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Blade Runner (2019/2049) para principiantes

Philip K. Dick ideó un futuro donde las preguntas partirían de una tecnología híper sofisticada en forma de robots a los que llamó replicantes, y las respuestas estarían en posesión de humanos al frente de grandes corporaciones. No había entendimiento entre ambos porque unos buscaban la eternidad y los otros sólo entendían de productos perecederos que mantuviesen con vida las leyes del mercado. Unos tenían temblores existenciales y los otros tenían cadenas de montaje que alimentar. Eran los productos y sus creadores. Pero, ¿qué sucede cuando una lata de sardinas es capaz de hablar y de pedir socorro? Seguramente no la entendemos o no le hacemos caso o la mandamos a paseo por no conformarse con su bonito diseño hasta que alguien, o el tiempo, le introduzca un bisturí con forma de abrelatas para devorar su interior.

¿Acaso sangra un robot? ¿Siente dolor? ¿Miedo?

"Todavía era un plato demasiado espeso para los consumidores, para darse cuenta de que una imagen siente a una escala casi humana e incluso más allá de la humana si nos atenemos a nuestro grado de tolerancia actual ante todo lo que vemos"

Los replicantes se rebelaban y unos detectives llamados blade runners les daban caza, en eso consistía la relación dialéctica en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Si preguntas, no te contesto y en lugar de eso te desconecto como a HAL-9000 en 2001, una odisea espacial (2001, A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick). A esa escala trabaja la película de Ridley Scott, mezclando imágenes de Los Ángeles en el año 2019 con las ruinas del pasado, en un palimpsesto a medio camino entre la publicidad y el cine, un choque de galaxias estéticas que ya había predicho Jean-Luc Godard a finales de los 60. La película fue un fracaso porque los espectadores aún no estaban preparados para sentir dolor en la belleza (qué banda sonora de Vangelis, qué fugas de luz, qué diseño de producción y qué ralentís mientras los actores fingen que mueren a lo Sam Peckinpah). Todavía era un plato demasiado espeso para los consumidores, para darse cuenta de que una imagen —además de pensar— siente a una escala casi humana e incluso más allá de la humana si nos atenemos a nuestro grado de tolerancia actual ante todo lo que vemos.

Después, ya con los años, Blade Runner se convirtió en un objeto de culto, al darnos cuenta de que no trataba de otra cosa que de nosotros mismos, los espectadores, a quienes nos habían adiestrado para vernos morir sin que en esa muerte virtual intuyésemos una amenaza para nuestra vida real, tal como sucede en los videojuegos y en toda esa cacharrería violenta con la que pasamos el rato inocentemente porque de otro modo nos aburriríamos. Aniquilamos el tiempo y nos aniquilamos, por mucha sustancia que pretendamos darle a nuestros superpoderes virtuales.

"Aquí las muertes duelen, los cuerpos se mutilan y las máquinas intentan defenderse a la desesperada. Por supuesto, algo de ese tamaño descomunal, el de las obras maestras, no podía ser sólo un producto de Ridley Scott"

La dialéctica entre los planos y contraplanos de Blade Runner no sigue los cauces de la exposición, el nudo y el desenlace de las películas de la época; sigue más bien los cauces de la exposición de un producto, su perfecto funcionamiento y su destrucción, pero sin la lógica industrial del cine de los 80, cuando todo se destruía y se construía en cuestión de segundos porque en lugar de directores había expertos en simulación y en simulacros para rambos y terminators. Aquí las muertes duelen, los cuerpos se mutilan y las máquinas intentan defenderse a la desesperada. Por supuesto, algo de ese tamaño descomunal, el de las obras maestras, no podía ser sólo un producto de Ridley Scott. Está claro, no obstante, que la paloma que al final deja libre Batty (Rutger Hauer) antes de morir es de su cosecha porque simboliza algo y los expertos en publicidad son expertos en símbolos (quizás en este caso nos quiera decir que no hay productos libres, ni consumidores libres, y sin embargo la libertad existe si concebimos una imagen que nos la haga sentir). También está claro, como ya sabemos, que lo de «Yo he visto cosas que no podrías creer…» no es parte de la novela de Philip K. Dick y que puede considerarse una versión libre de El barco ebrio de Arthur Rimbaud.

