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‘El Club de los Poetas Muertos’: El carpe diem y el rosa rosae

‘El Club de los Poetas Muertos’: El carpe diem y el rosa rosae

La relación entre literatura y cine no se limita solo a las adaptaciones de libros a la pantalla. También hay películas tan impregnadas de literatura que la lectura se convierte casi en un personaje más de las historias que cuentan. Y una de ellas es esta Dead Poets Society. En Welton, un estricto colegio interno masculino en la costa este de Estados Unidos, comienza el curso 1958-59. Un grupo de jovencitos de uniforme y espinillas están a punto de aprender de la mano del nuevo profesor de literatura «a sacarle el tuétano a la vida». Robin Williams deja a un lado al cómico con la lengua más rápida al norte del Río Grande y consigue llevar de la mano a un grupo de chavales en un curso que nunca olvidarán, por diversas razones.

Oscar al Mejor Guión Original (Tom Schulman). Tres nominaciones más: Película (Steven Haft, Paul Junger Witt y Tony Thomas), Director (Peter Weir) y Actor (Robin Williams).

[Aviso de destripes en todo el texto]

En un episodio de la telecomedia Friends se puede oír el siguiente diálogo:

—Yo solía ser como tú. Y entonces un día vi una película que cambió mi vida: El Club de los Poetas Muertos. Creo que es una peli tan increíblemente… (pausa para efecto) …aburrida (risas enlatadas y mirada horrorizada de Monica). O sea, ¿la cosa esa del final, donde el chaval ese se suicida porque no le dejan actuar en la obra? ¿De qué va eso? ¡Tío, o sea, espera un año, vete de casa, haz teatro como voluntario, o algo! Cuando salí de allí, pensé: «Esto son dos horas de mi vida que ya no volveré a recuperar nunca». Y eso me asustó más que todo lo que me daba miedo hacer.
—Vaya, pues entonces nunca veas Señora Doubtfire.

Obviamente, Friends era una comedia, así que todo esto, en principio, no es más que un buen chiste para echarse unas risas: El Club de los Poetas Muertos, citada a menudo entre las películas más inspiradoras del cine, ha logrado inspirar a otra espectadora más con su mensaje de «aprovecha el día», pero en este caso no por lo mucho que le ha gustado, sino por lo mala que le ha parecido. Además, esta escena lleva ahí escondida una de las principales críticas que se le han hecho a esta película: que a ojos de algunos tira a lo sensiblero, en especial con la parte del suicidio de Neil Perry (Robert Sean Leonard), decepcionado porque su padre no le deja ser actor. Que intenta demasiado ganarse a la audiencia adolescente con salidas facilonas como que todo es culpa de los mayores. Que incluso cuando dichos adolescentes muestran creatividad y ganas de hacer algo, el mundo adulto los oprime. Es más, podría decirse incluso que especialmente cuando muestran esa creatividad es cuando más se los machaca, como demuestra el que no se castiga que salgan del colegio por la noche, o que fumen, sino que saquen provecho de las clases de literatura, que se enamoren, que crezcan como personas de decisiones independientes, o que encuentren una vocación en la vida diferente de un empleo de chupatintas.

Bueno, pues a todo esto hay que decir que hay una escena muy importante que tanto el director, Peter Weir, como el guionista, Tom Schulman, han comentado públicamente, y es cuando Neil llega a casa con su padre (Kurtwood Smith) tras la obra de teatro en la que el chaval había participado sin permiso, y en medio de la bronca de «te vamos a sacar del colegio y a mandar a una academia militar», Neil salta: «¡Tengo que explicarte lo que siento!». Y el padre, aunque incrédulo, gritando, y posiblemente con la decisión ya definitivamente tomada, ofrece a su hijo una ventana para convencerlo. Le deja hablar. Y además, está la madre presente, que por lo poco que se la ve, podría ponerse de parte del chico, para evitarle sufrimientos. «¿Qué tienes que decirme, a ver, venga, explícamelo?» ¿Y qué hace Neil ante esa oportunidad? Nada. Se calla. Pero no con airada frustración, como si considerara inútil hablar con un padre tan cerrado. Se calla… porque es débil. Porque en el fondo no quiere confrontación con su padre. Porque tiene estrellitas en los ojos pero no los pies sobre el suelo. Recordemos que Neil ya había mentido al asegurar al profesor Keating (Robin Williams) que estaba hablando el tema de ser actor con su padre, y que iba por buen camino para convencerlo. Keating, aliviado, se aparta del asunto y deja que Neil se concentre en la obra, así que con esa mentira, Neil solo consigue el perder la posible ayuda y mediación de su mentor ante su familia.

