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Casta Diva, de Xavier Borrell

Casta Diva, de Xavier Borrell

¿Qué se esconde detrás de las redes de traficantes de arte? Xavier Borrell lo cuenta en su nueva novela, Casta Diva. Un relato en el que mientras una mujer ha sido secuestrada para ser ejecutada, en Damasco, Kabuti, un joven superviviente a un pasado de abusos y vejaciones, está cansado de traficar con obras de arte procedentes de la guerra del Estado Islámico. Por ello, decide trasladarse a España, aunque obligado a tener que seguir colaborando con la misma organización mafiosa.

Zenda ofrece a sus lectores los dos primeros capítulos del libro. 

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Cuando abrió los ojos sintió como si su vida hubiera dado un vuelco. Se dio cuenta de que estaba desnuda, atada de pies y manos, y colgada boca abajo a dos palmos del suelo. Notaba la sangre subiéndole a la cabeza, una sensación estremecedora. No era como las veces que lo hacía un breve instante en los juegos de la infancia. Había perdido la noción del tiempo, pero era consciente que llevaba en esa postura largo rato.

Le dolía el ano, recordó como había sido paralizada andando sola por la calle, mediante un pañuelo con formol, y que se despertó al poco, inmovilizada con bridas de plástico, en la parte de atrás de una furgoneta.

—¡Por favor, suéltame! No he hecho nada —suplicó.

Esperaba que alguien le hiciera caso. Tan solo el conductor le respondió sin dejar de mirar a la carretera.

—¡Cállate! Ya sé que no has hecho nada, solo eres la receptora de una venganza hacia tu marido. Voy a matarte mañana por la mañana, incinerada, como mandan nuestros preceptos.

—No, por favor. Haré todo lo que me digas, tengo amigos poderosos.

—Jaja, claro que tienes amigos poderosos. ¿Y por qué piensas que estás aquí? Lo mejor de todo es que esta noche vas a ser mi esclava. Las putas blancas no merecéis otra cosa. Nadie se dará cuenta de lo que te voy a hacer cuando solo encuentren tus cenizas.

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Se sentía desesperada, necesitaba una vía de escape. Pensó que, si ese hombre de acento árabe la quería poseer por la noche, quizás podría escapar en algún momento o aniquilarlo de alguna manera. Tenía que mostrarse cooperante y dócil.

No hubo suerte. Boca abajo recordaba la cantidad de veces que ese hijo de puta se había corrido dentro de su culo y de su boca, al menos cuatro. Ni si quiera cuando a la tercera sangró, con el dolor de su primera sodomización, se mostró compasivo. Aún tenía la esperanza de que se durmiera o de poder pillarlo desprevenido al acabar.

Como no fue así, la quinta vez que le penetró, esta última por delante en la posición del misionero, se hizo la desmayada con la expectativa de que eso le desanimara. Sin embargo, lo que consiguió fue que se pusiera aún más violento. Le golpeó con tal fuerza inhumana que la dejó inconsciente.

Al despertar no recordaba nada más. Él había jurado prenderle fuego por la mañana. No lo oía. ¿Habría ido a comprar la gasolina? ¿Lo habían cogido? Si era así, a lo peor no revelaba su ubicación y se quedaba allí hasta que llegara su muerte. Vociferó ayuda.

Solo contestó el viento.

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Kabuti se extrañó de que esa vez su jefe le enviara a recoger un busto al lugar de Damasco donde habitualmente acopiaba todos los pedidos para llevarlos al buque de carga polaco. Sabía que los fardos y bolsas que les proporcionaba eran muy apreciados por los marineros que partían con rumbo a occidente, pues estaban deseosos de sacarse un plus a sus ajustados sueldos de una naviera en crisis de mercancías. Sin embargo, no pudo comprender la pasión con que recogieron un preciado objeto de arte esas manos tan bastas, ni porque se lo habían mandado transportar a él, aunque no era la persona indicada para cuestionar los actos del sujeto que aportaba el sustento de su familia.

En plena guerra con el Estado Islámico, las mafias locales contaban con el beneplácito del gobierno sirio para traficar con cualquier mercancía, ilegal o no, siempre que aportaran un sustancial tanto por ciento al sufragio de la conflagración contra los insurgentes.

Maradian era el líder de la organización, la persona que desde bien pequeño le utilizó como carne de placer para los depravados marineros deseosos de cuerpos tiernos, incorruptos al paso del tiempo. Con apenas ocho años ya fue vendido por su madre para poder alimentar al resto de sus cinco hermanos. Era el más aniñado de rostro de todos, motivo por el que le tocó ser sacrificado para la supervivencia de los demás. Sin embargo, al

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contrario de lo que solía ser habitual en esos casos, consiguió llegar a los dieciséis años con una fuerza mental y física asombrosa, gracias a los preceptos de los misioneros jesuitas a los que conoció de casualidad, lo cual le condujo a un nivel superior dentro de la organización.

