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De las batallas de los hombres y los espantapájaros

De las batallas de los hombres y los espantapájaros

“Buenos días”, dijo el Espantapájaros con voz ronca.
“¿Hablaste?”, preguntó la niña, muy extrañada.

L. Frank Baum, El mago de Oz

¿Cómo abordar este libro? Aquí, desde este promontorio —el último vértice del mundo— que es mi pensamiento consciente, veo una imagen histórica: la de un vientre que se parte en dos y un bebé que se desenrosca, piernas abajo de la madre, en el estallido de la placenta, asido como un pequeño simio a su cordón umbilical. La madre mira unos barcos, aterrorizada ante lo que se le presenta como una idea del “fin del mundo”. Es el año del Señor —aquí cabe decir eso de “año del Señor”— de 1588. Los barcos son españoles. La madre es inglesa. El niño venido así, expulsado por un susto, recordará toda su vida (que se prolongó casi cien años) la torva circunstancia de haber nacido como un “hijo del miedo”. A partir de aquel momento siempre tuvo miedo (“siempre tienes miedo, miedo, miedo”, le grita un niño al célebre autor de “Divagación sobre el miedo”), y, miedoso como era, a fin de protegerse de la muerte y de la enfermedad que le rondaban, el joven que fue ese niño y el hombre que fue ese joven se pasaba las horas cavilando, encerrado en su cuarto, donde, ya en lo que entonces sería la senectud, llegó a armar una teoría política asfixiante, sumamente compacta, que en realidad no era sino una horrible “filosofía del miedo”. Se llamaba Thomas Hobbes, y de él y de sus ideas se han servido buena parte de esos (¿cretinos? ¿malnacidos? ¿imbéciles? ¿hijos de puta?; si algo sabemos bien es que no son “buenas personas”) a los que damos en llamar “líderes del mundo.”

"Lo cierto es que hace más de tres siglos que, en virtud de su miedo particular, un niño asustado fraguó toda una mitología del poder que se sustentaba en la gestión del terror desde el pináculo de la pirámide social"

Por supuesto, el miedo no llegó a este valle de lágrimas con un niño simiesco agarrado a su liana. Pero fue entonces cuando adquirió una de sus formas más viscosas, que todavía hoy nos es reconocible. Su encarnación actual, la más perfecta en dos siglos de velados experimentos con el miedo, se encuentra diseminada por todas partes, señalada en la mirada que asoma sobre la máscara quirúrgica, en el contacto accidental entre unas manos, cada vez más disuelta en las definiciones. Con la connivencia más o menos activa de millones de asustados, se va adhiriendo a las paredes de una (presunta) democracia, o lo que sea esta especie de travesti o semipléjico trasunto suyo en el que nos apelmazamos, pero si aquí abajo hiciéramos el esfuerzo de mirar al otro lado de las sombras que se pasean por nuestro ilusorio rincón de la caverna, veríamos no sólo las antorchas encendidas sino también los calderos humeantes de unas inmensas salas en penumbra —con su red de escherianos pasillos— que unos individuos verdaderamente abyectos recorren con las manos en los bolsillos y silbando entre dientes, revestidos del blindaje que les confiere su prestada condición de “representantes”… pero también, sobre ellos, el bastidor que liga unos hilos a sus mangas, manejado por las sombras lovecraftianas de unos sujetos a los que nadie ha llamado para su representación, y que podríamos calificar abiertamente (por no salir de Betelgeuse, constelación de Lovecraft) de “superiores desconocidos”. Lo cierto es que hace más de tres siglos que, en virtud de su miedo particular, un niño asustado fraguó toda una mitología del poder, que se sustentaba en la gestión del terror desde el pináculo de la pirámide social, ocupado abúlicamente por un idiota emperifollado cuya autoridad provenía, nada menos, de Dios. Pero hoy, tanto tiempo después, todavía seguimos gestionados por idiotas emperifollados. ¿Quién se salva? Como diría Francisco de Rojas (no confundir con Fernando), “del rey abajo, ninguno”. Esa gestión no ha hecho sino evolucionar y perfeccionarse arteramente hasta llegar a donde estamos, un mundo en el que gobierna una superstición no muy distinta de “Dios”, codificada, entre otras fantasmagorías, en la obediencia servil a todo cuanto es susceptible de ser fijado a la conciencia bruta mediante maquinitas ilustradas, extraños artilugios de consenso, enrevesados útiles de medición.

