David Trueba se considera un hombre sincero, y una cita con él en el centro de ese Madrid soñado de la comedia madrileña que tanto ha cultivado no hace más que certificarlo. Hay melancolía (y llueve durante la entrevista) y hasta cierta timidez, sí, pero también una rapidez y un humor ácido que acicala toda la conversación, y que por cierto, son mucho como el que exhibe el incómodo protagonista de Siempre es invierno. En la película, adaptada de su propia novela Blitz (Anagrama, 2014), el arquitecto interpretado por David Verdaguer inicia una inesperada relación con una mujer mucho mayor durante una visita a Bélgica. Trueba relata los peligros de adaptarse a uno mismo, de la arquitectura de Madrid y de una película.
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—Has hecho una película romántica no de poetas o pintores, sino de arquitectos, algo más técnico.
—Los arquitectos tienen siempre una mirada como muy estructurada, pero también un poco trata de eso, ¿no? De los paisajes en los que nos movemos, donde vivimos, desde los jardines, los bancos públicos hasta los restaurantes cutres en los que a veces estamos y las cosas que suceden ahí, qué significación tienen. Un arquitecto paisajista es perfecto para introducirle en esas situaciones y que le diera una lectura emocional a cada cosa.
—De hecho, creo que es el mismo personaje de David Verdaguer quien dice que es imposible desarrollar una carrera en las artes en España. ¿Estás de acuerdo?
—No es imposible, porque creo que algunos lo hemos logrado, pero es importante que los que lo hemos logrado no pensemos que somos otra cosa que privilegiados y afortunados, porque hay muchísima gente, especialmente quizá en el cine, que sabe perfectamente que esas profesiones son difíciles. Yo tuve un hermano escultor y me di cuenta de que cualquier dificultad que tuvieras en el cine se multiplicaba por veinte mil si eras escultor y querías vivir de eso. De hecho, mi hermano vivía gracias a dar clases en un instituto. He tenido amigas bailarinas que se han tenido que ir de España para poder hacer su profesión, porque aquí es rarísimo que en las comunidades autónomas haya teatros, compañías estables, que sería lo normal en Francia, en Italia, en Alemania. Sí, es un país especialmente difícil y que siempre ve el arte y los artistas como gente que vive del cuento.
—Hay una especie de contraste entre lo que sucede y los lugares donde sucede. La bailarina rompe con el arquitecto en un kebab muy mundano.
—Sí, el personaje protagonista tiene una mirada muy interesante sobre eso, porque él se da cuenta de que al final los espacios tienen un significado en función de lo que le sucede a las personas en ellos. Esto nosotros lo podemos observar, por ejemplo, en el cariño que a veces cogemos a lugares feos de nuestra ciudad, porque acabamos por acostumbrarnos a ellos, porque nos han pasado cosas allí. Y de pronto hay lugares que sí son preciosos, muy bien diseñados, muy bien hechos, pero que no te dicen nada porque no te ha ocurrido nada allí. El arquitecto se da cuenta de que al final la emoción de las personas es más importante que sus cálculos.
—Hablas en la película de un Madrid recordado, y aunque hay un episodio que se desarrolla en ella, casi siempre están fuera.
—Lo están. Sí, claro, Madrid es una ciudad como todas, muy interesante, y aparte es una ciudad que tiene una población muy viva, lo que hace que sea una ciudad muy cambiante, que constantemente se transforma. Eso es bonito. Y luego Madrid también tiene verdaderos engendros, o se derriban edificios antológicos. Yo vivo en un barrio donde se han tirado muchísimas casas de los 50 que no han estado protegidas lo suficiente y a cambio se ponen unas viviendas muy funcionales pero muy feas, edificios muy inhumanos.
—El brutalismo, que dice el personaje protagonista.
—Sí, pero no el brutalismo clásico, es un brutalismo de bruto, de que no han pensado mucho en que un edificio también se ve desde fuera.