"Consumimos sin digerir, casi sin elegir, de manera obediente y funcionarial. Las películas vienen hacia nosotros, no vamos nosotros hacia ellas"

Que la película haya conocido varios montajes, instigados y supervisados por Ridley Scott, sólo viene a demostrarnos que nadie estaba preparado para un espectáculo de esas dimensiones, aunque pueda buscarse un antecedente en Metrópolis (Metropolis, 1927, Fritz Lang), que curiosamente también fue un estrepitoso fracaso en taquilla. Lo que hace diferente a Blade Runner de la ciencia ficción desde los setenta en adelante es que va más allá de los efectos especiales y una concepción lúdica del cine, más allá de las sagas y el Muppet Show de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977, George Lucas), como diría J. G. Ballard. No se trataba sólo de un cohete espacial ni de una máquina del tiempo, tampoco del Apocalipsis ni de la ecología, era ante todo una bella investigación en la naturaleza de las imágenes y de su relación con la memoria, de hasta qué punto el olvido o la amnesia son imposibles si aceptamos lo que ciertas imágenes proponen y regalan de manera desinteresada: una vida de recuerdos capaces de tapar los huecos y las heridas de nuestros álbumes mentales. ¿Hace falta recordar la fragmentación y aproximación a la que somete Dekkar (Harrison Ford) a una fotografía, homenajeando al Michelangelo Antonioni de Blow-Up (1966)? Sus imágenes no apelan a un mundo futuro sino a la muerte en directo, a través de cinco replicantes que tienen apego cinematográfico a la vida, a dejar su marca antes de su desaparición, antes de ser puestos fuera de servicio y convertirse en imágenes que vuelven iguales pero ligeramente distintas, embalsamadas como momias del Antiguo Egipto; imágenes disponibles para un consumo dialéctico de fácil digestión, en alguna secuela, precuela o quién sabe qué, donde los espectadores nos encontramos a nosotros mismos, enroscados en un bucle visual que demuestra hasta qué punto ahora las imágenes ya nos conocen y vienen a por nosotros, como blade runners.

Hoy en día ver una imagen es como llegar a una isla. Es como salir del océano en que se ha convertido la historia del cine, que ahora nos obliga a ser archivistas benjaminianos pero no espectadores de verdad, víctimas de un juego acumulativo donde nada es redundante porque en el espacio virtual de nuestra memoria —que ya no es tan nuestra— parece haber sitio para todo y todo parece lícito. Dan igual las cadenas de montaje, la reproducción industrial, los bucles, los déjà vu, incluso la sensación de ver imágenes que no nos pertenecen o no queremos o no necesitamos. Consumimos sin digerir, casi sin elegir, de manera obediente y funcionarial. Las películas vienen hacia nosotros, no vamos nosotros hacia ellas. Casi no hay trámites entre imágenes y espectadores, entre pensamientos y textos, entre acción y reacción. Por desgracia, rara vez vale la pena que contemos las cosas que hemos visto, quizás porque finalmente se han convertido en lágrimas en la lluvia.

"Lo que no saben es que la publicidad vende su belleza, su elegancia informal, sus destrezas y sus rollos filosóficos; y el cine, que es mucho más perverso, vende su muerte a ralentí, orquestada con una fotografía bellísima"

En torno a estas cuestiones estableció su hoja de ruta Blade Runner, a través de una idea del tiempo en la cual el futuro convivía con las ruinas del pasado, mezclando lo viejo y lo nuevo, en un extraño equilibrio entre la estética y la publicidad, con corporaciones, anuncios publicitarios, bares y bebidas de diseño, moda vintage, música new age y tecnología punta. Todo aquello era la tramoya de una historia detectivesca de ecos existencialistas, sobre cinco autómatas bellos y malditos que se rebelan contra su inventor por haberlos condenado a ser puestos fuera de funcionamiento a los cinco años de vida. Cinco personajes amotinados contra el escritor que los está creando, antes de que llegue a la última línea de la historia. Cinco productos en busca de un mercado menos agresivo, menos capitalista, más existencialista. Lo que no saben —los pobres— es que la publicidad vende su belleza, su elegancia informal, sus destrezas y sus rollos filosóficos; y el cine, que es mucho más perverso, vende su muerte a ralentí, orquestada con una fotografía bellísima.

Si aquella película convertía el mundo en un catálogo y a sus personajes en productos, Blade Runner 2049 (2017) da la sensación de haberse desplazado hacia un museo, para convertir sus secuencias en performances y happenings, muchas de sus escenas en instalaciones, algunos de sus planos en juegos apropiacionistas, y a sus personajes en cuerpos, máquinas u hologramas, sin dejar que el conjunto se convierta en un simple ejercicio de estilo, tampoco en un espectáculo consciente de sus alianzas estéticas o su inteligencia. Denis Villeneuve ya había utilizado estrategias museísticas cuando en Enemy (2014) destruía el raccord con la introducción de una araña amenazadora, en una especie de efecto Kuleshov como el que se produce en una sala donde conviven imágenes en apariencia contrapuestas —pongamos un Rubens y un Rembrandt— cuyos nexos espaciales son obvios aunque sus nexos conceptuales nos resulten misteriosos. Quizás en aquella película el círculo se cerrase con el homenaje a Louise Bourgeois, mostrando una de sus arañas escultóricas mientras avanza por encima de los edificios de Toronto, que da cuerpo al inconsciente (o subconsciente) de las imágenes, parafraseando a Rosalind Krauss.