Hasta ahora Neil, delante de los otros chicos, había parecido la llama que los guiaba. Él fue quien había buscado el anuario viejo donde todos supieron del Club de los Poetas Muertos, y quien había animado a los demás a resucitarlo. Fue a él a quien Keating había dejado su libro de Cinco siglos de poesía, y fue él quien primero se había movido para llevar su nueva pasión literaria a algo más, al mundo de la actuación. Él parece el ejemplo a seguir por todos, un joven con valor e iniciativa. Y sin embargo, en el momento decisivo, falto de público que lo aplauda, cuando las decisiones se toman a solas, le fallan la voz y la actitud. Con la paradoja añadida de que precisamente en un momento de su vida en que ha quedado cautivado por la magia del lenguaje, no sepa encontrar las palabras necesarias para cambiar su vida. Ese es su primer defecto: no enfrentarse a las dificultades. Y el segundo, nacido de este, es el esquivarlas de forma tan dañina e irreversible (algunos dirían que hasta cobarde) con su suicidio. Nada de hablarlo ni de comentarlo ni de contar hasta diez. Además, se mete en el despacho de su padre muy teatralmente, con el torso desnudo a pesar del frío y su corona de ramas (vamos a dejar a un lado las comparaciones con Cristo), totalmente metido en un papel que solo existe en su cabeza, y eso, por muchas circunstancias que haya a su alrededor, es culpa suya únicamente.

No sé si habrá alguien que critique el hecho de que Neil se suicide. Si acaso, lo que se critica es ese tipo de decisión, como se puede ver en la citada escena de Friends, pero es innegable que es absolutamente plausible que un adolescente llegue a cometer un acto así por este tipo de cosas. De hecho, ocurre todo el tiempo, y hoy existe una mayor sensibilidad a la hora de tratar estos temas. Para cierta mente adolescente, el mañana no existe, y lo de esperar años, meses o simples semanas por algo que se desea se hace insoportable. En medio de la irreflexión y el capricho, se da este tipo de paso. El propio Schulman cuenta cómo él mismo se pasó varias semanas de su último año de colegio en cama con una pierna rota, y dice haberse desesperado. Ese tipo de urgencia adolescente existe, y a esperar solo se aprende con la edad. Recordemos, además, que otro de los chicos, Knox Overstreet (Josh Charles), el que se enamora, interrumpe una de las reuniones del club diciendo que si no consigue a la chica de la que se ha encaprichado se matará. Al final sí que la consigue, pero ¿qué hubiera pasado si no?

Así, pues, es esencial para la interpretación de la película el darse cuenta de este detalle: sí, Neil tiene un padre estricto, pero en el momento decisivo la culpa es de él mismo, por renunciar a convencerlo y tomar el camino más fácil, aunque también más dramático. Además, también está hecho a propósito que lo estricto que es el padre tenga sus límites. El padre no es ningún monstruo irracional. Nunca golpea a Neil, le da una razón válida para negarse (que ve mejor carrera para él ser doctor), y le apunta que la familia hizo sacrificios en el pasado para llegar a donde están ahora. ¿Cuántas veces se ha repetido este tipo de situación (hijos y padres en desacuerdo sobre la carrera futura del retoño) en muchas otras familias? Cuando al principio del curso el padre se opone a que Neil sea subeditor de la revista del colegio, por considerar que tiene demasiadas actividades extraescolares, no le humilla prohibiéndoselo enfrente de sus compañeros, sino que lo saca al pasillo para hablar de hombre a hombre. Ciertamente, utiliza el viejo truco de «no le des este disgusto a tu madre», pero al menos no deja de ser una razón válida, no un «porque lo digo yo y se acabó». Y en una época, los 50, en que el ser actor aún era una profesión repudiada y digna de desconfianza a ojos de muchos, el padre nunca degrada a los actores como maricas, comunistas, disolutos u otras lindezas que otros sí dirían. Él es de otra época, claramente chapado a la antigua, pero se contiene hasta cierto punto. De hecho, Schulman dice que la primera idea era que el padre, en vez de quedarse a esperar el final de la obra, se metiera entre bastidores y se llevara al crío a rastras en medio de la función, gritando «que la acabe otro». Es un acierto no haberlo hecho así, porque si no, el padre habría quedado como un villano con muy poco perdón. Si es verdad que es un hombre que busca valores decentes para su familia, eso habría sido pasarse, pero meterse tras el telón, cuando ya todo ha acabado tras la mentira de su hijo queda mucho más sensato y menos exagerado.

Además, el suicidio inyecta una seriedad impresionante y repentina a la historia que habíamos visto hasta ahora. Hasta entonces, todo ha sido un juego si no de niños al menos de púberes. De no ocurrir la muerte de Neil, ¿cómo hubiera acabado todo? Charlie expulsado, Neil enviado a la academia militar, Todd lloroso y resignado, y puede que Knox ni siquiera hubiera conseguido a la chica. Se hubiera quedado todo en una historieta de frustraciones adolescentes que olvidar a los pocos meses. La muerte de Neil garantiza que nadie olvidará este año, y que el espectador tampoco olvidará la película.

