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‘Candyman’ o el boomerang del Black Lives Matter

‘Candyman’ o el boomerang del Black Lives Matter

Candyman es, de dentro a fuera, una película de terror que trata de manejarse entre conceptos resbaladizos. Como era de esperar en Jordan Peele, existe en ella esa complacencia victimista un tanto pagada de sí misma, la inevitable denuncia al racismo blanco que tan bien ha llenado el Zeitgeist USA de los últimos tiempos en decenas películas de ideología más bien discutible. Pero la elegantísima y trabajada puesta en escena de Nia DaCosta y los múltiples tips que deja el guión del propio Peele convierten a Candyman en un arma arrojadiza de dos direcciones, agresiva e interesante, un trabajo de puro género capaz de ir más allá del trazo grueso ideológico pese a algunos errores de bulto en su tercio final.

Candyman es un vehículo de terror de estudio fabricado a rebufo de ciertas tragedias reales y del Black Lives Matter para denunciar el racismo y la gentrificación, y ya solo por eso resulta un tanto temible en su propia pretenciosidad. Pero al mismo tiempo existe en ella una sombra terrible, una duda identitaria palpable, una nota de ambigüedad y autocrítica que seduce y la hace verdaderamente interesante. La película de Nia DaCosta es lo suficientemente inteligente para que en esta ocasión no sea casualidad, y lo bastante profesional para que al menos haya una aceptable cantidad de asesinatos puestos en pantalla de manera solvente. Candyman, el asesino del garfio de un barrio pobre de Chicago que se presenta tras pronunciar su nombre en un espejo, se aprovecha de una psicosis social heredada, pero todo en ella versa sobre la transmisión de historias, de cómo las élites crean víctimas para convertirlas en iconos de un valor meramente estético (al menos hasta que lo inconcebible tiene lugar).

"También inserta una severa dosis de autocrítica, dirigida a todos ellos pero también hacia sí misma. Si vas a echar la bronca a todos desde una película de estudio, al menos ten la mínima modestia de incluirte a ti también"

DaCosta se esfuerza en imprimir un sello de autoría a una película que parecía condenada de antemano, como su propio protagonista, a sucumbir a la fuerza icónica de su precedente, la película de Bernard Rose basada en el relato de Clive Barker estrenada en 1992. Al final se convierte en ella a trompicones, de la misma manera que el propio Anthony McCoy sufre su propia transformación física de ecos “cronenbergianos” (ojo a la imagen de la uña, extraída directamente de La mosca). Candyman tiene éxito casi todo el tiempo en esa empresa, manejándose de manera fascinante en ese esquivo territorio del remake/secuela en el que se inscribe, mezclando conceptos y añadiendo nociones nuevas, satisfaciendo las ansias perentorias de una audiencia sedienta de nostalgia por propiedades intelectuales viejas, mensajes complacientes de última hornada y sí, sangre (esto es una película de terror). Pero también insertando una severa dosis de autocrítica, dirigida a todos ellos pero también hacia sí misma. Si vas a echar la bronca a todos desde una película de estudio, al menos ten la mínima modestia de incluirte a ti también.

Todo en Candyman versa sobre apropiarse de historias ajenas, no por casualidad principal rasgo de la película de DaCosta, un intento a priori desesperado de recuperar un icono olvidado del cine de terror del pasado y que viene que ni pintado en tiempos del Black Lives Matter. Aunque la película se esfuerce en matizar que ninguno de ellos puede huir del pasado, los protagonistas son negros profesionales, guapos y ricos, bien alejados del ambiente pobre y deprimido de Chicago que da lugar al monstruo. En un momento dado, la crítica de arte que momentos antes condenó las obras del pintor Anthony McCoy, “picado” literalmente por el mito de Candyman, alaba su fuerza solo porque ha inspirado supuestamente los primeros asesinatos de la historia. En esta escena subyace una de las ideas más interesantes de la película: cómo el poder se reserva el derecho a crear un discurso que no nace de la conciencia sino de su propio capricho, como si la realidad fuera un lienzo donde plasmar de manera indulgente sus propios conflictos (solo momentos antes de sucumbir en la escena de muerte mejor planificada y realizada de toda la película).

"Naturalmente, en un film de terror sobrenatural al final las nociones de lo real se difuminan, y cuando toca dar explicaciones la película de DaCosta se tambalea, sufre"

Candyman gustará a todos aquellos dispuestos a asentir satisfechos por su moral vengativa contra el hombre blanco, e incluso en este contexto más rico del esperado, su reivindicación de los afroamericanos muertos y olvidados parece real, sincera. Pero sus propios protagonistas son también comerciales de la desgracia, pretenciosos depredadores de sí mismos capaces de celebrar una brizna de éxito apoyados en la muerte del otro. Porque Candyman no es una contestataria película de terror independiente para arrasar en autocines, sino un juguete que se aprovecha de una IP de los ochenta. Nótese en este punto cómo el triunfo en el mundo del arte de Brianna, la pareja de Anthony, se apoya, se produce, de manera paralela a la caída en desgracia de aquel, un guiño diabólico y no sé si deliberado contra otro movimiento apoyado en reivindicaciones legítimas y reales pero también puro alimento de la psicosis, el Me Too.

Pero al final todos nos convertimos en lo que representamos, incluyendo un miedo alimentado por el miedo, un mix bien mezclado y agitado de trauma y profecía autocumplida como el del chaval que da comienzo a la cinta, cuyas resonancias descubriremos al final de la historia. Naturalmente, en un film de terror sobrenatural al final las nociones de lo real se difuminan, y cuando toca dar explicaciones, la película de DaCosta se tambalea, sufre. Hay otros realizadores que se habrían sentido más a gusto con la pesadilla grotesca de la traca final, narrada de manera apresurada y más bien chapuzas. Se trata de un defecto importante pero no fatal dentro de una película divertida y estimulante pese a su severidad.

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