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De piedad sin justicia

Las relaciones entre título y obra son complejas. Una palabra, una frase; ritmo, sonoridad, sugerencia y siempre función discursiva del texto. Primera información que recibimos, cuesta comprender la herencia atroz que cargamos con la traducción al español de los títulos de películas. Hay decenas de ejemplos cómicos, pero Doce hombres sin piedad, nuestra referencia para 12 angry men de Sidney Lumet, no es uno de esos. Este es uno de los de “no vamos a matarnos por un matiz”. Cambiamos el “enfadados” por el sentimiento de compasión o misericordia que produce alguien que sufre. Y con ello, matices, mutaría el logos del excelso largometraje.

"Henry Fonda, jurado número 8, pretende debatir lo que es una verdad templaria para los once restantes: el muchacho debe ser condenado a la silla eléctrica"

La sinopsis es conocida: en una sala de los juzgados de Nueva York, probablemente durante el día más caluroso del año, se reúne un jurado para dictaminar culpabilidad o inocencia de un chico acusado de apuñalar a su padre. Y Henry Fonda, jurado número 8, pretende debatir lo que es una verdad templaria para los once restantes: el muchacho debe ser condenado a la silla eléctrica. Así se justifica la hora y media que ilustra las unidades aristotélicas de acción, tiempo y lugar con tan solo dos planos fuera del espacio de deliberación. El inicial en el que vemos el sopor del juez mientras da instrucciones para el voto, que termina con la imagen de un niño ya adulto por esas cuestiones biológicas a los dieciocho años; y el final donde los jurados salen sin despedirse del edificio tras el veredicto, aunque luego media un apretón de manos del número 9 al citado número 8. En clave cinéfila destaca el encuadre cambiante que, después de ángulos generales de la sala en el primer tercio del film, clava la cámara en los ojos de los actores acompasando la harmónica que marca giro de guion. El director logra que el espacio físico, incidiendo en el vital de los personajes, sea cada vez más asfixiante. Y con todo la película fracasó en taquilla. Después estuvo considerada a tal nivel que salieron remakes rusos, mexicanos y hasta españoles. En 1973 se rodó una versión todavía más teatral cuyo rostro célebre era Jesús Puente, un tipo que si tienen mi confusa edad donde no se sabe si mirar a los veintitantos o a los cuarenta, recordarán de Su media naranja. Así fue.

“Por una u otra razón los prejuicios siempre buscan la verdad. Una verdad que yo desconozco y que es probable que nunca conozca”.

La frase es el mejor ejemplo de la mayéutica de Henry Fonda en un caso arquetípico. Chaval maltratado de barriada con antecedentes que vuelve a casa de madrugada y encuentra el cadáver de su padre, con quien había discutido a las diez de la noche. A partir de esa hora las versiones de cargo y descargo difieren. El acusado tiene tres testificales en contra, cuya razón de conocimiento van desde oír un grito, ver un movimiento a través de una cristalera o hasta la venta de la propia navaja. Mientras, su defensa alega que antes perdió el arma en la calle y luego estaba en el cine cuando se produce el homicidio.

Con estos indicios a deliberar, yo también debo atribuir al menos una cualidad a cada jurado, porque ahí es donde radica la seminal influencia de la obra: son todas personas normales.

Nº 1: corrección.

Nº 2: ingenuidad.

Nº 3: rabia.

Nº 4: soberbia.

Nº 5: empatía.

Nº 6: retraimiento.

Nº 7: idiocia.

Nº 8: duda.

Nº 9: experiencia.

Nº 10: codicia.

Nº 11: respeto.

Nº 12: ligereza.

Y acorde al debate, cuya visión les recomiendo encarecidamente por no poder destripárselo debido al espacio editorial, se establecen tres ideas en esta crítica de Lumet al sistema judicial y a la pena de muerte.

—Importa la causa y no las consecuencias.

La decisión de estos hombres mandará a la silla eléctrica a un chico de dieciocho años, pero el dictado de la sentencia está siempre lejos de su ejecución y nadie de los que votan olerá la carne quemada tras años en un corredor. Con lo que Henry Fonda admite que, si los que han acordado a mano alzada que es culpable repiten ese veredicto en un papel anónimo, él acatará la sentencia.

—La presión del grupo influye en las decisiones individuales.

Después del voto secreto aparece un “no culpable” más. Ya hay debate.

—El que duda es más justo que el que actúa.

Muchas críticas otorgaron al número 8 la cualidad de “razonamiento”, “inteligencia” o “liderazgo”. Sin embargo, el silogismo jurídico surge de la capacidad de dudar. Ante un caso aparentemente sencillo, él recoge el mandato del juez y expresa sus tribulaciones. ¿Y si hay navajas iguales a la que mató al hombre? ¿Y si el anciano de arriba no pudiese atribuir ese grito al muchacho? ¿Y si el testimonio de la mujer que ve el apuñalamiento a través de la ventana no es infalible? Cada condicional la responde con la prueba alternativa hasta ese clímax donde clava en la mesa una navaja idéntica a la del crimen.

No obstante, he aquí el patinazo del título español a pesar de su altura estética, la conclusión final después de las tres preliminares quedaría desenfocada por la traducción. Volvamos al principio: hay un desvalor en el “hombres enfadados” estadounidense que con el nuestro fracasa en el mismo cometido, incluso más que el Doce hombres en pugna hispanoamericano. El sutil cambio a “sin piedad” niega lo que muestra Lumet. Una justicia irreflexiva, vindicativa y sobre todo disgustada por tener que estar allí; personas normales sometidas al tedio de segar alguna vida con un papelito. La que ofrece la condena como una retribución inversa al hecho, una suerte de aberrante imperativo kantiano en este caso cercano a la banalidad del mal que creyó ver Hannah Arendt.

"Ningún sentimiento forma parte de la representación de una señora con venda en los ojos y espada en la mano"

Pero, al igual que sus compañeros, el Henry Fonda que habla en español no piensa en términos de sufrimiento y gracia. Lo hace desde la responsabilidad y mediante cuestiones analíticas que establezcan una verdad procesal sin dudas razonables sobre la verdad material. Esa misma que él cree inalcanzable.

La piedad, por mucho que gustase en nuestro nacionalcatolicismo asesino de la época de traducción, es un sentimiento. Y ningún sentimiento forma parte de la representación de una señora con venda en los ojos y espada en la mano.

El jurado número 8 lo sabía.

Ciega y armada.

Cualquiera se alejaría de ella.

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