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Bocadáver y otras autobiografías, de John Langan

Bocadáver y otras autobiografías, de John Langan

John Langan es uno de los grandes autores de terror contemporáneo, pero en esta colección de cuentos hace gala, sobre todo, de su dominio del terror cósmico. Y es que estos relatos tienen algo de Lovecraft, algo de Poe y algo de Straub, como explica Sarah Langan en el Prólogo.

En Zenda ofrecemos íntegramente el primer relato, “Kore”, de Bocadáver y otras autobiografías (La Biblioteca de Carfax), de John Langan.

***

KORE

Annie, mi mujer, empezó con el Paseo de Halloween cuando nuestro hijo tenía tres años. Vivíamos en una casa alquilada de una calle tranquila. Se había enterado de que varios de los niños en preescolar no salían a pedir el truco o trato porque sus barrios no eran lo bastante seguros como para que sus padres les dejasen. «Podríamos hacer algo aquí —me comentó—. Podríamos orga­nizar un paseo encantado para los niños en la parte trasera de la casa». Asentí. Todo niño debería tener su Halloween, ¿verdad? Entre los dos preparamos un itinerario que llevaba a los niños por el pasadizo entre la casa y el garaje, por la colina de detrás y por la terraza excavada en la colina. Colgamos alrededor del pasillo trasero las telarañas de algodón que habíamos compra­do en un Walmart y, acto seguido, les añadimos la colección de arañas de goma de nuestro hijo; como toque final, dejamos pendiendo en el centro del callejón su enorme marioneta con forma de tarántula y obligamos a los niños a pasar por debajo. Rellenamos guantes de cocina amarillos con plástico de burbu­jas, les manchamos los dedos con pintura roja y los clavamos en la alambrada que se extendía más allá del garaje. Al secarse, la pintura se volvió rosa, pero el efecto era más surrealista que ridículo. «¡No os dejéis atrapar por las manos de los muertos!», exhortamos a los niños.

En el otro extremo de la terraza, sobre una silla blanca de plás­tico, sentamos al muñeco que habíamos confeccionado rellenando de paja un par de viejos vaqueros y una de mis camisas raídas y atando los extremos de brazos y piernas. Yo mismo había hecho la cabeza con una garrafa de leche del revés, a la que le pinté la cara de verde. También le puse unos ojos grandes y siniestros. Annie colocó media sandía pocha en el suelo, a los pies del muñeco, y metió en la fruta aguanosa una docena de llaves que había comprado en el bazar. Eso, les dijimos a los niños, era el monstruo de Frankenstein. Estaba dormido, pero en cualquier momento podía despertar. Su viejo y gastado cerebro yacía a sus pies. Cada niño tenía que hurgar en su podrida materia gris hasta dar con una llave y, luego, extraerla sin perturbarlo. Una vez que todos tuvieran la llave, debían correr lo más rápido que pudiesen hasta la fachada de la casa. Allí, en el porche, Annie los esperaba con un disfraz de bruja de los de toda la vida (aunque, eso sí, el sombrero puntiagudo era de un naranja chi­llón y el ala estaba hecha de malla). Cada niño presentaba su llave, y ella, tras examinarlas, les indicaba que las dejaran caer en la tetera de plástico que tenía delante. A cambio, el niño recibía una bolsa de papel marrón decorada con arañas y calaveras y llena de dulces. Tras entregar la última bolsa, escoltábamos a los niños calle arriba y calle abajo, para que llevasen a cabo de modo seguro el truco o trato en cada vivienda.

