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De qué está hecha «West End»

De qué está hecha «West End»

El making of de West End se podría resumir en una frase bien sencilla: remover el pasado. Pero lo único sencillo de eso es la frase. Si en lugar del making of me preguntan por el corazón de la novela, tengo decenas de frases, todas ellas incompletas. La última se la he robado a José María Álvarez, un psicoanalista brillante, que dice esto: «La psiquiatría se ha desarrollado para justificar que no hay que hablar con los locos».

Llamé a los hijos de Nicomedes —mis tíos y mi madre— para plantearles mi proyecto y pedirles que participaran en él. Sólo tenían que charlar conmigo e ir contestando a mis preguntas. Lo más importante para mí, en esa etapa, era que se sintieran seguros. Les dije que iban a poder leer el manuscrito antes que ningún editor. Que podrían señalarme y discutir conmigo todos los trechos que les incomodaran. Porque una cosa es la autoficción y tal y cual, y otra bien distinta los ejercicios de escalador sin cuerda tipo Karl Ove Knausgård, al que admiro mucho pero desde este más cálido y menos austero Mediterráneo. Mi intención era —y puedo afirmar que lo he conseguido— seguir hablándome con mis tíos y mi madre después de la publicación. Me impresionó la forma en que aceptaron el reto. Los tres son ya algo mayores, y me pareció que aceptaban como quien intuye que la vida les está ofreciendo una última oportunidad de darle un cierre a lo que fue imposible cerrar en el pasado.

Eso era exactamente lo que estaba pasando. La herida estaba abierta. Fresca como el primer día.

"El brote era un estigma y la locura era ese destino inextricable y humillante que la sociedad estigmatizaba"

Para una humilde familia de campesinos en los años cincuenta y sesenta —es decir, tras la guerra y en la podredumbre posterior— el hecho de que el padre de la familia sufriera episodios de psicosis resultaba absolutamente inmanejable. La mala salud del alma, eso que los antiguos nombraban infinitamente mejor con la palabra «melancolía», venía en un paquete que incluía el sentimiento de culpa, la vergüenza y la ocultación. El brote era un estigma y la locura era ese destino inextricable y humillante que la sociedad estigmatizaba. No es raro que mis tíos y mi madre accedieran sin dudarlo un instante y respondieran a todas mis preguntas —algunas de ellas verdaderamente difíciles— con toda la autenticidad de la que eran capaces. No sé si eran muy conscientes, pero en su valor y en su generosidad conmigo se percibía una necesidad de soltar un fardo. De reconocerse de una vez por todas, de manera contundente, definitiva y sin vergüenza alguna, como los hijos de su propio padre. Esa valentía me daba a mí la fuerza para escribir una novela y cinco más si hiciera falta.

Ese es el making of de mi novela.

Sí, ya sé: suena a terapéutico. Pero cuidado: terapéutico, sí, por supuesto, pero no sólo eso. Decir sólo eso lo convierte en una especie de asunto personal. De movida neurótica de mi familia, de tema privado, de problema cerrado en sí mismo. Pero no. Lo terapéutico es político. Aquí no se salva ni el apuntador. Está en juego algo mayor: cómo se vive, y cómo se ve desde fuera, aquello que diverge de la norma. Cómo se discrimina, en definitiva. Cómo se te hace sentir fuera de onda. Cómo te invade la culpa y el sentimiento de inferioridad. Cómo la sociedad te empequeñece. Ser mujer, ser gay, ser pobre. Tener brotes.

"En mi familia —pobre, loca, forastera, iletrada— se ha sufrido inmensamente por no poder alzar la voz ni contra uno mismo"

Escribiendo, y sin proponérmelo ni merecer más mérito que el de expresar todo el coraje de esos tres hermanos en una formulación verbal digestible, descubrí que eso que ellos no podían cerrar no se limita solo a la psicosis de mi abuelo ni a las emociones que todos se tragaron durante años. Tiene que ver con la pobreza. Con ser iletrados. Con la indefensión aprendida a lo largo de generaciones. Con el catolicismo, con el señoritismo, con la tierra. Lo que descubrí es que este país, tanto para los que lo saben como para los que aún lo ignoran, está también pendiente de cierre. Hay infinitas historias por cerrar. La libertad en un sentido profundo —libertad de gritar lo que nos pasa, de tener una voz, de no sentir vergüenza de ser quienes somos— no está aún garantizada.

En el making of cabrían muchas otras cosas: llamar a hospitales para conseguir historiales médicos. Investigar cómo era la vida de los pacientes psiquiátricos en la época y encontrar cosas bien distintas a las que me esperaba. Pensar y repensar por qué tomamos —como mi abuelo— sustancias que expanden o contraen nuestros estados de conciencia. Pensar a las mujeres de mi familia, a las mujeres de mi país. Llorar. Pensar y repensar qué tengo yo que ver en todo esto. Por qué justamente ahora necesito escribirlo. Mirar el pasado sin miedo a que te acusen de no ser imparcial.

Pero es que sí que lo soy. Lo que no soy es neutral, cosa bien distinta. Para mí las palabras son de lo más importante que hay en la vida. Trato de usarlas con precisión. En mi familia —pobre, loca, forastera, iletrada— se ha sufrido inmensamente por no poder alzar la voz ni contra uno mismo, y ahora me toca a mí usar el lenguaje para precisar las cosas en la medida que pueda. Para poner algún que otro punto sobre alguna que otra i. De eso está hecha West End.

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Autor: José Morella. Título: West End. Editorial: Siruela. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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