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Broadway-Lafayette: El último andén, de Pedro Plaza Salvati

Broadway-Lafayette: El último andén, de Pedro Plaza Salvati

Un matrimonio prepara su regreso a Venezuela tras cinco años en Manhattan. Ella termina un doctorado y escribe una novela inspirada en los mendigos de la ciudad; él, que retorna antes, se ve obligado a afrontar un nuevo proceso de adaptación al deterioro del país. Extorsiones, intentos de secuestro y desapariciones se hilan en una historia de amor que reúne el submundo de Nueva York y una Caracas en pleno colapso.

De Broadway-Lafayette: El último andén Antonio Muñoz Molina escribe en la contraportada del libro: «Pedro Plaza Salvati ha escrito una gran novela abarcadora de personajes, hablas populares, destinos rotos, con una ambición de crónica y de fábula que tiene algo de regreso a las ficciones fundadoras de lo que se llamó el boom latinoamericano: igual que ellas, aspira nada menos que a medirse con la complejidad de lo real».

Zenda ofrece un adelanto de esta novela publicada por Kalathos Ediciones.

 

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Todo lo que necesitas lo puedes conseguir en la basura, le decía Scott al mostrarle el lugar donde habitaba. Había que descender hasta lo más profundo de la estación Broadway-Lafayette, esperar a que llegara un tren, descargara a los pasajeros, partiera de nuevo, saltar a los rieles, caminar unos cuantos metros, bajar por una escalerilla y luego propulsarse con las manos hacia una pequeña plataforma que era como un refugio oscuro en forma de bóveda. Scott siempre cargaba consigo una linterna que sacó en ese instante para alumbrarle el trayecto que conocía de memoria. Muchas veces le servía para ver a las ratas, delatadas tras el par de ojos enrojecidos por el contraste entre la luz y la oscuridad: las ratas neoyorquinas, las ratas marrones, algunas veces con el mismo colorido de los mendigos; Rattus Norvegicus. El sistema de metro de Nueva York cuenta con abundantes restos de alimentos y existe una población de roedores que salen a la luz durante el día cuando no han podido saciar su hambre de noche, algo antinatural a su condición: la oscuridad de los túneles hace que se confundan sus costumbres y se vean a todas horas del día o de la noche. La linterna le servía para ver a las ratas apostadas entre los rieles y para ahuyentarlas a su paso. Con lo que recibía de limosnas y la venta casual de algunos de sus dibujos en la superficie, en el Village, entre artistas y turistas, compraba creyones, hojas de dibujo y las pilas para la linterna, uno de sus bienes más preciados.