Fue tal el éxito de nuestro primer Paseo de Halloween que, al instante, se convirtió en una tradición. Pocos años después, cuan­do dejamos esa casa alquilada para mudarnos a otra que habíamos comprado, una sola pregunta asomaba a los labios de los amigos de nuestro hijo: «¿Seguiréis celebrando Halloween en la nueva casa?». Por supuesto, les decíamos. Aunque era más pequeña que la ante­rior, esta casa tenía un sótano grande, seco y casi vacío. Era, sentenció Annie, el lugar perfecto para el paseo. Una vez que se ponía el sol, reu­nía a nuestro hijo y a sus amigos en la parte de atrás de la casa, donde el suelo descendía en una pronunciada pendiente, dejando a la vista la esquina noreste del sótano y la puerta que había allí. Dirigiéndome a los niños con el tono de voz alto y exagerado de un maestro de circo, les describía lo que les aguardaba dentro. Un año fue el labo­ratorio del doctor Frankenstein. Otro, las estancias en las que el doctor Moreau mantenía a buen recaudo sus peores experimentos. Un tercer año fueron las criptas bajo el castillo (supuestamente) abandonado del conde Drácula. Como en aquel primer paseo, cada recorrido planteaba un objetivo que los niños debían cumplir. Te­nían que robar las pilas con las que el doctor Frankenstein preten­día alimentar su próxima criatura monstruosa. Tenían que rescatar a los animales (de peluche) preparados para la próxima ronda de vivisecciones del doctor Moreau. Tenían que localizar y recuperar los anillos mágicos que permitirían resucitar a Drácula. Linterna en mano, los guiaba por el sótano en el sentido contrario a las agujas del reloj, dirigiendo la luz hacia tarros rellenos de globos oculares de goma, cubos rebosantes de serpientes de plástico y grafitis esotéricos en las paredes de yeso. Nuestro destino era siem­pre el mismo: el cuarto pequeño en la esquina sureste del sótano. Cuando la agente inmobiliaria nos había enseñado la casa, se ha­bía referido a este espacio como la sauna. Frente a la puerta, había una improvisada canasta metálica de baloncesto llena de piedras grandes y redondas, por lo que bien podría ser que la habitación hubiera recibido ese uso. Pero el desagüe abierto en el centro del suelo se antojaba más ancho de lo que cabría esperar en una sauna. Tam­bién era profundo, más allá del alcance de la linterna con la que lo iluminamos. Nos convencimos de que debía de ser una especie de pozo seco y lo cubrimos con un tablero de contrachapado. Cuando llevaba a los niños al cuarto, me colocaba sobre el ta­blero para que no se acercasen. Una vez que el grupo cumplía con su tarea anual, enviaba a los niños arriba, donde Annie, con alguna variante de su disfraz de bruja (pero siempre con aquel sombrero naranja), los esperaba con bolsas de caramelos.

El Halloween pasado fue el más elaborado de todos. Había­mos optado por un tema arqueológico: digamos que una mezcla de Indiana Jones y la Momia. Agarramos un gran saco de arena que nos sobraba de uno de los acuarios y la esparcimos por el suelo. Colocamos serpientes de plástico, arañas y escorpiones de goma por toda la habitación. En las paredes del sótano, escribí con tiza los jeroglíficos más siniestros que encontré por internet. Un amigo nos dejó una caja de cartón de dos metros que rocié con un es­pray dorado y a la que añadí a mano los rasgos amanerados de un faraón. Apoyamos nuestro sarcófago casero en un lateral de la sauna y esparcimos huesos humanos de plástico por el suelo. Por primera vez, incorporé el pozo seco a los acontecimientos de esa noche, de­jándolo descubierto y diseminando a su alrededor más símbolos maléficos. También por primera vez, Annie ejerció un papel más activo en el paseo. Más o menos un mes antes de Halloween, habíamos asistido a la fiesta de cumpleaños de uno de los amigos de nuestro hijo. La fiesta, inspirada en la mitología clásica, había culminado con los asistentes turnándose para romper una enorme piñata con forma de cabeza de Medusa. Las serpientes de goma que adornaban la piñata salieron despedidas a cada intento de abrirla, pero la cabeza en sí permaneció prácticamente intacta, por lo que Annie, planeando ya con antelación, les preguntó a nuestros anfitriones si podía llevársela a casa. «¿Para qué?», le pregunté. «Ya lo verás», me contestó ella. Tras recortar la abertu­ra irregular de la base del cuello, la transformó en una máscara de considerable tamaño. Le añadió un par de guantes largos de color gris y un vestido verde pálido que había comprado en la tienda del Ejército de Salvación y, voilà, era una diosa. «¿Qué diosa?», quise saber. «Eso no importa», zanjó. Su plan era sen­tarse en una esquina de la sauna, frente al sarcófago. Los niños verían la máscara y darían por hecho que era otro accesorio más, pero, cuando ella se pusiese de pie, les daría un susto de muerte. «¿Y si usamos el pozo seco? —sugerí—. ¿Y si los niños tuvieran que arrojar algo en él para provocar una reacción tuya?». «Mía no —respondió—. De la diosa». Lo que acordamos fue que le daría a cada uno un caramelo pequeño que tendrían que tirar al pozo para apaciguar a la diosa.

En general, el Paseo de Halloween transcurrió bien. Me preo­cupaba que nuestro hijo y sus amigos, que rondaban los once años, fueran ya demasiado mayores para otro paseo; que nuestro atrezo les pareciera de aficionados; pero tanto nuestro hijo como un par de amigos suyos se prestaron al juego con vivo entusiasmo, lo que ayudó a convencer al resto de los niños. Incluso el chaval que insistía en que no tenía miedo de nada, que estaba claro que todo era de mentira, parecía en realidad bastante inquieto. Y cuando los reuní a todos en la sauna —a la que rebauticé como la Cámara de las Almas—, y Annie se incorporó despacio de su asiento, los muchachos estalla­ron en gritos al unísono.

—Es la madre de Robbie —susurró uno.

—¿Seguro? —respondió otro.