¿Cómo abordar este libro? Yo lo voy a hacer aplicándole una incisión en el centro. En la página 174, bajo una conocida cita de Píndaro (“Oh, alma mía, no aspires a lo inmortal, pero agota todo el campo de lo posible”, que aparece aquí bajo la forma popularizada por las traducciones de El mito de Sísifo de Camus —en el poema de Píndaro no se habla de “lo inmortal” a secas, sino de algo perfectamente cóncavo: “la vida inmortal”—, y que pertenece al epodo de la tercera estrofa de la Pítica III), Bernat, como Dante a Virgilio, toma del brazo a Spinoza y dice lo siguiente:

Vuelvo al miedo. Y repito (puesto que la repetición desde diferentes ángulos es útil para la incorporación de las ideas), que, para Spinoza, el miedo es la más triste de las pasiones tristes. ¿Por qué? Porque “revela una falta de conocimiento y una impotencia del alma”, lo cual reduce, a su vez, nuestra potencia de obrar y de ser. Según Nietzsche, el miedo a la muerte brota del miedo a la vida, y, como odiamos todo aquello que nos da miedo, en ese miedo a la muerte se encierra un odio a la vida. Por esa razón, para el loco de Turín, el miedo debe ser sustituido, no por cualquier valor, sino por el valor de afirmar la vida.

Todo el libro de Bernat constituye una afirmación del valor de la vida. Y lo hace, para mayor virtud (una palabra tabú), trazando una inmensa cartografía del miedo, desde los albores del pensamiento filosófico hasta eso que llamamos “nuestros días” (pero que cada vez son menos nuestros y más de ¿qué?, ¿quiénes?: de los siniestros fumadores de Momo, los langolieros del espacio común). Esta cartografía recorre sin prisas más de veinte siglos de historia, que convergen desde sus diferentes rincones de lugar y tiempo en el presente, pero no lo hace empleando la gravedad que podría pedir un tema semejante —veánse (o mejor no) los escritos antinatalistas, o la broma del realismo especulativo— ni temblando por el temor a una trama de oscuridad en lontananza, sino con un tono sereno y amistoso, de compañero apoyado en el tronco del camino o con los pies estirados hacia la chimenea, y muchas veces incluso con un sentido del juego que hace pensar en el guía que, avanzando lentamente por un dudoso precipicio, entretiene con un cuento al peregrino acongojado para que no mire al vacío desde el puente colgante. Especialmente, Bernat se detiene a observar de cerca las experiencias y pensamientos de aquellos que, como nosotros, se vieron condenados a lidiar con el miedo, pero que tuvieron la amabilidad de dejar tras sí el destilado clarificador de una idea, una aproximación a las tinieblas en la forma de una frase o de una noción inolvidable. Por aquí pasean Pascal, Montaigne, Marco Aurelio, Bergson, Husserl, Heidegger… En realidad, los nombres son tan numerosos que no tiene sentido citarlos, pero cabe decir que Bernat no ha dejado prácticamente ninguna tumba a la que llamar.

"¿No se percibe aquí un temible presagio del hombre del futuro, no se deja ver ya en lo que se convertirá el jovencito arrojado a la retorta de la escuela pública para ser pulido por ella como una simple herramienta?"