La comida la conseguía en la basura antes de que pasaran a recogerla. Nueva York tiene un sistema arcaico de recolección de desechos en el que las bolsas se amontonan sobre el piso y no en contenedores. Esto le facilitaba la labor a Scott, a miles de mendigos en la ciudad y a cientos de miles de ratas neoyorquinas. Siempre decía que era asombroso lo que tiraban los habitantes de Nueva York, que era una pérdida de dinero ponerse a comprar alimentos; everything you need can be found in the garbage. Y al llegar a su cueva encendía un bombillo potente que colgaba embutido en un portalámparas justo en la mitad de la extensión de un cable eléctrico en forma de U, como en los tendidos de electricidad de un pueblo latinoamericano, y que le había ayudado a instalar un amigo también suplicante que decía haber sido un profesional antes de caer en la mendicidad. Scott era un artista y de asuntos prácticos o científicos sabía poca cosa. Scott llamaba a Spencer “el ingeniero”, habitaba muy cerca de allí y siempre le pedía algo de dinero cuando le hacía algún trabajo eléctrico. Era cierto que ni remotamente se comparaba el número de mendigos que vivían en los túneles del metro en las décadas de los setenta, ochenta y noventa con el presente, pero a él le gustaba su vida bajo tierra. Se había dedicado en los últimos años a hacer dibujos, utilizando al principio carbón y tinta de las máquinas de fax inservibles que conseguía también en la basura, usaba papeles en blanco para hacer representaciones de lo que él llama El alma de los neoyorquinos. Algunos turistas podrían pensar que sería muy auténtico y pintoresco comprar un cuadro de horror humano de un harapiento con cara de buena gente y brillo esquizoide. Luego de lograr una venta se daba el lujo de entrar a un negocio en Lafayette Street, en el que lo rechazaban con miradas insinuantes por su olor y le rogaban que comprara rápido sus creyones y sus hojas, que les iba a ahuyentar a los clientes. Así se llamaba su colección, La legión de los sufridos, que numeraba: S/10, por ejemplo, y que parecía más bien una serie en blanco y negro de caras aterrorizadas, delgadas como espantos a dieta, con los ojos desorbitados, oblicuos, en forma de huevo, con los cabellos caídos como producto de un cáncer o de la contaminación por escapes de radioactividad, enchumbados de baños de cloacas, los bordes de la caras ladeadas siempre en forma de S, como si la silueta de la cabeza representara el dolor de los neoyorquinos ante las desgracias de la vida. S de sank, hundido: la falta de comida, de calefacción, todo le importaba un pepino a los neoyorquinos, según Scott: seres con un alma de hueco dentro de un trozo de mármol, incapaces de conmoverse, salvo algunas excepciones; así parecía ser su visión de la ciudad y de sus habitantes. En ese espacio en forma de cueva-dormitorio habitaba Scott. Había organizado un hogar de tres metros por cuatro, al que regresaba en las madrugadas, luego de divagar horas entre Coney Island y el Bronx, se detenía en la estación Broadway-Lafayette y descendía a su habitación-plataforma, en la que dormía y dibujaba, siempre en blanco y negro, como para honrar el color de las almas de los neoyorquinos, o simplemente porque los primeros retratos los hizo con carbón y así quedó marcado su negro estilo, o tal vez para hacer armonía con la oscuridad del sitio donde vivía, porque al vivir en una cueva prevalecían las tonalidades oscuras y no podía ser otra cosa más que un reflejo de la condición de su morada. Llevaba por dentro el inevitable impulso de dejar plasmadas esas caras marcadas por la S de sufrimiento, con las bocas como en expresión de que el fin del mundo está cerca: la indiferencia de la muchedumbre ante una persona con una urgencia médica a la hora de la salida del trabajo, tirado en el piso, en la estación Grand Central; los alaridos de un alma pisoteada por los tacones de los transeúntes Aaarrrrrrr, Aaarrrrrrrr, Aaarrrrrrrrr, Aaarrrrrrrr, como si esos gemidos salieran desde un cercano más allá y no fuesen suficientes para llamar la atención de los peatones o para que alguien se dignara a llamar a los policías; masas teledirigidas a un destino específico no podían detenerse ante el obstáculo de un moribundo (¡uno más!) en el piso que gritaba Aaarrrrrrr, Aaarrrrrrr, Aaarrrrrrrrr, Aaarrrrrrrrrr, y la vida quedaba reducida al horror de la expresión de una cara ante la cercanía de la despedida. Scott tenía el talento de poder trasmitir esa visión en dibujos, La legión de los sufridos, lo que era la vida en una caverna llamada New York City, The City, la Ciudad; y su caverna particular de la que se había posesionado y que estaba al mismo nivel de categoría de padecimiento que el hombre que está a punto de ser pisoteado en Grand Central.

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Autor: Pedro Plaza Salvati. Título:. Editorial: Broadway-Lafayette: El último andén. Venta: Amazon y Casa del Libro

 

Broadway-Lafayette: El último andén, de Pedro Plaza Salvati, tiene una serie de presentaciones previstas en los próximos meses: el 14 de noviembre en el Centro Andaluz de las Letras, dentro del ciclo Letras capitales, con Fernando Iwasaki y Cristina Colmena; el 23 de noviembre en Barcelona, a cargo de Jorge Carrión y Valerie Miles; el 12 de diciembre en Madrid a cargo de Antonio Muñoz Molina.

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