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Casas de Benito Pérez Galdós en Madrid (I)

“¿Qué tendrá Madrid, que está tan cabizbajo y cariacontecido?”

Parece que hay preguntas como ésta, extraída de un artículo de Galdós en el periódico La Nación a raíz de los trágicos sucesos de la Noche de San Daniel, que nos sirven por tiempo indefinido. Escenas congeladas que pertenecen a distintos siglos, espejos que atraviesan los años y nos devuelven lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. Pero es sorprendente el desafío humano que siempre olvida u obvia, una y otra vez, pero que no suele perdonar, por costumbre, aunque no sepa el porqué.

En el periplo de un forastero, que deja de serlo cuando llega a Madrid, no se pierde la identidad de origen: simplemente se olvida uno de ella para enriquecerla, matizarla, o dibujarla a lápiz, como hizo también, y tan bien, Galdós.

El joven Benito se encontró con una amalgama de clases sociales y se hizo “retratista”. Entre ellas los nobles, que subían y bajaban como en un ascensor sin botones (el primer ascensor que se empezó a instalar en España fue en 1877 en el número 5 de la calle de Alcalá), pero que no terminaba de caer al foso, reservado al populacho entretenido en la ebullición de sus propias berzas y garbanzos, mientras la burguesía esperaba en el rellano, de pie y confiada, para entrar en este habitáculo de poleas engrasadas para sus beneficios. Una época en la que prendía la cultura, pero también las hogueras en las revueltas que se apagaban a machetazos, mientras sonaban los cascos de los caballos, como un eco inaudito, por un Madrid cada vez más empedrado. Donde el absolutismo dijo adiós dando paso a una Monarquía constitucional, con claroscuros y contradictoria, que terminó languideciendo a base de gobiernos inestables, golpes militares… y una “reina de las libertades” demasiado joven al principio, o demasiado distraída y torpe después, que acabó diciendo “adiós, España”, rumbo a Francia.

Calle de las Fuentes

Arco de cuchilleros

Galdós pilló la gordura para alimentarse de entre los huesos de estos acontecimientos y los que acaecieron después, incluida una Tercera Guerra Carlista, una Primera República, y una Restauración Borbónica. Saboreó la música de una recién inaugurada Ópera. Bebió, mientras escribía sus artículos no exentos de preferencias políticas muy claras, de los textos de Larra, Mesonero Romanos y de su Cervantes; y reposó el buen apetito en los templos intelectuales, como definía él al Ateneo.

Benito aprovechó las sobras, que los ricos de sombreros de copa vertían por los callejones, para husmearlas. Para dejar vistas las corralas de desconchones, ventanas enrejadas y pilastras de madera, tiznadas por el color de los trapos en los tendales. Y donde se escondía también la sangre de una puñalada, en las noches de Madrid, entre los olores de alguna zalea colgada que dejaba pasar el tiempo reseco para ser abrigo de invierno. Para observar a las mujeres de su sociedad y clase, pero también a las que iban en chanclas entre la humareda de sus propios umbrales, del barrido que caía al patio castizo, casi de tierra, donde en ocasiones desafía un pozo a los zagales, mientras una Fortunata cualquiera se peinaba su guedeja negra cerca de los ácidos vapores de la letrina en medio de uno de esos corredores, muy diferentes a las tuberías de plomo y a las duchas que ya se instalaban en la casa de los nobles por la Castellana, o de los nuevos burgueses en el barrio de Salamanca.

—¿Quién dijo que la Avenida de la Castellana era cosa buena?

Lo dijo Augusto Miquis, un estudiante de medicina, en La desheredada.

—¿Dónde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa —contestó Isidora.

1.- Pensión en la Calle de las Fuentes, nº 3 ( Llegada a Madrid 1862)

De una amplia casa familiar donde las palmeras esparcían en el patio la brisa del Atlántico y la vida sucedía ordenada en su interior, a una apretada vivienda donde vertía Madrid sus vidas en calles que se ensanchaban y estrechaban como embudos. Vericuetos que se abrían a zaguanes oscuros de los que partían escaleras estrechas y empinadas. Edificios que consumían las ventanas del primer piso hasta convertirlas en ventanucos cuando llegaban al quinto.