¿Cómo abordar este libro? Aquí se habla, en efecto, del miedo. Pero también del amor al pensamiento, a la búsqueda de la verdad, no como un modo de superar ese miedo sino, más acertadamente, como una de las vías para su entendimiento. Amor a la verdad, o filosofía: “uno de los mayores placeres espirituales que nos han sido concedidos… [es] el coraje de hablar, de exponerse, de equivocarse y de refutar. La persona poseída por el miedo a pensar no se acercará a la filosofía, con la excusa de que es aburrida, inútil o ridícula; evitará toda lectura, conversación o experiencia filosófica; y pasará por el banquete de la vida sin haber probado uno de sus más deliciosos platos”. Esta es una afirmación de Bernat, estudioso él mismo de la filosofía (iba a decir “filósofo de formación”, pero no sé si semejante cosa existe), y personalmente suscribo todas y cada una de sus palabras. ¿Pero quién nos acompaña en esto? Hablando de un libro que aborda tanto el miedo como el amor a la filosofía, no está de más señalar desde aquí, como hice ya hace cuatro años, en una situación semejante, con los relevistas del gobierno anterior, a los encantadores miembros del gobierno actual, que a juzgar por su interés en enterrarla deben de considerar a la filosofía poco menos que un cadáver insepulto. Habría que preguntarse cuánto de hediondo debe tener la filosofía, o cuánto de hediondo deben tener sus detractores, para que un gobierno con récord de consejeros, especialistas y expertos llegue a la conclusión de que lo más acertado es sustituirla por el cuerpo sin alma (y cito de un diario nacional) de “un aprendizaje cercano a la vida cotidiana de los jóvenes”. Si, con un poco de buena voluntad, descomponemos este “aprendizaje” en categorías, resulta que todo se reduce a una tonta sucesión de pagodas, a un cementerio de mayúsculas: “Trabajo Mononográfico, Servicios a la Comunidad, Formación y Orientación Personal y Profesional, Digitalización, Economía y Emprendimiento.” Cosas, todas ellas, no diré que inútiles, pero que en ningún caso pueden sustituir a la filosofía. ¿No se percibe aquí un temible presagio del “hombre del futuro”, no se deja ver ya en lo que se convertirá el jovencito arrojado a la retorta de la escuela pública para ser pulido por ella como una simple herramienta? ¿Y no debería ponernos en guardia que quienes detentan la autoridad de imponer leyes semejantes sean “personas poseídas por el miedo a pensar”? (En otra parte, no en este libro aunque la idea lo sobrevuela, Bernat dijo también: “Es falso que esta disciplina esté en peligro de extinción: aunque le espere una nueva Edad Media, seguirá avanzando enmascarada hasta volver a renacer.”)

Bernat aporta claridad allí donde aquellos encargados de velar por la luz —menudo chiste— parecen más obstinados en negarla. Su descripción del divide et imperas al que se divierten en someter los vecinos de arriba a una población atemorizada y maleable adquiere un giro narrativo interesante, una llamativa voluta borgiana:

Penteo es aquella sociedad que, poseída por el furor dogmático, se divide en facciones y en la que en nombre de cerebraciones incontrastables se tiran incontables trastos a la cabeza. ¿Hay tantas razones para decir que somos libres como para negarlo? No importa, ¡matémonos por ello! ¿Hay tantas razones para concebir a Dios como una trinidad o como una mónada (o como un caballo o como una quimera)? ¡Quemémonos por ello! ¿Hay tantas razones para entender la razón de esta o aquella manera? ¡Cortémonos el cuello! (…) Algún día todas estas pasiones que nos dividen se revelarán absurdas, y seremos confundidos con nuestros enemigos. Para entonces, nosotros ya nos hallaremos en el infierno de “Los teólogos” de Borges, donde aquellos que en la Tierra fueron enemigos descubrirán que, en esencia, eran la misma persona.

¿Qué podemos hacer para evitar ser “confundidos con nuestros enemigos”? ¿Qué podemos hacer, “para librarnos de las sirenas del dogmatismo”? En palabras de Bernat, esto: “Atarnos al mástil de la suspensión de juicio o epoché. Bernat nos pone entonces el ejemplo de Montaigne, que “grabó en las vigas de su biblioteca, entre muchas otras máximas escépticas: No me inclino, y había dibujado en su escudo unas balanzas con los platos perfectamente equilibrados. El escepticismo diseñó toda una serie de ejercicios filosóficos que tenían como objetivo enseñarnos a abstenernos de toda conclusión en lo referente a lo que está por encima de nuestras capacidades cognoscitivas. Gracias a esa ascesis escéptica, el tumor del dogmatismo había de ser extirpado de nuestra inteligencia, que quedaría liberada para ocuparse del aquí y ahora.”

"¿Cómo abordar este libro?, me preguntaba una y otra vez, a medida que lo iba leyendo, y me encontraba con lo que a lo largo de los siglos habían sido razones para el miedo"