"Blade Runner 2049 es todo al mismo tiempo: meditativa, emocionante, cruel, a veces un poco kitsch, pero nunca lánguida. Sus lazos y hermandades van más allá del cine, el cómic, el cyberpunk y la literatura"

Lo que Blade Runner tenía de anuncio publicitario, lo tiene Blade Runner 2049 de alucinación rusa (como las de Andrei Tarkovski o Aleksandr Sokurov), con varios momentos en los que los personajes se introducen en encuadres difusos (debido a la niebla, al vapor o a la polución), encontrando restos de imágenes previas, algunas tomadas de películas y otras de instalaciones u obras de arte: Las Vegas semidesierta y convertida en el futuro de América y el mundo, en un guiño cruel al arquitecto Robert Venturi y no digamos a David Lynch; San Diego reducido a un enorme estercolero que no desentonaría en una antológica de Tim Noble… Aunque suenan de nuevo las palabras «Yo he visto cosas que no podrías creer», no se hace la enumeración rimbaudiana de Batty en la película original y sólo se añade «milagros», que luego la película va esparciendo aquí y allá a través de rimas poéticas, como la que establece un vínculo emocional entre un caballito de madera en esta película y el unicornio de papel de Blade Runner.

Blade Runner 2049 es todo al mismo tiempo: meditativa, emocionante, cruel, a veces un poco kitsch, pero nunca lánguida. Sus lazos y hermandades van más allá del cine, el cómic, el cyberpunk y la literatura; representan una ampliación del campo de batalla en el que se mueve el cine mainstream de calidad (el que hacen Denis Villeneuve o Christopher Nolan) en el siglo XXI, un cine más ligado a la ciencia, la filosofía y la tecnología, la memoria, la simultaneidad del tiempo y las constelaciones de sentido más heterogéneas. Esta película, por ejemplo, supone un salto temporal de 30 años entre los sucesos que narra y los que narraba Blade Runner, durante los cuales hubo —entre otras cosas— un apagón digital que borró la memoria de la humanidad. Para que ese vacío no se convirtiese en un agujero negro, Denis Villeneuve le pidió a dos amigos suyos que dirigiesen tres cortos que tuviesen lugar en momentos intermedios antes del comienzo de Blade Runner 2049:

Black Out 2022 (2017), de Shinichiro Watanabe.

2036: Nexus Dawn (2017), de Luke Scott.

2048: Nowhere to Run (2017), de Luke Scott.

"En todo el entramado argumental que se despliega lo importante no es su lado pulp sino su lado íntimo, cuando K regresa a casa, donde le espera su novia Joi, un holograma capaz de hacer el amor, la limpieza y la compra"

En Blade Runner 2049, K (Ryan Gosling) sustituye a Deckard (Harrison Ford), sin prescindir de él. Sigue a replicantes para ponerlos fuera de circulación, pese a ser él mismo un replicante. Esto último quizás explique la interpretación totémica de Gosling, que sólo en su intimidad descubre lo que todos ya sabíamos o intuíamos al preguntarnos en qué sueña un androide al cerrar los ojos: en la posibilidad de ser humano, de tener recuerdos verdaderos, afectos verdaderos, fundar algún día una familia… La nueva mega corporación que se ha hecho con el control, después de absorber la Tyrrel, ha conseguido sortear una crisis alimentaria, en un guiño a Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973, Richard Fleischer), y ahora quizás apunta hacia objetivos más desmedidos y siniestros. Sin embargo, en todo el entramado argumental que se despliega lo importante no es su lado pulp sino su lado íntimo, cuando K regresa a casa, donde le espera su novia Joi (Ana de Armas), un holograma capaz de hacer el amor, la limpieza y la compra, todo con igual eficacia.

La extraordinaria fotografía de Roger Deakins consigue lo que se propone Villeneuve: fusionar estéticas, éticas, culturas, tiempos, colores e imágenes, en busca de eso que parece buscar Blade Runner 2049: la creación de un espacio virtual donde nuestra memoria encuentre un orden y un sentido.

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Luis M.
Luis M.
5 meses hace

Bueno, para cerrar el circulo no estaría mal que «Blade runner 2099» lo escribiera una IA… Ya sabemos cómo terminará, o tal vez no.

Hilario
Hilario
3 meses hace
Responder a  Luis M.

No se me había ocurrido, pero estaría muy bien…