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El primer y el tercer mundo

El primer y el tercer mundo

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.

Cuentan las crónicas que cuando Hernán Cortés desembarcó en Veracruz y emprendió el camino hacia Tenochtitlán, la mítica ciudad de los aztecas, Moctezuma, el tlaotani de los mexicas, envió emisarios para que agasajaran con oro y joyas al conquistador con el fin de apartarlo de su objetivo.

Siempre me ha parecido muy curioso, y hasta tierno, que Moctezuma, que era casi una deidad entre su pueblo, un gran líder, guerrero y político, fuera tan cándido de pensar que la estrategia de colmar de obsequios a Cortés fuera a dar resultados. El efecto fue justo el contrario, claro, lo que estaba haciendo era cebar la codicia del hombre europeo, tan materialista entonces como en la actualidad. Y ponerle delante de las narices una muestra de su deseo no hizo más que reforzar sus pretensiones, avivar su fuego.

Cuentan que cuando Cortés llegó a Tenochtitlán, la palaciega urbe, quedó maravillado por sus tesoros, templos y edificios que se levantaban en sus calles, que eran mitad de tierra y mitad de agua (la Venecia del Nuevo Mundo, la llamaron, pues estaba fundada sobre una zona lacustre y edificada entre canales). Tras ese encuentro se empezó a consumar la conquista de México y Moctezuma hubo de pagar con su vida poco tiempo después su error de cálculo.

Hoy, cuando pienso en conceptos, desgraciadamente aún de actualidad, como el primer y el tercer mundo, la deuda externa, el neocolonialismo, el black lives matter, la geopolítica, el capitalismo, la globalización o el #metoo me acuerdo de esta diferente forma de pensar entre los dominadores y los dominados. Entre nosotros y ellos. Y también que palabras como «salvaje» o «bárbaro» las acuñamos nosotros o que el término «inculto» solo hace referencia a nuestra cultura occidental, no a otras.

La injusticia, la arbitrariedad y la mentira anidan en lo más recóndito de nuestro ser, laten en la base misma de nuestro pensamiento, que no es otra cosa que nuestro lenguaje, y desde ahí gobiernan nuestras opiniones, nuestras certezas y nuestras vidas.

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La persona de los fotogramas se llama Emilio Albi Pla, debe correr el año 30, y la estampa en su conjunto desprende una nostalgia que, más que por la vinculación familiar, él es mi abuelo, me hace añorar un tiempo que imagino mucho más hospitalario que el actual. Quizá sea la ligereza del traje color crema o la camisa inmaculada o la fina corbata o, sobre todo, el canotier en su mano derecha, quizá el puro que apenas muerde para que no caiga a la acera. No sé.

Mi abuelo perdió a su padre muy joven, en la adolescencia, y tuvo que espabilar para mantener a su madre y a su hermana. Se le ocurrió, valorando la boyante industria valenciana del mueble, importar madera. Por eso, viajó, durante los 20 y 30, a lugares tan remotos como Finlandia o Guinea Ecuatorial. En poco tiempo, parece ser, hizo una fortuna. Contaban que todas las mañanas, no muy pronto pues solía trasnochar, iba el barbero a casa para afeitarle. Después, ‪sobre las 11‬, el chófer le acercaba a la basílica de los desamparados y, una vez rezado, se ponía a trabajar.

A pesar del detalle de la Virgen, dicen que era muy juerguista, muy faldero y con mucho magnetismo. Se movía con soltura en el océano de la sociedad del momento y estuvo relacionado con la fundación del Valencia F. C. del famoso bar Torino y también fue presidente de la Federación Valenciana de Fútbol con solo 26 años.

A los «cuarenta y» sentó cabeza y se casó con mi abuela que enseguida se quedó embarazada. Pero antes, él ya había visitado a diferentes médicos, entre ellos el célebre Gregorio Marañón… Tenía un branquioma maligno en la garganta que, cuando mi padre aún no había cumplido el año, lo mató.

No sé qué pensaría sobre el hecho de que su nieto comparta su fotografía con tantos desconocidos. Supongo que le parecería marciano, pero en el fondo creo que le daría igual, me gusta imaginar que sonreiría pensando para sus adentros lo incomprensible que se ha vuelto el mundo y que seguiría caminando bajo el sol, en una mano su elegante canotier y en la otra el puro habano.

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David Hume sostuvo durante toda su vida que todo conocimiento solo se puede inferir de la experiencia sensible, dejándole a las ideas innatas un lugar secundario, casi anecdótico.

Una de las mayores aportaciones, y también uno de los mayores órdagos que lanzó Hume al conocimiento universal, fue la puesta en duda del concepto de causalidad. «No tenemos otra noción de causa y efecto, excepto que ciertos objetos siempre han coincidido y que en sus apariciones pasadas se han mostrado inseparables». A esto, Hume lo llamó la «conjunción constante» que a mí, personalmente, me parece una forma preciosa de llamarlo. Según él no hay motivo para afirmar que un hecho A causa un hecho B y, lo que es más arriesgado, que esos hechos continuarán apareciendo de la misma manera en el futuro. La ley de la causalidad, rubrica, no es perteneciente al comportamiento de la naturaleza sino a lo que la psique humana le otorga a la naturaleza como ley.

Desde un punto de vista práctico, esta teoría no tiene ningún apoyo y se pueden oponer fundamentos científicos. Principios matemáticos, físicos, lógicos… que identifican las leyes de la naturaleza, que las prueban y las hacen irrefutables.

Lógicamente lo que Hume pone en duda no es la causalidad sino el propio orden sensible e intelectual humano en toda su profundidad.

«Sí», respondería a todas aquellas refutaciones, «pero» esos fundamentos que prueban la ley de la causalidad han sido concebidos en la mente humana, comprobados con herramientas humanas y valorados con relación a baremos humanos. De hecho la física no crea nada, simplemente describe lo que percibimos. ¿No es precioso y aterrador al mismo tiempo?

Cuando Hume, notorio ateo, agonizaba, se cuenta que J. Boswell, un viejo amigo, llegó junto a su lecho y, quizá llevado por un altruista proselitismo religioso o con la intención de hacerle más liviano el tránsito, le preguntó que si no creía en una vida después de la muerte. Y Hume, en una sobrada histórica que me flipa, contestó: «It was possible that a piece of coal put upon the fire would not burn; it was a most unreasonable fancy that we should exist for ever.»

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