—Y hablando de transformar y adaptar, te has tenido que adaptar a ti mismo. ¿Has tenido que asesinar Blitz, tu novela, para convertirla en una película?
—Más que asesinarla, despiezarla para volverla a componer como en un puzle. Es un proceso difícil, también cuando adaptas la novela de otro, porque obviamente quieres ser fiel a la esencia, al espíritu, y para eso a veces tienes que sacrificar elementos. La mayoría de las veces, los máximos errores que se cometen en las adaptaciones de las novelas suelen ser creer que las virtudes literarias van a ser traspasadas a virtudes cinematográficas sin ningún esfuerzo. Entonces dices: “No puede ser así”. Tiene que haber una mente creadora para transformar lo literario en cinematográfico. Y si no, por mucho respeto que le tengas a la obra que adaptas, el resultado es que algo no vuela. Yo creo que lo importante de una película adaptada a partir de una novela es que la película sea autónoma, que puedas verla tanto si conoces la novela como si no, y que la película sea en sí misma una película.
—Y al contrario: tú, como director de cine que ya eras cuando escribiste el libro, ¿pensabas en cómo se vería si hicieras la película?
—En Blitz sí, aunque en las demás novelas no, porque tenía algunos elementos muy gráficos, muy visuales, que me llevaron a dudar si no era mejor hacer una película que una novela. Finalmente preferí hacer una novela en ese momento por mis circunstancias familiares, personales, y de no meterme en estos embolados del cine que a veces suponen un desgaste. Pero luego, muy rápido, nada más publicarlo, me di cuenta de que sí, que tenía ganas de hacerla, y ha sido largo el proceso, pero lo hemos conseguido.
—Hablas de paisaje y tecnología como un contraste en términos arquitectónicos, y lo llevas al terreno del amor. Es una metáfora difícil de trasladar.
—Claro, es una película que en este sentido ha sido muy interesante. Espero que lo sea también para el espectador, en el sentido de que tienes que encontrar propuestas muy sutiles y que la gente trabaje un poco mentalmente. Es una película en la que hay impresiones, y esas impresiones tienen que dejar una huella, y tienen un sentido, desde una urna de cristal que se quiebra cuando el personaje está metido dentro de una urna de cristal hasta la metáfora de cómo el frío se apodera de los sentimientos de una persona después de un shock.
—Compartes con Jonás Trueba al actor Vito Sanz, que últimamente le veo en todas las películas españolas.
—Ya quisiera a él en todas (Ríe).
—Hay una especie de universo común entre los dos.
—Estaría bien. Tiembla, Marvel (Ríe). Jonás y yo siempre hemos sido muy cercanos, hemos hablado mucho, hemos compartido muchísimos libros, películas, mucha conversación. Obviamente con Fernando también, pero nos llevamos menos años Jonás y yo que Fernando y yo. Estéticamente tenemos una cierta sincronía, aunque él seguramente es más radical en la apuesta estética y yo soy más narrativo. A él siempre le gusta a veces sostener las películas en un hilo más invisible, y yo siempre he sentido que la narrativa es el gran hallazgo para contar cosas que interesan a la gente. Siempre le digo que si gente tan talentosa como Shakespeare o Tolstoi se rebajaron a crear una trama para contar lo que querían contar, no vamos a ser nosotros mejores que ellos. Encontrar la trama, los personajes y la narrativa es la labor fundamental de un contador de historias.
—Pero el vehículo aquí es David Verdaguer, que está genial y un punto impertinente. ¿En eso has tomado algo de ti mismo?
—Algo sí, porque yo a veces también soy una persona particular, pero el personaje es más miserable en algunos momentos. Me encanta que su comportamiento no sea defendible en todos los momentos, sino que como espectador también tengas que sufrirle y decir: “¿Pero este tío qué hace?”. David decía que unas veces le querías adoptar y otras le querrías matar, pero creo que las personas somos un poco así, y me gusta presentar versiones no idealizadas del ser humano. Creo que que el ser humano tiene que aprender a tolerarse, a tolerarse con sus faltas y sus carencias, y para eso tiene que aprender también a encontrar las suyas.