Todo esto invalida la teoría de que es un film para reconfortar a adolescentes, ya que toca temas bastante serios y con bastantes matices. Knox consigue a la chica, sí, pero tras jugársela, atreverse, caminar sobre el alambre y llevarse unos cuantos golpes. Por su parte, Charlie Dalton (Gale Hansen), el que lleva pósters de la revista Playboy a las reuniones, y toca el saxo, y trae chicas, y se pinta la cara, y quiere que lo llamen Nuwanda, es otro que se busca que le pase algo gordo. Es el primero que agradece los métodos de Keating, y el que más responde a ellos y participa en las clases, pero demuestra rápidamente que lo hace porque eso le da la oportunidad de hacerse el protagonista delante de los demás, y que en realidad no ha entendido nada, o lo ha entendido mal. Cuando hace la bromita de la llamada de teléfono de Dios en medio de la asamblea escolar y como resultado lo azotan, Charlie se lleva una sorpresa mayúscula al ver que Keating le echa la bronca por el incidente: «Creí que le gustaría». Charlie lo que busca no es aprender o realizarse, sino dar la nota. Todos hemos conocido a alguien así en la escuela, el trabajo, la familia o las amistades. Y ni siquiera se da cuenta de que buscando que lo expulsen no va a dejar un recuerdo de rebelde legendario, sino que, como le dice Keating, «para empezar, no podrá tener la oportunidad de seguir asistiendo a mis clases». Aquí Keating da otra lección tan valiosa, o más, como las demás que se le ve dar, y es que todo lo del madurar y el rebelarse y el evitar el conformismo y el buscar la propia senda está muy bien, pero que hay que saber elegir las batallas. Resulta además extremadamente curioso que sea un actor muy relacionado con los excesos interpretativos, como Robin Williams, quien sermonee a un joven pupilo sobre cómo no pasarse de la raya. Aparte de varias de sus interpretaciones más características, como el genio de Aladdin o el locutor de Good Morning, Vietnam, este será uno de los papeles por los que se recuerde a Williams, y será debido a su contención. Le hubiera sido facilísimo hacer de él un chalado delirante que se ganara a los críos a base de hacerlos partirse el eje de risa, y eso de hecho puede verse en varias de sus clases, pero su tono es perfecto en esta interpretación. Y también deliberado. Al principio el plan era que la primera clase suya iba a ser con él subiéndose a la mesa y empezando a largar uno de sus monólogos, pero en vez de eso tenemos ese pausado entrar y salir de clase silbando tranquilamente y ese «well, come on» para invitar a sus extrañados alumnos a ver aquella vitrina con fotos de gente muerta ante la que aprender lo del «carpe diem».

Una crítica que se ha hecho al personaje de Keating es que no enseña poesía en realidad, sino que simplemente entresaca de ella una serie de aforismos, lemas y frases biensonantes (cosas como la de «que tú puedes contribuir tu propio verso» y tal). Hay quien incluso ha notado que los versos de Thoreau con que se inician las reuniones del club no son versos de verdad, sino frases del mismo autor recortadas y pegadas para que suenen mejor. Es decir, que Keating sería el tipo de profesor que te encantaría él, no necesariamente la asignatura que da. Podrían ser matemáticas o gimnasia. De hecho, me apuesto que la gente recuerda pocos versos, o casi ninguno, de la película, pero recuerda todas las ideas de sus clases. La de la vitrina. La de subirse a la mesa y luego saltar desde ella para cambiar de perspectiva. La de decir un verso leído en un papel antes de dar una patada a un balón. La de imitar a Marlon Brando como Don Corleone haciendo Shakespeare (que por cierto es un anacronismo: estamos en 1959 y El Padrino no se rodó hasta 1972). La de caminar por el patio de columnas, cada uno a su ritmo. La de leer la introducción del profesor J Evans Pritchard sobre cómo medir la poesía y arrancarla del libro por ser «un excremento». Pues me parece una crítica muy juiciosa, pero de nuevo, como lo de Neil, es una crítica al personaje, a su modo de comportarse, no algo que deba aplicarse a la película entera. Parece que si un personaje tiene un defecto, la película entera tiene un defecto, que cómo se atreven a sacar eso en pantalla. Pues porque una película no es un código de vida, no te dice cómo actuar, y quien vea esta en particular como una serie de reglas de comportamiento se equivoca tanto como Charlie Dalton. Por supuesto que los métodos de Keating pueden (y deben) ser criticados, pero eso le pasa a cualquier profesor, sea imaginativo o no. Y el guion, que vuelvo a remarcar que es muy matizado, no lo deja de reflejar así: cuando Keating es expulsado y la clase comienza con otro profesor, nos enteramos de que «hemos saltado de acá para allá, hemos visto los románticos y la posguerra, pero no hemos tocado los realistas».

