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De Ítaca a Nueva York

De Ítaca a Nueva York

Ulises abandonó su hogar, Ítaca, y durante largo tiempo estuvo recorriendo el mundo haciendo frente a múltiples peligros y tentaciones. De todas las peripecias que recorre el héroe griego, la que más me impresiona, junto al momento en que debe cruzar el acantilado rocoso donde habita Escila y la diosa remolino Caribdis, que es donde aprende que ha de tomar el camino medio entre la lógica y el misticismo, es la que tiene lugar en la isla de Calipso.

Se trata de un paraíso donde Ulises pasará siete años. Pero Ulises no sabe vivir en el paraíso. Como apunta Juan Arnau en Historia de la imaginación, “el placer sostenido finalmente nos aburre y hastía… No nos sentimos cómodos en un cuerpo que no envejece. El paraíso es una ficción y así debe continuar. Cualquier intento de implantarlo en la vida está destinado al fracaso”.

Esta es, quizá, la lección más importante aprendida por Ulises en su viaje iniciático. Renuncia a Calipso y decide conocer la vejez y la muerte. Reemprende entonces el camino a casa. La alegoría del viaje como representación de la vida tiene múltiples exponentes en todas las artes. La vida es un camino que andamos, como señala el poema de Antonio Machado, en el andar se hace camino, se hace vida y descubrimos quiénes somos.

"Los meses que pasé allí me enseñaron mucho sobre la vida. Me enseñaron, por ejemplo, a conformarme"

Muchos hay que emprenden un viaje para conocerse a sí mismos, el «nosce te ipsum» que predicaban los siete sabios griegos. Otros para encontrarle un sentido a un mundo que nos es ajeno y vil. También hay quienes echan a andar sin buscar nada, con el simple propósito de seguir adelante, de vivir, marcar una ruta o trascender.

El viaje tiene un halo terapéutico. Muchas veces implica dejar los problemas en casa y lanzarse a conocer, a aprender, a ganar sabiduría, amigos, experiencias y amores. Conste que hablo del viaje en sentido espiritual: la búsqueda de trabajo y alimento en otros países tiene que ver con la lucha por la supervivencia, y esa es otra historia.

Hoy en día, el viaje está al alcance de la mayoría, pero hay formas de viajar y de viajar. Hay quien viaja como un acto de consumo más. Como el que abre una lata de Coca-Cola o se zampa un Happy Meal. Un acto de consumo con el que matar las horas, aunque Cronos ya se encarga de que estas mueran por sí solas.

No seré yo quien pontifique sobre lo que debe hacer la gente. Que cada uno viaje como quiera, cuando quiera y donde quiera. Pero sí quiero subrayar que hay una cosa más allá del turismo: viajes iniciáticos, de los que vuelves más sabio, mejor persona o más fuerte para hacer frente a las adversidades.

Este tipo de experiencias surgen muchas veces sin buscarlas. Con 22 años, recién terminada la carrera, me fui a Nueva York a trabajar una temporada como becario en el Consulado de España. Fui sin conocer a nadie a la capital del mundo. Era mi primer viaje serio, nada de Erasmus o viajes para aprender idiomas. Un viaje para abrirme paso en la vida.

"Visité alguna casa donde perfectamente se podía haber rodado The Wire o Los chicos del barrio"

Los meses que pasé allí me enseñaron mucho sobre la vida. Me enseñaron, por ejemplo, a conformarme, y vuelvo a los siete sabios de Grecia, cuando decían: “Huye de los excesos” y “no desees lo imposible”. Una filosofía opuesta radicalmente al hoy más popular “si quieres, puedes”. Aquella experiencia fue como empezar a vivir de cero. Primero tuve que buscar alojamiento, un techo bajo el que pernoctar. Tenía unos días contratados en un hostal en el Spanish Harlem donde compartí habitación con 5 desconocidos. Aquello parecía un chiste. Éramos un español, un argelino, un chino y tres americanos.

El argelino era musulmán, y rezaba varias veces al día en dirección a la Meca. La escena se tornaba pintoresca cuando coincidían en el espacio-tiempo el argelino y el chino, que era gay y gustaba de pasearse en calzoncillos por la habitación. Pero eso es Nueva York al fin y al cabo, una mezcla de culturas sin equivalencia en el mundo.

En fin, pasé una semana en aquel hostal buscando habitación por internet, sorteando decenas de estafas. Visité alguna casa donde perfectamente se podía haber rodado The Wire o Los chicos del barrio. Se terminó mi estancia y seguía sin casa. Tuve que irme a otro hostal, pues ya estaba reservada mi cama para la noche. Mejoré un poco, solo compartía habitación con tres. Finalmente encontré una habitación en Harlem. El piso lo compartiría con una pareja francesa muy agradable, y el arrendador era un dominicano de casi dos metros que me timó con la fianza. Una vez más, cosas de Nueva York.

"Nueva York fue sin duda mi Odisea. Mi búsqueda de la sabiduría y quién sabe si de la felicidad. Me ayudó a afrontar los problemas"

En definitiva, fui escalando paso a paso las necesidades humanas resumidas por Maslow. Primero encontré casa y alimento, después hice amigos en el trabajo. A continuación, fuera de él. Me enamoré. Tuve amantes. Y busqué mi anábasis, mi autorrealización, a través de la escritura y la radio (grabé un programa desde allí). Estuve a punto de colgar uno de mis relatos en la pared de mi cafetería favorita de Harlem, un acto simbólico que al final no realicé porque me pidieron traducirlo al inglés, y como que no quedaba igual. También escribí un relato romántico sobre una venezolana monísima idéntica a Audrey Hepburn con la que tuve un affaire y que acabó en un libro solidario.

Nueva York fue sin duda mi Odisea. Mi búsqueda de la sabiduría y quién sabe si de la felicidad. Me ayudó a afrontar los problemas que puede haber en la vida de un chico de 22 años. Nada serio ahora, pero entonces muy muy serio. Habrá más, no cabe duda.

Ahora, por desgracia, los confinamientos nos han vedado esas incursiones a la isla de Calipso que te hacen volver a Ítaca con la mirada limpia. Algún día volverán y nos daremos cuenta de alguna lección importante, como que el paraíso no puede durar siempre, que sin el mal no habría nada contra qué luchar, y que sin dolor los placeres saben distinto.

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