Todavía recordaba aquel día en que, vagando sin rumbo por la ciudad, un clérigo le dirigió unas amables palabras; los devotos sabían las atrocidades que vivían niños como él en la ciudad, por eso intentaban ayudarles a cambiar de vida o a luchar por una existencia mejor, dentro de sus desgracias. Le costó cogerles confianza, aunque no se negó a seguir pasando por su parroquia, pese a su suspicacia inicial, y con el transcurso del tiempo vio que no perseguían oscuras intenciones. Fue yendo ocasionalmente a verlos a su centro religioso, hasta que, gracias a que estos le inculcaron un ideal comprensivo y no excesivamente dogmático, fue convenciéndose de que era dueño de su destino.

Algunos de sus compañeros denostados para la prostitución habían abrazado el Estado Islámico con la intención de encontrar sentido a sus vidas entre las promesas de estos en un mundo mejor. Lograban convencerlos con facilidad, pero él, aunque por poco, aún no había caído en sus brazos, aun sintiendo cierta simpatía por su causa.

Ya era un pequeño cabecilla con un salario importante, eso le granjeaba popularidad entre los vecinos de las casas colindantes a su vivienda y con las chicas que perseguían un futuro estable en un país en llamas. Por eso la motivación para seguir escalando en la jerarquía de la sociedad era su primer objetivo vital y no permitía que nada le distrajera.

Una de las pocas peticiones que le había hecho a su jefe era no tener que tratar con los nuevos cuerpos tiernos que sustituían a los pocos que habían sobrevivido a los de su generación, si bien dedicarse a hacer transpor17

tes tuviera un riesgo mayor. Muchos compañeros habían sido apresados al ser detenidos en controles por fuerzas de la ONU; o perecieron ante receptores de mercancías descontentos con el paquete; o fueron desintegrados por defectuosos explosivos destinados a abastecer a Palestina en su austera lucha contra el potente estado israelí.

El capitán de nombre impronunciable le invitó a subir a cubierta. Nada más pisarla, uno de los marineros le reconoció por haber abusado de su cuerpo en una anterior visita al burdel, propiedad de Maradian, en que era desgarrado noche tras noche. Kabuti se limitó a mirarlo con desdoro, sabía que cualquier malentendido o menosprecio podía hacer que se perdieran esos jactanciosos transportes, circunstancia a la cual su jefe jamás le permitiría sobrevivir. Uno de ellos, a órdenes del cabecilla, entró con el busto al camarote, al poco tiempo regresó dando el visto bueno a la mercancía en un extraño lenguaje para él. Acordaron pagarle lo convenido más una propina y le incitaron a abandonar el barco con presteza antes de zarpar mar allá, si no quería quedarse a bordo.

Estaba entrenado para no preguntar, aunque le pareciera extraña cualquiera de las cosas que en las transacciones ocurrieran, en el mundo de la tecnología en que el jefe y los clientes tenían comunicación instantánea mediante celulares encriptados, un mensajero como él tan solo debía limitarse a actuar, ver y callar. Y eso hizo.

Al regresar, sabía que los vigilantes de la autoridad portuaria le abordarían e intentarían saber que encerraba su operación, más con la intención de sacar tajada que por la finalidad de abortar un negocio ilegal.

—¿Qué tipo de droga has movido hoy? ¿Nos has dejado algo para nosotros? —dijo el que le cacheaba la bolsa.

—Claro, hoy os he traído tabaco y carne de buena calidad, ya sabéis que mi jefe os tiene mucho aprecio —con18

testó y empezó a repartir pequeños paquetes envueltos en papel para contentarles.

Siempre llevaba el correspondiente pago material para los vigilantes nocturnos, una minucia para un hombre como su amo, pero un seguro de vida para que esos inútiles giraran la vista a otro lado. Miró hacia fuera del puerto esperando a que se repartieran el género y en seguida que pudo partió hacia dentro de la ciudad. Aunque estaba mosqueado con la entrega realizada, el tonto de turno, es decir él, no debía sugerir nada; solo obedecer y callar. A veces pensaba en el futuro y se decía a sí mismo que, o intentaba hacer algo o esa sociedad corrupta se le acabaría comiendo cuando la guerra terminara.

Normalmente acataba órdenes sin escuchar la voz de su conciencia decirle que no estaba haciendo lo correcto, que por ese camino no iba bien. Se autoconvencía que era su destino y mirando atrás se daba cuenta de que demasiado tenía con estar vivo.

Era consciente de que siendo un mero mensajero tenía todos los números para acabar mal, hasta que un día decidió, tras un encontronazo no deseado por un tema de armas, que no se le iban a pasar por alto, en el resto de su vida, más transacciones desconocidas sin controlar lo que había en su interior.

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Autor: Xavier Borrell. Título: Casta Diva. Editorial: Almuzara. Venta: Amazon y Casa del libro

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