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Celebrar la fiesta, cantar la pena

Celebrar la fiesta, cantar la pena

“Mañana por la tarde, Su Alteza el Señor Príncipe hará recitar una comedia en la sala del apartamento que ocupaba Madama la Duquesa de Ferrara. (…) Será cosa singular en el sentido de que todos los interlocutores hablarán en música” (extracto de la carta escrita por Carlo Magni, funcionario ducal de Mantua, fechada a 23 de febrero de 1607).

Estamos en la Mantua de comienzos del siglo XVII. Concretamente, en las semanas previas a la temporada de carnaval. Son días de fiesta, de disfraces, de esplendor y alarde que presentan un despliegue de máscaras por las calles. “(…) veladas de opulencia milimétrica en las que, a toda costa, el mundo entero debía caber en una noche”, como expresa Laia Falcón en su ensayo La ópera. Voz, emoción y personaje. A los ciudadanos les gusta ponerse el antifaz más de lo que reconocen, sobre todo en estas jornadas donde la hermandad de las diferentes disciplinas artísticas, como la danza, el teatro, la poesía y la música, juega un papel principal. Las artes son las encargadas de centrar el foco y las miradas de los asistentes. Hacer de espejo. Vivimos una época, no sólo en Italia sino en todo el mundo, de transición, de puente entre dos movimientos opuestos y a su vez, complementarios, pues falta poco para que el relevo del Renacimiento pase a manos del Barroco, y los artistas y los intelectuales están al tanto de esa transformación. Deben ofrecer una nueva visión que aúne el pasado con el presente para seguir construyendo el futuro. Y si cambian las estructuras, si cambia la concepción del mundo y de las cosas, si el exterior que rodea al hombre muda, también ha de hacerlo su interior. Todo forma parte de la misma cadena de montaje, y el arte, con la vida, son las piezas esenciales que siempre propician el cambio. Sin embargo, de cara a estas fechas, ¿qué se va a ofrecer en el próximo carnaval, cómo se va a entretener a los ciudadanos o a llenar los escenarios? Fácil, haciendo acopio de los lenguajes y las herramientas con las que trabajaron los antiguos griegos, padres del espectáculo; volviendo a los mitos que más se representaron, a los versos que más se recitaron, a las melodías que se tocaron, y, de acuerdo con ello, conjugar todo tipo de fórmulas hasta dar con una nueva forma de expresión y generar una nueva emoción. Precisamente algo parecido a lo que han hecho Jacopo Peri, Emilio de’ Cavalieri o Giulio Caccini en otras cortes italianas donde el duque de Mantua, Vincenzo I de Gonzaga, ha sido testigo de ese nuevo lenguaje. Yo también quiero esto en mi corte, se dice, ¡pero mejor! No lo sabe todavía, pero de él dependerá crear esa mal llamada «comedia» que será la primera ópera en toda regla.

"El desgarro y la tristeza embargaron entonces a un Orfeo que sólo podía cantar la pena"

Una vez llega a palacio, lo primero que hace el duque es reunirse con el músico y compositor de la corte, Claudio Monteverdi. Éste escucha atentamente las palabras del duque. Comprende y no comprende lo que el duque le pide y sin embargo, advierte en él un halo de pasión arrebatadora. Una inspiración que pocas veces ha observado en su persona. Verdaderamente, el duque cree en lo que dice. Cree en la idea, en el proyecto que quiere emprender y espera que Claudio se una a él en la aventura al encargarle la partitura. Si salía mal, nadie lo recordaría, pero si salía bien, si funcionaba… Pasarían a la historia. Finalmente, Monteverdi acepta el encargo. Entre otros motivos, porque no le queda más remedio. Él sólo es un súbdito más. «Claudio» —le dice el duque antes de que el músico abandone la estancia—, «tienes de plazo hasta el día 24». A partir de ese momento la responsabilidad está, literalmente, en manos del compositor que deambula por los pasillos reales sin saber muy bien cómo lo hará, aunque, por suerte, el duque le ha proporcionado un argumento: el mito de Orfeo y Eurídice.

