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Conversación sobre la edad en la cocina

Ilustración: Juan Carlos Viéitez.

El día que nos ofrecen dos entradas para el parque de atracciones, nos reímos. Aunque notamos la incomodidad del otro ante la propuesta, tardamos un rato en rechazarla. Por la noche, mientras cortas las patatas para hacer una tortilla —siempre dices que esa ha sido tu especialidad de este año—, te pregunto por qué nos genera tanto rechazo la idea de ir al parque de atracciones. A una parte de mí le decepciona no ser capaz de disfrutar con la idea, y aunque no espero que me convenzas, al menos quiero asegurarme de que tenemos una buena razón. Con una naturalidad que me asombra, me contestas que las atracciones dan miedo porque, al subirte, no haces ningún esfuerzo para no morir.

***

Recuerdo que durante mi infancia no tenía miedo de las atracciones. Aprovechaba que tenía la altura necesaria para subirme a casi todas, mientras gritaba improperios agarrada de la mano de adultos que, casi siempre, sentían más angustia que yo. Ahora, sin embargo, rechazo las entradas que me ofrecen para el parque y prefiero conversar mientras cocinas. Quizás la madurez sea precisamente ese miedo a la muerte incierta, a esa incapacidad de hacer nada para no morir.

En Mandíbula asistimos al cruel crecimiento de Fernanda como quien presencia un horror ya conocido, sufrido y pocas veces narrado. El desarrollo de la muchacha es salvaje y terrorífico porque se fundamenta en un miedo nuevo: el miedo a la muerte. Puede que sea la conciencia de ésta lo que distingue la adolescencia de la adultez, y si es así —te lo digo riendo— nosotros ya somos adultos. Fernanda se siente cercana a la muerte y solo en ese momento —y no tras los ejercicios funambulistas, y no después de horas aguantando la suciedad del cuerpo, y no al morder la carne hermanada, y no antes, nunca antes— siente miedo. Una emoción futurista del cuerpo. Nosotros, como recién iniciados en la etapa de la razón ciega, solo deseamos absorber un poco más de su adolescencia.

***

Me pregunto cuándo tuvo lugar nuestro rito de iniciación al miedo. El paisaje que lo acoge en la novela, deslumbrante en su blancura, difiere de la oscuridad que hemos vivido aquí durante los últimos meses. En nuestro hogar no ha habido precipicios ni colmillos afilados y, pese a ello, está claro que nos hemos acomodado en ese lugar precavido frente a la incertidumbre. Miro el reloj, son las diez. Sigo observando tus gestos simples, tu manera cuidadosa de volcar los ingredientes en la sartén para que no salte el aceite. Hace unos años me habría perdido este proceso que, sin proponérmelo, ahora convierto en mito. La urgencia por avanzar me lo habría impedido. Sin embargo, el presente está más quieto y silencioso que nunca y yo sigo buscando una justificación para este vértigo que compartimos.

La edad se ha convertido en una conversación recurrente desde que los días se parecen tanto y la precariedad de la juventud se ha instalado en nuestros discursos. Hablamos de la fragilidad de las cosas en cualquier momento porque todo lo que nos rodea parece susceptible al cambio. Nuestra cotidianidad, aunque hermosa en ocasiones, nos inspira ese temor hacia lo que vendrá. Apenas recordamos que hubo un momento en el que los próximos veranos se veían como una prolongación organizada de nuestras vidas falsamente independientes. Ahora, el futuro está plagado de veremos no ya originados por la situación de los últimos meses sino por el miedo a no poder hacer nada. Hay que caminar pese a ello —los más iniciados nos insisten, pues conocen la sensación paralizadora que el cuerpo experimenta tras el rito— mostrando, con más o menos orgullo, las cicatrices aún inmaduras de la mordedura.

***

En el fondo se trata de entrar en el miedo, no de vencerlo. […] No llores con la boca abierta que da asco. Sí, te va a doler. Sí, vas a sentirte asustada. Ya lo estás. ¿A que ahorca? ¿A que hiede? ¿A que congela?

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Mientras suceden estos cambios, conversamos. Nos gusta recordar otros años más bulliciosos y asombrarnos por el paso de los días que, de tan distintos, ya no parecen ayer. A pesar del miedo, empezamos a atrevernos a nombrar la diferencia, creando un espacio más abierto al futuro de lo que en soledad somos capaces de afrontar. Proyectamos los deseos de una edad blanca dejada atrás y abandonada a las anécdotas que en tiempos de silencio nos recuerdan nuestro vínculo original: aquellos primeros momentos de mordida y dejarse morder, momentos de amor. Juntos imaginamos los espacios individuales y comunitarios, los jardines y la distancia con ilusión de novicios; aplacamos la zozobra recurriendo al humor. Y nos consuela concluir, mientras terminamos de cenar en la cocina, que en todos los lugares crearemos un espacio común donde compartir este miedo.

Quizás el rito de iniciación nos haya arrebatado la oportunidad de no hacer esfuerzos para no morir, de morir bien. La adultez puede, repito, ser ese horror ya conocido y sufrido, pero nunca más dejado de narrar mientras conservemos el espacio de cariño y amistad que construimos mucho antes de esos días que fueron ayer.

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Nuria
Nuria
2 años hace

Me devuelve la esperanza en la generación de la autora.
No es muy común esa madurez, pensamiento y redacción .
Enhorabuena