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¿Ser protagonista, espectador o pianista?

¿Ser protagonista, espectador o pianista?

Nadie es eterno. Nadie lo será jamás. Sólo unos pocos, narcisistas empedernidos, aspiran a serlo. ¿Quién quiere ser eterno? ¿O qué supone pasar a la historia, cuando nuestra eternidad no se materializa al estar vivos, sino, paradójicamente, al morirnos? Cuando los vivos que nos conocieron son los encargados de recordarnos. De contar no ya quiénes fuimos, sino cómo fuimos; de contar nuestros defectos y nuestras virtudes sin que sintamos el más mínimo efecto de palabras lastimeras, injustas, desmerecidas o, por el contrario, bien avenidas. Bien certeras y clarificadoras que reúnen y resumen a la perfección nuestro ‘yo’. O al menos una versión del ‘yo’ que hemos querido —en vida— desenmascarar. Pero hay tantos prismas, tantas aristas de un mismo rostro, tantas las personas que nos miran y analizan que resulta agotador adaptarse a la visión de cada espectador. Pasa como con toda obra de arte. Y en este sentido, poco hay más interesante que contemplar una o varias obras acompañado de otra persona. Por ejemplo, cuando se recorren los pasillos laberínticos de un museo y uno se detiene ante un lienzo que le sobrecoge, pero su acompañante pasa de largo, porque a éste le estremece más el de al lado. La mayoría de las veces la visión que tiene uno sobre la obra resulta ser la antítesis de la intención del creador, pero eso nos da igual. La emoción que hemos sentido es lo que importa. Esa emoción intacta. Única. Eterna. Sólo las emociones son eternas. Sólo las emociones nos sobreviven y nos superan, pues son más inefables que nosotros. Más perfectas, más definidas. Carentes de aristas. Carentes de versiones de ellas mismas. Y en todo caso, antes de que nosotros pasemos a la historia, lo que pasará primero será nuestro testimonio. Nuestro discurso acerca de lo que hemos contemplado, sentido o vivido, como cuando recordamos la obra, pero olvidamos el nombre del autor. Y esa sensación es la que transmitimos a nuestro acompañante haciéndole partícipe de nuestra interpretación. Describimos minuciosamente lo que nos ha hecho sentir. Y si el acompañante es de los buenos, de los que se prestan a escuchar atentamente, quedará embelesado y le costará olvidar lo pronunciado y lo recordará con el paso de los años. Y si el lector es ávido, jamás olvidará las palabras que ha leído, cuya impresión, lejos del papel, ha ido a parar a un lugar más verdadero y, a su vez, más abstracto. Ese espacio que sólo nos pertenece a nosotros pues somos nosotros quienes lo habitamos. Sin compañía alguna, en completa soledad, donde además de Verdad, hallamos también Libertad. Un espacio similar al que describió Anne Carson en su Podrías I, que decía: “Si no eres la persona libre que quieres ser busca un lugar donde puedas contar la verdad sobre ello (…). La franqueza es como una madeja que se produce a diario en el vientre, tiene que desenrollarse en algún lado (…). No se trata de encontrar un lector, se trata de contar. Piensa en una persona de pie, sola en un cuarto. La casa está en silencio. La persona lee un pedazo de papel. No existe nada más. Todas sus venas se pasan al papel. Toma la pluma y escribe en él unos signos que nadie más va a ver, le confiere así como una plusvalía, y todo lo remata con un gesto tan privado y preciso como su propio nombre”. En esa escena íntima en la que únicamente se necesita un papel en blanco y una mano que dirija la pluma no se piensa siquiera en la eternidad. Ni que ese papel vaya a transcender como podría hacerlo, en consecuencia, el nombre de quien lo firma. A esa persona que escribe ni se le pasa por la cabeza pasar a la historia, pues su máxima aspiración, en ese instante, es ser espectador de su vida, de su obra de arte. Tomar distancia y desligarse. Desdoblarse por medio de la caligrafía manchada de tinta. Salirse de sí para contemplarse y entenderse. Para poder mirarse, sin juicios, sin reproches, y comprenderse descubriendo y desnudando el ‘yo’. “No se trata de encontrar un lector”, afirma Carson, “se trata de contar” y de contarse, añadiría.

"Quería irse, no molestar, pero también quedarse y seguir mirando. Sentarse, esconder su rostro y tocar una pieza sólo para nosotros. Este compañero de piso, era el pianista que sin piano tocaba"

¿Y no sucede que a veces nos gusta más ser espectador que protagonista? Gustaba a García Márquez recordar la anécdota del bar de Zúrich en el que se refugió del temporal de nieve que asolaba la cuidad a la espera del próximo tren que tenía que coger. Según Gabo, la penumbra reinaba en el local, un hombre tocaba el piano protegido más por la sombra que por la luz y a pocos metros de él, bailaban los clientes, parejas de enamorados, al son de lo que el pianista interpretaba. Viéndole, Gabo supo que de no haber sido escritor, le habría gustado ser ese pianista que escondía su rostro y sólo tocaba para que los enamorados se amaran más. El que años más tarde sería galardonado con el Nobel de Literatura, a quien casi todo el mundo podía conocer y reconocer, pasó desapercibido en ese bar donde los únicos protagonistas eran los amantes y el pianista sin rostro ni nombre, y él, un mero espectador. Un desconocido más.

Les contaré otra anécdota. Hace tiempo fui al piso de un amigo al que hacía tiempo que no veía. Bebimos, reímos, nos contamos lo que no queríamos decir, callamos lo que sí, y sobre las dos, tres de la mañana, noche cerrada, nos sentamos en el alféizar de su ventana. A partir de ese momento, no hicieron falta las palabras. El vinilo había dejado de sonar. La botellas vacías estaban esparcidas por el suelo, y el cenicero, atiborrado de colillas. No hacía frío, pero tampoco calor. Afuera, sólo veía un desierto pavimentado con coches aparcados. Nadie subía, nadie bajaba. Y en los pisos de enfrente, detrás de las ventanas encendidas pensaba que podía haber otras parejas, jóvenes, adultas, ancianas; otros amigos, otras familias. Todo lo que me rodeaba era lejano, distante, frío, incluso el cielo estrellado. Todo, salvo él. A quien tenía cerca y podía sentir a pocos centímetros de mí. Nos miramos y sonreímos. “Estáis de foto”, dijo una voz que provenía del compañero de piso que acababa de entrar y al que ni siquiera habíamos oído llegar. Se quedó un rato ahí plantado, observándonos en la penumbra. Estudiándonos. Queriendo pasar desapercibido y, al mismo tiempo, seducido por lo que estaba viendo. Quería irse, no molestar, pero también quedarse y seguir mirando. Sentarse, esconder su rostro y tocar una pieza sólo para nosotros. Este compañero de piso, era el pianista que sin piano tocaba. Y nosotros, los amantes que sin bailar, bailaban, que sin tocarse se rozaban y sin querer se querían. Esa noche, supe que de no haber sido protagonista, hubiera querido ser la espectadora de la escena que representaba. Imagen de una fotografía jamás sacada.

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