Vuelta a nuestros orígenes y leyendas. Vuelta a nosotros y a la tragedia de una historia de amor frustrada y condenada. Una de muchas, una de tantas, en la que su protagonista, el poeta y músico Orfeo, portador de la lira que hacía vibrar las almas de aquellos que le escuchaban y prestaban atención, y su esposa Eurídice, la hermosa joven y ninfa de los bosques, deben enfrentarse a los designios de los dioses. Rezan los versos de este mito que poco después de casarse, Eurídice, huyendo de Aristeo que había quedado prendado de su hermosura y ansiaba poseerla, tropezó con la serpiente cuya mordedura y veneno acabó con ella. El desgarro y la tristeza embargaron entonces a un Orfeo que sólo podía cantar la pena. Descendió a los infiernos y por medio de ese canto, que se convirtió en ofrenda, encontró el poeta su expiación. Su lamento llegó a oídos de Hades y Perséfone, soberanos del Inframundo, y éstos, conmovidos ante la belleza del llanto, sucumbieron abriéndole las puertas y atendiendo a su petición. Eurídice sería devuelta a la vida, pero había una condición: Orfeo no debía mirarla. No hasta que hubiesen traspasado la frontera que separa el reino de los vivos del de los muertos, y el cuerpo de ella estuviese bañado (en su totalidad) por los rayos del sol. Orfeo aceptó el reto, pero ante la necesidad que sentía de reencontrarse con los ojos y el rostro que le arrebataron todo sentimiento y razón, no pudo evitar volverse antes de tiempo y descubrir, en ese instante, que uno de los pies de Eurídice seguía preso en el mundo de las almas en pena. Eurídice, en consecuencia, fallece una segunda vez y a Orfeo se le niega, de por vida, la entrada a ese reino. Ya no le queda nada, ya sólo desea una cosa: la llegada de Caronte y, por ende, su muerte. “¿No veré nunca más los dulces rayos de mi amada Eurídice?”, canta Orfeo. “En el sol y en las estrellas reconocerás de su semblante la belleza”, le responde Apolo.

"Así logró Monteverdi confeccionar La fábula de Orfeo, que fue todo un éxito y ha llegado a nuestros días considerada como la primera ópera de la historia"

Monteverdi sueña que es Orfeo e incluso reconoce en su mujer enferma, Claudia Cattaneo, a la bella Eurídice presa del veneno. Los miedos asaltan al compositor. Experimenta, juega, prueba y se desespera. Apenas quedan semanas para que empiece el carnaval, y se encuentra en la fase más difícil de todo artista y creador: ¿cómo conciliar el arte con la vida, y viceversa? Son jornadas sin descanso, de exhaustiva investigación y documentación. De revisión. De páginas en blanco que en realidad están llenas en la mente de quien escribe, de quien compone, pero es necesario bajar esas ideas, plasmarlas en el papel y hacerlas realidad. Pasar de la abstracción, del espacio imaginario musical, al espacio material y físico. Es un proceso lento, íntimo, solitario. Monteverdi lo sabe. Su mujer lo sabe, su familia lo sabe. Todos dependen de él, y él sólo depende de sí mismo. El músico tacha los días que van pasando, y tiene apuntado el día señalado que le mira, desafiante, desde el calendario. Lleva noches estudiando lo que se ha hecho hasta ahora, reparando en los huecos por donde filtrar el agua, que es el sufrimiento. O en otras palabras, las lágrimas de los enamorados que aceptan el desenlace que les aguarda, pues sabe bien que rellenando esos vacíos tan concretos dará con el ingrediente principal, la quinta esencia de este nuevo arte. Y esto es lo más difícil porque conlleva lo que todos quieren y pocos consiguen: emocionar. ¿Cómo lo hizo Claudio Monteverdi? Trasladando su discurso emocional, que comprendía su fragilidad y su vulnerabilidad como ser humano, como hombre, marido, músico y compositor, al discurso musical que tocarían los instrumentos e interpretarían los personajes que saliesen a escena. Es decir, convirtiendo su emoción en partitura, todos a una. He aquí el secreto del nuevo arte y lenguaje que todos estaban esperando, la piedra angular con la que no contaba el duque de Mantua y que Monteverdi guardaba con recelo. Este era su talento: hacer que los asistentes —el público— se reconocieran en Orfeo y en Eurídice, como le había sucedido a él, pero también en Hades y Perséfone, Apolo y Caronte. En la Música, la Esperanza e incluso en la Mensajera. Qué espejo tan curioso. ‘Todos ellos somos en realidad nosotros’, se sorprenden algunos. ‘Yo también he sufrido esa pena’, susurran otros…

Así logró Monteverdi confeccionar La fábula de Orfeo, que fue todo un éxito y ha llegado a nuestros días considerada como la primera ópera de la historia. Y todo por el capricho de un noble que, preso del trance de un visionario, quiso celebrar una “cosa singular”, en palabras de Magni. Una fiesta y una pena que hoy, día 25, con la resaca y los siglos que han pasado, seguimos celebrando y cantando con sabor amargo, pues cuando Monteverdi llegó a casa para contarle a Claudia cómo había sido el estreno, ésta se había encarnado en Eurídice y había abandonado el mundo de los vivos dejando viudo al compositor italiano. Será por eso que el arte y la vida van siempre de la mano.

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