si se invirtieran los papeles entre su esposa y él. (Insistió en que le diría que hiciera lo que tuviese que hacer.) ¿Dónde se veía Montpelier al cabo de cinco años? (Fue entonces cuando el hombre del chaleco de punto blanco se echó a llorar.)

Al final de la sesión, Montpelier dijo que ya esperaba con impaciencia la siguiente y, en cuanto se marchó, Clint llamó a su servicio de recepción de llamadas. Dio instrucciones para que desviaran todas a un psiquiatra de Maylock, el pueblo vecino. La operadora le preguntó hasta cuándo.

—Hasta que anuncien que nieva en el infierno —respondió Clint. Desde la ventana vio a Montpelier dar marcha atrás en su deportivo de color rojo caramelo y salir del aparcamiento. Nunca volvería a verlo.

A continuación telefoneó a Lila.

—Hola, doctor Norcross. —Al oír su voz, experimentó esa sensación a la que la gente se refería (o debería referirse) cuando decía que le brincaba el corazón dentro del pecho. Le preguntó cómo le había ido el segundo día.

—Acaba de hacerme una visita el hombre que menos se entera de nada de todo Estados Unidos —respondió.

—Ah, ¿sí? ¿Ha estado ahí mi padre? Seguro que el Hockney lo ha desconcertado.

Era aguda, su mujer, tan aguda como cariñosa, y tan implacable como aguda. Lila lo quería, pero nunca dejaba de descolocarlo. Clint pensaba que probablemente él lo necesitaba. Probablemente lo necesitaban casi todos los hombres.

—Ja, ja —dijo Clint—. Pero escúchame: esa vacante en la cárcel que mencionaste… ¿A quién se lo oíste comentar?

Siguieron unos segundos de silencio mientras su mujer se detenía a pensar en las implicaciones de la pregunta. Respondió con su propia pregunta:

—Clint, ¿tienes algo que contarme?

Clint no se había planteado siquiera que pudiera decepcionarla su decisión de abandonar la medicina privada a cambio de una plaza de funcionario. Estaba seguro de que no le importaría.

Daba gracias a Dios por concederle a Lila.

Sinopsis de Bellas durmientes, de Owen y Stephen King

En un futuro tan real y cercano que podría ser hoy, cuando las mujeres se duermen, brota de su cuerpo una especie de capullo que las aísla del exterior. Si las despiertan, las molestan o tocan el capullo que las envuelve, reaccionan con una violencia extrema. Y durante el sueño se evaden a otro mundo. Los hombres, por su parte, quedan abandonados a sus instintos primarios.

La misteriosa Evie, sin embargo, es inmune a esta bendición o castigo del trastorno del sueño. ¿Se trata de una anomalía médica que hay que estudiar? O ¿es un demonio al que hay que liquidar?

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Autor: Owen y Stephen King. Título: Bellas durmientes. Editorial: Plaza Janés. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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