Siguiendo el juego, nuestro hijo añadió:

—Eso no se parece a mi madre.

—¡Pues claro! Porque está disfrazada —gruñó el primer niño.

—Mi madre está arriba —repuso nuestro hijo, consiguiendo parecer nervioso de verdad.

A pesar de su sencillez, supongo que el disfraz resultaba eficaz (quizá por eso mismo). El rostro que se apreciaba en aquella cabeza enorme era una cara estilizada, más parecida a un maniquí de unos grandes almacenes que a un retrato clásico. Los ojos en blanco eran demasiado grandes con relación al resto de rasgos faciales: la nariz estrecha, casi puntiaguda, y unos labios carnosos. La mejilla izquierda tenía unas arrugas, recuerdo de su anterior existencia como piñata. Annie mantenía la cabeza tan inclinada que se diría que aquellos ojos vacíos estuvieran mirando fijamente a un punto situado so­bre las cabezas de los niños. «¡Oh, Antiguo Poder! —exclamé—. Traemos ofrendas en tu honor. Acéptalas, y no nos arrastres a esa oscuridad donde tú reinas».

Teniendo en cuenta que la improvisé casi sobre la marcha, pensé que mi súplica no sonaba nada mal. Por parejas o de tres en tres, los muchachos dieron un paso al frente y echaron al pozo los caramelos que les había dado. Un par de niñas chillaron al hacer­lo. El escéptico lanzó su chocolatina en el agujero con un ademán que probablemente pretendía ser desdeñoso, pero que en el fondo rezumaba pavor. (Lo admito, con esa estampa me regodeé más de lo que debería).

La única parte del paseo que no salió según lo previsto fue la del hermano pequeño de uno de los amigos de nuestro hijo. Tenía siete años y unos ojos temblorosos y abiertos de par en par. Yo no estaba muy seguro de que el paseo fuese adecuado para él, pero insistió como solo insisten los hermanos pequeños cuando no quieren verse excluidos de la diversión de sus hermanos mayores. Su madre se ofreció a acompañarnos, lo que pensé que lo tranquilizaría si se topa­ba con algo demasiado fuerte. Durante buena parte del paseo acerté. Mientras yo contaba la terrible historia de la última parada de nuestro recorrido, podía escuchar cómo la madre le susurraba algo al oído y, aunque en sus ojos seguía dibujada una expresión de asombro, lo cierto es que parecía tolerar lo que veía. Sin embargo, cuando le llegó el turno de arrimarse al pozo seco para sumar su caramelo a los de los demás, se negó.

—Vamos —lo alentó su madre con suavidad—. No es para tanto.

El niño negó airadamente con la cabeza. De hecho, todo su cuerpo temblaba, como si se estuviese congelando.

—Venga —insistió su madre—. ¿No ves que es la señora Annie?

Eso le soltó la lengua. Con un castañeteo de dientes, preguntó:

—¿Cómo lo sabes?

—¿Qué quieres decir? —se extrañó su madre.

—¿Cómo lo sabes? —repitió—. ¿Cómo lo sabes?

Yo casi esperaba que Annie se quitase la máscara y le mostrase al chico que su madre tenía razón, que era quien era, pero se quedó quieta.

—¿Cómo lo sabes? —volvió a decir el niño por encima de la se­rena insistencia de su madre en que todo era un juego, que solo nos estábamos divirtiendo, que era Halloween y aquella era la señora Annie disfrazada—. ¿Cómo lo sabes?

Al cabo, intervine y anuncié que era hora de que los niños su­biesen a recoger su bolsa de chuches. Guie a mi hijo y a sus amigos hasta la escalera, advirtiéndoles que tuviesen cuidado al subir. En cuan­to mi hijo abrió la puerta de la cocina y se iluminó la escalera, me volví hacia la sauna. Pero el niño pequeño y su madre estaban ya saliendo de ella y, aunque él aún tenía los ojos húmedos de lágrimas, parecía más avergonzado que asustado. Como fuera, me paré a hablar con su madre, quien me aseguró que su hijo se encontraba bien. «Tu mu­jer es toda una actriz. Me ha puesto los pelos de punta», comentó. «A mí también», me reí. Asomé la cabeza por la sauna buscando a Annie, pero ella ya se había marchado, saliendo por la puerta del sótano para rodear la fachada de la casa y llegar así a la entrada princi­pal. Para cuando alcancé la puerta de la cocina, ella estaba ya en medio de los niños, ataviada con su habitual disfraz de bruja, que consistía en un sencillo vestido negro con las mangas y la falda recortadas para que parecieran raídas, un grueso collar y el sombrero naranja. Me abrí paso entre los niños hasta donde ella se afanaba en servir vasos de sidra y la besé en la nuca.

—Eres increíble —le dije.

