La editorial Espasa acaba de recuperar la novela que catapultó a Carmen Posadas a la fama. Es la historia de un dandi que, ya desencantado de la vida, decide ir a suicidarse a un un lugar de reposo de Marruecos. Pero lo que descubrirá allí cambiará sus planes.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Cinco moscas azules (Espasa), de Carmen Posadas.
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PARTE I
LONDRES
UN ALMUERZO EN DRONES
Le habían dado una mesa arrinconada junto a la escalera, entre una profusión de plantas. Una rama de kentia le acariciaba el cogote si se inclinaba hacia la izquierda y por el hueco de la escalera de caracol ascendían entreverados aromas de chile con carne, ñoquis a los cuatro quesos y soufflé de mandarina, pero por lo menos no lo habían condenado a las regiones árticas, al comedor de abajo o, en otras palabras, a las tinieblas donde los maîtres suelen acomodar a los parias.
Ahora era distinto, estaba solo y decidió echar un vis tazo a las fotos que tenía más próximas. Pasó rápida mente la vista por las más modernas sin detenerse: le interesaban las antiguas en blanco y negro. ¿De quién serían? No resultaba fácil identificar ninguna, hasta que por fin creyó distinguir… ¿a Sofía Loren en traje de primera comunión? Sí, tal vez fuera ella, una niña feúcha cuyos bellos ojos no lograban desviar la atención de una boca desmesurada. A los otros niños no llegó a reconocerlos, aunque, junto a su plato de pan, estaba la foto de un jovencito con un corte de pelo criminal que posible mente fuera Warren Beatty, no, no, con mayor seguridad se trataba de Alan Ladd antes de que Sidy Wollock le oxigenara el pelo.
«Siete años. Siete larguísimos años fuera de este mundo», pensó Molinet, y en seguida se dijo que había sido demasiado tiempo para estar alejado de todo. Aun así, resultaba un alivio comprobar que las cosas mundanas seguían más o menos iguales, pocos cambios en los placeres. Precisamente eso era lo que admiraba de Londres: siempre podía confiarse en una ciudad en la que cinco, diez, quince años más tarde continúa de moda el mismo restaurante; tan distinta de otras poblaciones trepidantes en las que, si uno desaparece una temporada, a la vuelta resulta imposible reconocer nada: donde antes había un local de moda ahora hay una peluquería de perros, cuan do no una hamburguesería, o un solar raso lleno de basura: tal es la tremolina de lo que es y un segundo después ya no es nada. Fue solo un momento de divagación. Molinet inmediatamente decidió descartar esa línea de pensamiento. Los últimos años de su vida habían sido un paréntesis, un agujero negro al que no pensaba dedicar ni cinco minutos de su almuerzo; estaba de vuelta en el mundo de los vivos, incluso había organizado un viajecito para celebrar el regreso y ahora solo deseaba que Fernanda no se retrasara demasiado: era la una y media en punto y empezaba a sentir hambre.
Entonces cayó en la cuenta de que debía de hacer al menos veinte años que no tenía noticias de su sobrina, por eso le había sorprendido tanto recibir su llamada. ¿Sería esta la primera vez que Fernanda viajaba a Londres en todo ese tiempo? Probablemente no; pero sí, quizá, la primera que lo hacía sin su marido y de ahí que hubiera recurrido a su viejo tío. «Es curioso ver cómo para ciertas mujeres viajar solas empieza con un repaso a la agenda», pensó, «un vuelo chárter…, un hotel barato… y un vistazo a las últimas páginas del dieta rio, que es donde suelen guardarse antiguas direcciones». Molinet conocía el sistema; allí, anotado para una eventualidad, suele pervivir un tesoro añejo: direcciones, números de teléfono de Florencia, París o de Londres — una amiga del colegio, un compañero de anti guas farras, también un viejo tío segundo al que hace un siglo que no se ve, coordenadas pretéritas, extintas en muchos casos pero que igualmente se copian año tras año, de agenda en agenda, por si alguna vez pueden ser útiles. Como en esta ocasión.
Molinet se dijo que lo más probable era que ni siquiera recordara la cara de su sobrina. Pertenecía a un pasa do difuso y geográficamente lejano al que él solía referirse como «mis parientes de Madrid». Una parentela a la que lo unía un afecto más romántico que real y que mientras vivió su madre se tradujo en algún christmas por Navidad y una correspondencia escasa, la indispensable para mantenerse al tanto de las defunciones, bodas y algún escándalo, siempre que fuera lo suficientemente cercano e imperdonable. «Mis parientes de Madrid» englobaban a una ahijada de su madre, Teresa Rojas (la madre de Fernanda), y su marido, ¿cómo se llamaba? José… Jaime, sí, posiblemente Jaime, seguido de una retahíla de apellidos tan ilustres como apolillados, mucho Sanz de Castellón por aquí, un poco de Suárez de Tejada por allá adosado a Espinosa o Giménez o algo así…; el tipo de nombre, en fin, que tal vez hubiera servido hace treinta años para reservar una buena mesa en el Club 31.
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Autor: Carmen Posadas. Título: Cinco moscas azules. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros


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