Benito se instaló en un segunda planta del número tres de la Calle de las Fuentes, convertida en pensión. Allí vivían ya sus compañeros de la infancia, como Fernando León y Castillo, del que fue amigo hasta el final de sus vidas (Castillo llegaría a ser embajador de España en Francia, y gracias a él años más tarde Galdós conseguiría entrevistar a Isabel II, en París, en el exilio).

Biblioteca del Ateneo

Salón de actos del Ateneo

Era, y sigue siendo, Las Fuentes una calle estrecha, irregular y sombría, que desembocaba a la calle Arenal (antiguamente un arenal formado por la escorrentía de un arroyo) muy cerca de la Puerta del Sol. Una zona que empezaba a llenarse, junto a algún palacio solariego, de nuevos hoteles, hostales y posadas. Un ambiente bullicioso y concurrido, irresistible para un joven recién llegado.

La sonoridad y el ambiente en este centro abigarrado de Madrid se hacía irresistible para un estudiante de derecho que prefería recorrerlo solo, o de la mano de su amigo Fernando, que le fue introduciendo en los círculos intelectuales, le enseñaba los cafés de moda y le incorporaba a las tertulias. Benito prefería deambular en muchas ocasiones antes que asistir a sus clases. Recorrer la Plaza de Oriente, o Mayor. Entrar por el Arco de las Botoneras y bajar por el de Cuchilleros, donde se encontraba a Fortunata, y hacia la Cava Baja de San Miguel donde residía Plácido Estupiñá. Son personajes que todavía no conoce pero que discurrirán después perfilados, desenvueltos, y que en ocasiones contrastarán con el carácter, más reservado, de un enfermizo Galdós, que asfixiado por el asma bronquial, desde su niñez, decide que Madrid le cura, que le sienta muy bien. Y en medio de esa cura hace que estos personajes, aunque inventados, parezcan personas, ya que caminan de verdad y frecuentan los mismos cafés que el escritor. Hace que beban de la misma taza de leche templada en el Suizo, en el café Fornos, en La Iberia, “el parnasillo de los políticos”, como se describe en La desheredada, en La Fontana de Oro o en el Universal, en la Puerta del Sol. También los alimenta en restaurantes como Botín o Lhardy, donde acudió “el corsé” de Isabel II (o al revés).

La ciudad estaba creciendo también culturalmente. Una cultura ecléctica que combinaba el neoclasicismo y el romanticismo, a la vez que el realismo se va abriendo paso y presenta la semilla para sus novelas. Galdós se despliega entre ese romanticismo para hacer circular su literatura, y escribe personajes reales que viven en un tiempo y en un espacio paralelo a la ciudad que él va descubriendo, y que desemboca en su naturalismo.

“Galdós acepta con voraz curiosidad las nuevas maneras de la estética naturalista de Zola y las aplica a su obra su modo (…). Pero ese pesimismo feroz de Zola jamás dará amargura a la novela galdosiana”. (Carmen Bravo Villasante, en El naturalismo de Galdós y el mundo de «La desheredada»)

No sólo son importantes sus personajes, lo son también los terrenos donde se desenvuelven, sus características físicas, sus taras hereditarias… Lo son las casas que habitan, el espacio donde despliegan sus intimidades y se despojan de sus riquezas o miserias. Las casas se hacen y deshacen al ritmo de la trama. Sus personajes son como los huéspedes de la pensión en la Calle del Olivo, donde se trasladará a vivir un año después, y que recreará en El doctor Centeno.

2.- Pensión en la Calle del Olivo nº9, esquina con Adaba

(Vive aquí desde 1863 hasta 1870)

En la madrugada del 22 de junio de 1866 un estruendo de cañones despertó a don Benito. El suelo de la casa, recubierto con una estera vieja, retumbaba. Los cristales parecían romperse tras el estrépito. Por el largo pasillo de tres vueltas que recorría la vivienda, el olor a fritanga, siempre presente, se mezclaba ahora con el olor a pólvora. De los gabinetes salían los estudiantes desconcertados: Zalamero, tan puntual en todo, tan ordenado hasta en su sueño, se había despertado con el desorden de todos los libros desparramados por el suelo. Poleró, el catalán, el estudiante de Caminos tan castellano que nunca se le notaba el acento, chillaba: “Què està passant? Què està passant? Y hasta Leopoldo Montes, al que llamaban el “señor de los prismas” por eso de que cuando hablaba usaba continuamente la frase: “Si miramos tal o cual cosa bajo este prisma…”, esta vez no encontraba manera de mirar lo que estaba pasando al otro lado, fuera de los muros. Y era tal el revuelo de esa casa que entre ellos, Julián de Capadocia, el perro comedido y modesto al que no se conocía sonido ninguno, empezó a ladrar.