Aquí, ahora. Hace años tuve un sueño (de hecho lo tuve de niño) en el que vi con una aterradora claridad la realidad del ser. Yo había sido, como Empédocles, muchacha, arbusto, pez mudo, planeta y cometa errante, y ahora, ovillado en mi cama, siempre en la vertical del centro mismo del universo, era aquello que simplemente se limitaba a representar: un niñito dormido, el provisional aspecto que durante una breve fracción de tiempo cosmológico habían adoptado el cometa, la muchacha y el pez. La expresión sumamente destilada de aquel ser discursivo entre eones, su apariencia desnuda y antológica, la encarnaba en mi sueño una imagen centelleante, que reducía el yo a su mínima expresión: una bolita de luz. Había aparecido por primera vez, girando y girando en su siniestra espiral, en la noche de mi conciencia, cuando “yo” era sólo una primera división celular, un estertor del tamaño de una cabeza de alfiler, la pequeña luciérnaga instalada en la caverna primigenia, toda ella (del ala plisada a la cabecita de dragón) revestida de nervios. A medida que “yo” iba perdiendo aquel legendario aspecto de personaje de bestiario —que sólo habría sido posible descubrir si alguien lo hubiera extraído del vientre de mi madre para observarlo con una lente de millones de aumentos—, la centella que corría despiadadamente por la ensortijada malla de mis nervios iba encontrando su sitio. Finalmente, conocedora de todos los caminos pero sobre todo del camino correcto, se erigió en la diminuta bóveda que ya empezaba a disparatarse de percepciones, colmada de pensamientos rupestres, donde otro posible “yo”, más profundo que la mera apariencia (pero que sólo por un tiempo limitado iba a ser dueño de “mí”), se iba configurando tentativamente, sirviéndose de materiales tan frágiles como un fluido encarnado, millones y millones de burbujas de aire y la masa, todavía abigarrada, de una gelatinosa esponja gris.

¿Cómo abordar este libro?, me preguntaba una y otra vez, a medida que lo iba leyendo, y me encontraba con lo que a lo largo de los siglos habían sido razones para el miedo. Recordé entonces este sueño, que no era sólo un sueño sino más bien una visión, una filosofía del origen; y pensaba que, si habíamos sido tantas cosas, si aún las éramos, de hecho, iluminados temporalmente por aquella luz que cruzaba, nómada en el cielo, la oscuridad primigenia desde el origen, planeando en círculos, buscando compasivamente un cuerpo, era mucho más difícil temer en lo contingente a la mera circunstancia. Esta certeza, naturalmente, puede ser una buena compañera, pero excepto a mí, que la soñé, es posible que no salvará a nadie más del miedo: uno sigue siendo contingente, y sigue estando expuesto a la mera circunstancia. Pensé entonces en una frase del “célebre autor” al que he mencionado en el primer párrafo, el escritor de Divagación sobre el miedo: en lugar de pensar en el miedo cuando sentía miedo, él pensaba en “el estado posterior: cuando el miedo ha desaparecido ya. Entonces se crea una sensación muy próxima a la felicidad razonable; una sensación de existencia de los otros hombres, una sensación fuerte, social y compartible”. ¿Cómo, pues, abordar este libro?, me preguntaba entonces, y, ya una última vez, me pregunto ahora. Bien: como uno abordaría un viaje desde la oscuridad hacia la luz. Bernat —sus últimas páginas no son para leerlas, sino para releerlas— ha trazado un luminoso haz sobre el sendero, y lo que deja como poso es esa “felicidad razonable”, esa “sensación fuerte, social y compartible”, que permite mirar de otra manera a los espantapájaros —trapos movidos por el aire, a fin de cuentas, muñecos disfrazados con las prendas de nuestros bisabuelos— que, en el lento atardecer sobre la tierra, empiezan a gesticular en las cunetas.

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Título: Una filosofía del miedo. Autor: Bernat Castany Prado. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Pepehillo
Pepehillo
2 años hace

Hobbes no decía que los reyes de su tiempo recibieran su autoridad de Dios (como suele ocurrir con los párvulos en historia, confunde autoridad con ‘potestas’). Pero chico, si Hobbes es el primer defensor de un contrato social sin Dios. Y además era protestante, no tenía ni zorra del orden social cristiano (como el autor del artículo, para quien Vitoria o Santo Tomás deben ser el nombre de unos montaditos) así que pensó que sería buena idea inventarse, él solito oiga, un ‘sistema’, como lo llaman ahora. ¿Dios, una superstición? No tienes tontería ni ná, ‘filósofo’.

Hobbes
Hobbes
1 año hace
Responder a  Pepehillo

«Los súbditos no pueden cambiar de forma de gobierno. Y
cuando algunos hombres, desobedientes a su soberano, pretenden rea-
lizar un nuevo pacto no ya con los hombres, sino con Dios, esto tam-
bién es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por mediación
de alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino el
representante de Dios que bajo él tiene la soberanía.» Thomas Hobbes, Leviatán, capítulo XVIII. DE LOS «DERECHOS» DE LOS SOBERANOS
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