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Casas Poderosas (II): Ray Bradbury / Andrew Wyeth

Casas Poderosas (II): Ray Bradbury / Andrew Wyeth

Cuenta Gary Lachman en El conocimiento perdido de la imaginación (2017), citando la autobiografía de Goethe que a sus veintiún años, estando estudiando en Estrasburgo, sintió tal fascinación por la catedral (a la sazón el edificio más alto del mundo durante más de dos siglos, entre 1647 y 1874) que tras dibujarla desde todos los puntos de vista posibles, visitarla y ascender a lo alto de su torre superando su vértigo, por fin el edificio se abrió a él y le comunicó que estaba incompleto. Dibujó la catedral como debía de haberse terminado según su revelación y resultó que sus dibujos coincidían con los que cuatrocientos años antes había trazado el arquitecto Erwin von Steinbach y que eran del todo inaccesibles para un mero estudiante de derecho.

Escuchar la arquitectura tiene efectos sorprendentes. Para Goethe la verdad se encontraba en un punto intermedio entre lo observado y el observador, y qué mejor momento para escuchar que estos días de confinamiento forzoso.

En La pradera hay una casa y en ella un cuarto, el cuarto de juegos de los niños que escucha sus deseos y los hace realidad de forma virtual, pero debido a la fuerte conexión entre los niños y el cuarto, la realidad deja de ser simplemente virtual.

"No voy aquí a criticar el GTA ni el Fortnite, capaces de satisfacer gran parte de las demandas de endorfinas adolescentes, ni las redes sociales, en estos días agobiantes y saturadas de ignorancia envejecida"

En La pradera el poder de la casa es diferente y ajeno a los propósitos verdaderos de los condescendientes progenitores. Concedido como un don, se ejerce al servicio de los hijos y las consecuencias, aunque previsibles, no dejan de sorprender por su obvia necesidad de desenlace. La mente al servicio del resentimiento, el terror y el odio. La tecnología al servicio del hombre.

El relato perteneciente a la colección publicada bajo el título de El hombre ilustrado (1951) transcurre en un futuro indeterminado. Una joven pareja acaba de mudarse a una casa hecha a la medida con la última tecnología, conectada a la psique de sus moradores, que satisface sus necesidades de alimentación, higiene y confort y activa sus fantasías con una suerte de realidad virtual a demanda que acaba siendo determinante para la historia de la familia. Lejos de ser ciencia ficción, se percibe como algo próximo en el tiempo.

No voy aquí a criticar el GTA ni el Fortnite, capaces de satisfacer gran parte de las demandas de endorfinas adolescentes, ni las redes sociales, en estos días agobiantes y saturadas de ignorancia envejecida, pero la sensación que transmite el relato es fácilmente comparable con muchas de nuestras escenas cotidianas.

La casa de la «Vida Fe», que es como se llama en la narración, había costado una barbaridad, pero “los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos […]. Y las paredes del cuarto de juegos recogían las emanaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte.”

"Ray Bradbury carga honestamente con la losa de la ciencia ficción, si bien su descripción de la conquista y colonización de Marte ha de considerarse una elegía épica no menor que la Odisea de Homero"

Ray Bradbury carga honestamente con la losa de la ciencia ficción, si bien, su descripción de la conquista y colonización de Marte ha de considerarse una elegía épica no menor que la Odisea de Homero y algunos de sus relatos, como máximos representantes de un realismo actual, crítico con la sociedad que representa y reflejo silencioso de la soledad presente y futura, como sino de nuestra existencia.

Ray Douglas Bradbury nació en 1920. A los nueve años ya coleccionaba cómics de Buck Rogers, y poco más tarde empezó a escribir. De joven vendió somnoliento, periódicos matutinos por las esquinas, escribió compulsivamente por las tardes y devoró las bibliotecas públicas por las noches. A los veintisiete años se casó y publicó su primera colección de relatos. Desde entonces vivió de la literatura y surgieron Crónicas Marcianas, Fahrenheit 451 y una larga lista que supera los quinientos títulos. Ha sido guionista de cine (el guión de Moby Dick de John Huston es suyo), ha escrito para la radio y la televisión, poesía y ensayos. Hasta el 5 de junio de 2012 estuvo escribiendo historias para niños en Los Ángeles, junto a su primera y única mujer Maggie, sus cuatro gatos, sus cuatro hijas y sus ocho nietos.

Este año se cumple el centenario de su nacimiento y aunque estaban agendados cientos de eventos, lamentablemente el Ray Bradbury’s Centennial ha empezado a cancelarlos por el Coronavirus, paradoja del futuro desolador que a menudo mostraba en sus libros.

Para ilustrar el relato nadie mejor que Andrew Wyeth (1917-2009), que fue uno de los mayores exponentes del realismo social norteamericano, y El mundo de Cristina (1948), uno de sus mejores cuadros. Hijo del ilustrador Newell Convers Wyeth, tuvo su primera exposición individual a los diecisiete años. Vendió todo el primer día. Fue elegido el miembro más joven de la historia de la American Watercolor Society y frecuentó a Edward Hopper, Robert Motherwell y el aerógrafo.

"Hay otras praderas, pero no con tan nefandos augurios como las que aquí se presentan. Hay otras pantallas, como las paredes de Vida Fe, acaso más oscuras y brillantes"

En 1959 retrató al presidente Eisenhower para la ya histórica portada de la revista Time, y pasó a ser entonces el cuadro más caro de un artista vivo.

Fue el primer americano en haber recibido una retrospectiva en el Metropolitan y estar vivo para contarlo y fue miembro, entre otras, de la France Académie des Beaux-Arts. Hasta su último día permaneció fiel a los paisajes de Maine, donde colocaba su caballete las soleadas tardes de primavera, y a los de Chadds Ford, Delaware, que le vieron nacer y morir.

Hay otras praderas, pero no con tan nefandos augurios como las que aquí se presentan. Hay otras pantallas, como las paredes de Vida Fe, acaso más oscuras y brillantes. El mundo de Cristina, que ilustra estas páginas, bien pudiera ser el de Lydia Hadley, protagonista del cuento, menos africano y sin leones, sí, pero igual de solitario y atroz.

Habría que volver a William Blake y recordar que los efectos naturales no provienen de causas naturales, sino de causas espirituales, y que nuestro mundo no está situado en un espacio cartesiano, sino en la consciencia.

William Blake. Songs of Innocence. The Little Boy Lost. 1794

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