Pensión en la calle del Olivo

Mientras, desde el cuartel de San Gil, una rebelión había sorprendido la noche anterior, unos días antes de lo previsto, al gobierno de O’Donnell (dirigida por Prim desde el exilio con intención de tomar el Palacio Real y derrocar a la reina) y se extendía como una mecha hasta otros destacamentos militares. 1200 soldados y 30 piezas de artillería iban avanzando por Madrid apoyados por milicianos civiles armados que formaban barricadas por la calle Toledo, Segovia, Plaza de la Cebada… Detrás de las trincheras cuanto esperaban algunos desgraciados es que pasara el tiempo y algo sucediera, mientras el sonido no avanzara hacia sus posiciones, según como reaccionara el adversario. Y este fue contundente.

El caballo del general Serrano relincha al galope camino del destacamento del Retiro para que, en breve, las fuerzas gubernamentales se vayan desplegando en puntos estratégicos. Desde la Plaza de Oriente varios cañones apuntan ya al cuartel de San Gil. Los sublevados atacan el ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol y están intentando, en paralelo, hacerse con el Palacio Real, pero no lo consiguen. Tras varias horas de lucha, el General Gutiérrez de la Concha fuerza la rendición de los rebeldes.

El balance arroja 500 muertos y 1750 presos. Ya no queda nadie entero detrás de las barricadas, ya sean huidos, heridos y muertos. La profunda impresión que le causaron a Galdós estos acontecimientos lo expresaría más adelante en sus memorias:

“Madrid era un infierno. Al caer la tarde, cuando pudimos salir de casa vimos los despojos de la hecatombe. Y el rastro sangriento de la revolución vencida. Como espectáculo tristísimo, el más trágico y siniestro que he visto en mi vida, mencionaré el paso de los sargentos de Artillería llevados al patíbulo en coche de dos en dos por la calle de Alcalá arriba para fusilarlos en las tapias de la  antigua plaza de toros. Transido de dolor (…) corrí a mi casa tratando de buscar alivio a mi pena en mis amados libros y en los dramas imaginarios que nos embelesan más que los reales” (Memorias de un desmemoriado).

También ha vivido aquí, un año antes, la revuelta estudiantil sofocada en la Noche de San Daniel. Entre tanto, ha empezado a colaborar con el periódico La Nación y se ha hecho socio del Ateneo, donde asistirá a esas charlas literarias que hablan de la literatura realista que se está dando en Francia. Conocerá a Clarín y a Giner Fernández de los Ríos, que le inculcará el krausismo. El germen de sus novelas empieza también con Balzac, con Dickens… A la vuelta de su segundo viaje a Francia le sorprenderá la revolución de la Gloriosa, que Galdós acogerá con entusiasmo, y que desembocará en el exilio de Isabel II.

“A los pocos días de presenciar en la Puerta del Sol la entrada del general Serrano vi la entrada de Prim, el héroe popular de aquella revolución. El delirio de la multitud llegó al frenesí (…)” (España sin rey)

Puerta del Sol

Plaza Mayor de Madrid

En esa época, a la vez que empieza a escribir La Fontana de Oro, comienzan sus colaboraciones con la Revista de España, próxima a Prim y a Sagasta, de la que llegaría a ser director. Prolífico en artículos, no le faltarían nuevos acontecimientos para adobarlos, como la proclamación de Amadeo I de Saboya y la muerte de Prim (aquella tarde misteriosa y nevada de invierno) en diciembre de 1870. En ellos también expresará su preocupación por la consolidación de la monarquía, y tampoco se librará de sus críticas el clero, y su inquietud por que el proyecto político del 68 se estuviera viniendo abajo.

“Habíamos hecho una revolución con el instrumento naval y militar, trayendo después al pueblo a que la confirmara, y apenas cogieron los nuevos estadistas el manubrio de gobernar saltó la cuestión batallona: si quitado el trono debíamos poner otro, o constituirnos en República. Y los españoles se encendieron en porfías y altercados sin fin”. (España sin rey)

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