—Y llegamos al final, y realmente no sabemos si se sigue mintiendo a sí mismo.
—Dejamos abierto a dónde va, cuál es el futuro de él, pero creo que es una persona que se ha dado cuenta de que aquello que creía que estaba bien, en realidad no estaba bien; que aquello que le sostenía no era sólido. A veces una relación estable, ya sea laboral o sentimental, te produce una sensación de conformidad que no tiene que ver con la verdad, que en muchas ocasiones tiene un elemento de mentirse a uno mismo porque las cosas están bien. El ser humano, especialmente el hombre, es muy acomodaticio. Siempre he sido una persona que ha sido muy sincera en mis emociones, en lo que busco, y eso a veces te conlleva un territorio de crisis permanente para ponerte en cuestión todo el rato también a nivel profesional. He asumido riesgos, cambios, procesos de decir “ahora me dedico a eso y lo produzco en cadena”, porque he tenido éxito en una cosa y voy a hacer la misma novela o película todo el rato. Cada página en blanco es un reto, porque si no me sentiría deshonesto conmigo mismo.
—Siempre es invierno va de un hombre más joven que se lía con una mujer mucho más mayor. ¿Hay connotaciones diferentes si sucede lo contrario?
—En el imaginario colectivo sí. La primera es la normalidad: es decir, pasa. Y en cambio, cuando la mujer es más mayor hay una mirada de buscar el gato encerrado. La mujer mayor siempre tiene la imagen de manipuladora, de persona que está por algún interés en eso, y en el hombre es simplemente que se ha enamorado. Es casi instintivo, y yo creo que el mundo es cruel con las mujeres mayores, con las mujeres a partir de cierta edad, porque las escruta físicamente en búsqueda de un imposible, es decir, que mantengan el esplendor de la juventud. Somos muy críticos con ellas, pero también creo que en la mera actitud cualquier mujer que quiere vivir, que quiere estar viva, es muy criticada, y en cambio al hombre se le permiten estas aventuras un poco de “bueno, es que quiere seguir vivo, es un hombre que quiere estar en su plenitud, tiene 80 años pero tiene derecho a enamorarse de nuevo”, y entonces dices: “Claro, pero es que no te das cuenta de que tiene derecho, por supuesto, pero que la mujer también tiene derecho, y en cambio, cuando eso ha sucedido ha sido hipercrítico, cruel, ha sido contra esa persona”.
—¿Cómo se dirige a un actor como David Verdaguer? Porque no tiene miedo a quedar en evidencia con su personaje.
—David tiene una cosa muy buena, y es una fisicidad cómica dentro de una presencia a veces un poco neurótica y melancólica. Es un personaje contradictorio en sí mismo, y muchas veces mi labor consiste más en concentrarle y saberle llevar, que no se pierda o se vaya hacia un exceso. Pero también es alguien que asume riesgos, y da gusto trabajar con él, porque es generoso con el que está en el plano y generoso también con el ambiente del rodaje. Le gusta que la gente esté contenta, que todo el mundo se sienta reconocido, ya sea el que le maquilla, el que le pone las gafas, el que le pone la ropa… Es alguien con el que da gusto trabajar.
—Dirigir actores es tu parte favorita, intuyo.
—Lo es, incluso a la hora de escribir. Si algo echo de menos en una novela son los actores, pero es verdad que en las novelas también intentas generar lo que ellos generan, la sensación de que ese personaje existe de verdad. Lo que más me gusta cuando trabajo con actores es que piensen que es así en la vida real, como tú has hecho el personaje, aunque a veces lo cambias para el mismo actor. Me produce un placer un placer total que crean que son así.






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