—No lo sabes tú bien —respondió, y me pasó un vaso para que se lo diese a un amigo de nuestro hijo.

Es extraño lo rápido que un hecho así se te va de la cabeza. No fue hasta un mes después, el fin de semana posterior a Acción de Gracias, cuando volví a pensar en ello con cierto detenimiento. Era bien entrada la noche del sábado (a primera hora de la maña­na del domingo para ser exactos). Me abrí paso entre los gruesos pliegues de un sueño que me envolvía como una manta. No sabía qué me había despertado. Para ser sincero, tuve la sensación de que me desperté precisamente por haberme encontrado sumido en un sueño muy profundo; como si mi cuerpo me hubiese arrastrado de vuelta a mí mismo desde algún otro tipo de estado. Había algo diferente en la casa. Era como cuando se va la luz mientras duermes y te despiertas con el aire más frío y ese coro de ruidos que ocupa las horas nocturnas en silencio. Miré a mi izquierda, pero el lado de la cama de Annie estaba vacío. ¿Era eso lo que había notado, que se había levantado para ir al baño? Traté de captar sus movi­mientos abajo, pero ahora no oía nada. Claro está que podría haberse escaqueado al futón del cuarto de invitados para huir de mis ronquidos. Solo cuando me estaba dando la vuelta para volver a dormir reparé en la figura que se alzaba de pie en la esquina de la habi­tación, a la derecha de la puerta. Me incorporé de golpe, con el corazón martilleándome como si me acabaran de arrojar un cubo de agua helada. Las sombras eran especialmente densas allí donde se encon­traba esa forma, lejos de las ventanas, pero pude distinguir la cabeza de gran tamaño y el vestido. Abrí la boca para decir «¿Cariño?», pero me detuve, abrumado por la certeza de que, quienquiera que estu­viese en la habitación conmigo, no era Annie. En ese rato que no debió de durar tanto como pareció, la figura siguió en su sitio, con la cabeza inclinada hacia mí, mientras yo permanecía sentado con la pregunta de aquel niño revoloteando por mi mente («¿Cómo lo sa­bes?»). La oscuridad se antojaba más granulada en aquella parte del dormitorio, como si, de algún modo, el aire fuese diferente; tenía la impresión de que mediaban una distancia y una edad tremendas. Por fin, la figura giró a la derecha y salió por la puerta. Esperaba que la escalera del salón emitiese su habitual crujido, pero permaneció muda. Nada me apetecía menos que abandonar la cama para ver qué había sido de la intrusa. Pero mi hijo seguía durmiendo en su habitación, y mi mujer andaría por algún otro lugar de la casa. Con el mayor de los sigilos, salí de entre las sábanas y me acerqué a la puerta, lamentando no haber llegado a esconder bajo la cama un bate de béisbol. El rellano fuera de la habitación estaba vacío. La puerta de mi hijo, cerrada. La abrí, de todos modos, para ver cómo estaba, pero dormía profundamente, sin la compañía de ningún visitante extraño. ¿Habría bajado la figura la escalera en silencio? Parecía poco probable y, a la vez, era la única posibilidad. La seguí escaleras abajo, con mis pesados pasos anunciando mi descenso. En la planta baja no había rastro de la intrusa ni de Annie. Ante eso, sentí un repentino acceso de pánico y, empuñando uno de los cu­chillos largos del taco de carnicero que tenemos junto a la cafetera, me dirigí a la escalera del sótano.

Encontré a Annie en la sauna, agachada sobre el pozo seco. Es­taba desnuda, con el pelo suelto alrededor de la cara. Había con­servado los jeroglíficos que yo mismo dibujé en el suelo, en torno al agujero del pozo, y a ellos había añadido algunos de su cose­cha. En la mano derecha sostenía un surtido de chuches. Con la izquierda las iba tomando de una en una y las arrojaba al pozo.

Dejé el cuchillo en el suelo, junto a la puerta, y me acerqué a ella. No sabía qué decir. Sin levantar la vista, sin hablar, me tendió una golosina. La cogí. Era una barrita de chocolate del tamaño de un bocado. Con una de estas perdí un diente de niño. El diente estaba flojo, aunque no tanto, y se desprendió de la encía con un dolor dulce y agudo que me inundó la boca de un sabor a sangre y azúcar. Contemplé el pozo seco, ese círculo de negrura que anuncia­ba una caída quién sabe hasta dónde y hacia qué destino. «No lo sabes tú bien», me había dicho Annie la noche de Halloween. No, no lo sabía. Tiré mi ofrenda a la oscuridad y le tendí la mano a mi mujer para que me diese la siguiente.

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Autor: John Langan. Título: Bocadáver y otras autobiografías. Traducción: Alberto Chessa. Editorial: La biblioteca de Carfax. Venta: Todos tus libros.

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