Y llegamos a quien es el alma oculta del grupo. Ni su líder, ni su voz cantante, ni el más quejica, ni el más gracioso, pero sí el que más madura, el que se encuentra a sí mismo y el que de verdad recibe una educación para siempre. Se suelen recordar muchas otras escenas como icónicas de esta película, pero una de las más valiosas es en la que, frente a una foto de Walt Whitman, Keating consigue que el tímido Todd (Ethan Hawke) pierda el miedo a expresarse y suelte un poco de la creatividad que lleva dentro con aquella matáfora de los «dientes sudorosos». A partir de ahí, superada su timidez de ratoncito, no habrá quien lo pare, y será él quien al final provoque el punto culminante, ese «oh capitán, mi capitán» subiéndose al pupitre. Él es quien lo ha entendido todo. Y es ciertamente curioso que en la vida real haya sido Hawke el único de todos los actores jóvenes de esta película en llegar al estrellato, como si este film hubiera sido una premonición de quién iba a madurar en el futuro. Porque de los demás poca cosa se sabe. Robert Sean Leonard, la verdad, se ha quedado por el camino, y para coronar la paradoja, sólo ha brillado haciendo de lo que quería su «padre» en esta película: de doctor, en la teleserie House. Bondad graciosa. Josh Charles encontró un sitio años después en The good wife, pero poco más.

Un par de escenas que comentar para terminar, referentes a los otros chicos. Una que me encanta es cómo Neil convence a los demás para resucitar el club. La respuesta que da cada chico define a cada uno en ese momento de su vida. Charlie acepta por lo que había dicho Keating de que con poesía se conquista a las mujeres. Lo suyo, sin duda, es más lujuria de proto-dandy que otra cosa (recordemos el póster, la boina francesa, el saxo, y las chicas —dos— que trae un día al club). Knox entra también por ese motivo, aunque lo suyo es debido a su amor a primera vista. Richard Cameron (Dylan Kussman), el fututo chivato, se mete por no quedarse fuera de la pandi de los guays, o sea, por presión de grupo. Steven Meeks (Allelon Ruggiero), el pelirrojo de las gafas, entra porque dice que «todo lo pruebo una vez». Me alegro de que por fin aparezca un empollón enrollado en una película, porque es una figura muy frecuente en la vida real, pero que se explota poco en el cine. Se puede saber latín, llevar gafas, sacar buenas notas y molar a la vez. Gerard Pitts (James Waterston), el alto del pelo a cepillo, entra con ganas pero con miedo a los suspensos. Es el que más necesita el grupo de estudio, por ser quizá el menos dotado intelectualmente, pero también es quien al final consigue hacer funcionar una radio en el tejado. Este va para FP seguro, aunque tiene el buen sentido de no considerar lo de la cueva y la poesía una mariconada. Y por último, el que necesita que lo convenzan es Todd, y esto solo a base de decirle que si quiere puede ir simplemente de oyente, a sentarse y no decir nada. Cuando salga de su caparazón, resultará ser el mejor poeta de todos. ¿Pero quién se encarga de convencerlo? Neil, que necesita público y sentirse como líder desde el principio, y Todd es su compañero de habitación, así que es la primera víctima propiciatoria. Es una pequeña y rápida escena, pero perfectamente formada.

Y la otra observación es sobre otro de los alumnos, que no es ya personaje secundario, sino terciario. Es el que boicotea las clases. Uno con cara de mula parda que cuando Keating manda componer un poema, suelta en plan graciosillo: «El gato / esperó un rato» (en versión original: «The cat / sat / on the mat», con tres versos y todo), y que cuando se manda leer un verso y dar una patada a un balón, lo hace sin ganas, arruinando el efecto. Todos también conocemos a alguien así. No sé si es fácil de recordar a este personaje. Bueno, pues al final, en la escena de subirse a los pupitres, él es uno de los que se sube (que no todos lo hacen, entre ellos Cameron). Curiosamente, me vende él más el valor de la escena que los demás. De los demás se espera que lo hagan, e incluso les pongo la pega de que tardan demasiado en imitar a su colega Todd (aunque al menos así da más tiempo a oír la épica música de Maurice Jarre). Pero que el mula parda este, aunque sea a regañadientes, se dé cuenta de lo que ha perdido y de lo que le va a venir a cambio tras tanto poner cara de asco, la verdad es que me parece un bonito momento. Y qué demonios, una película que sea capaz de acabar con la escena de los pupitres y que suene a auténtica, por parodiable que quede, es un verdadero logro. Que parodien cuanto quieran mientras aprendan quién era Walt Whitman.

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