La vida teje extraños merodeos circulares. «Princesa» fue la canción que abrió el primer concierto de Joaquín Sabina al que asistí —en el viejo Hermanos Antuña de Mieres, en las fiestas de San Xuan de 1993, a las puertas de un verano que olía a espíritu adolescente— y «Princesa» es la canción que cierra el que —si no fallan los pronósticos, y ojalá lo hagan— será el último al que asista. Entre uno y otro hito median nada menos que treinta y dos años, que es bastante más de lo que acostumbran a durar los matrimonios hoy en día. Una relación lo suficientemente larga como para haber experimentado desentendimientos y altibajos, arrebatos pasionales y lejanías necesarias, pero al cabo lo suficientemente estrecha como para no andarse con remilgos cuando marca el reloj la hora de la verdad y se afianza la certeza de que este adiós no maquilla un hasta luego. Escuchar el repertorio que suena por última vez sobre el escenario del Movistar Arena —la gira ha sido tan larga que cuando arrancó esto aún se llamaba WiZink Center— es como pasar las páginas de un gran álbum de fotos por el que desfilan ciertos momentos felices acumulados a lo largo de lo que viene a ser media vida, y la voz cansada con que los va enhebrando el bardo es la constatación de que, en efecto, ha pasado el tiempo por nosotros. Pero también es un consuelo que estemos aquí para brindar y regodearnos en la celebración de lo vivido, en el abrigo de unas canciones que trascenderán su época y seguirán calentando el ánimo cuando no estemos aquí ni quien las escribió ni quienes ahora las escuchamos, en la suerte de saberse contemporáneos de alguien que habrá alcanzado la categoría de clásico cuando le toque andar por el mundo a la generación de nuestros nietos, suponiendo que para entonces quede aún algún mundo por el que andar.
Se dice en esa hermosura absoluta que es «Peces de ciudad», acaso uno de los mejores temas que haya conocido la música popular española en el último medio siglo, que no debe uno volver jamás a los lugares en los que ha sido feliz, pero hasta los más devotos conocemos flaquezas y no hemos dejado de acudir puntualmente a cuantos recitales de Sabina se nos iban poniendo a tiro, en parte porque es de caballeros rendir la debida gratitud a quien tanta dicha nos ha dado y en parte porque celebrarlo a él no dejaba de ser una forma de celebrar esa parte de nosotros que se veía reflejada en el espejo de sus canciones. El conjuro también funciona en esta noche en la que inevitablemente se anudan el jolgorio y la tristeza, la algarabía y la congoja, las lágrimas y las sonrisas. No se precisan grandes escenografías ni artificios pirotécnicos cuando se golpea directamente al estómago del alma, ni hay por qué tirar de trucos cuando sobre la mesa está la honestidad salvaje de una biografía transfigurada en carne y verso. Sabina, que viene a ser ese tío o ese primo golfos de solemnidad a los que ponemos verdes en las reuniones familiares, pero cuyas hazañas inconfesables envidiamos y admiramos en secreto, viene a poner los puntos sobre las íes con su legendaria voz de lija y el arrope de unos músicos excelentes y lo suficientemente experimentados como para garantizarle una comodidad imprescindible en este trance, y hasta las piezas que ha habido que recuperar en el confín más hondo del baúl de la memoria suenan tan frescas como si hubiesen sido escritas anteayer, merced a esa alquimia que sólo poseen las cosas perdurables y convierte en diamantes los epítetos.
Tan prolífica ha sido esta última tournée que ha tenido ocasión de generar sus propios rituales, una serie de epígrafes celebratorios que, puntuales y medidos, condimentan en adecuadas dosis el guiso de nostalgias. Podrían citarse, a modo de ejemplos, la presentación de la banda al son del estribillo de «Más de cien mentiras» o los coros multitudinarios que entona el personal en «Calle Melancolía» o «Quién me ha robado el mes de abril», pero sobresale por derecho propio la ovación, tan larga como atronadora, que el público puesto en pie dedica al artista tras la conclusión de «Tan joven y tan viejo», ese peculiar pliego de descargos que quiso ser un corte de mangas a la inexorabilidad del destino y que ahora suena como una reafirmación de lo que sabemos en el fondo irrevocable. Han sonado antes otras piezas más totémicas, más celebradas, partituras que se convirtieron en su día en éxitos rotundos y que también han conocido la gloria esta noche, pero es ésta la canción que, entre todas, se revela nuclear, porque llega cuando la alquimia ha alcanzado su punto exacto de cocción y está la despedida a un par de bises de concretarse. En esos minutos en los que el propio Sabina parece avergonzarse del cariño que recibe quedan condensados todos y cada uno de los instantes que han definido una velada recorrida por composiciones memorables —de la inaugural «Yo me bajo en Atocha», cuyas estrofas se jalearon más que nunca, al recuerdo de Chavela Vargas que recorre esa preciosidad que es «Por el bulevar de los sueños rotos»; de la portentosa y felizmente recuperada «De purísima y oro» a la siempre eficaz «Mentiras piadosas»; en fin, de la indispensable «Y sin embargo» a ese broche dorado que conforma el maridaje entre «Noches de boda» e «Y nos dieron las diez»— y se hace notoria la inminencia del final y brilla en la mirada acuosa del artista la certeza de que, tal y cómo él mismo ha advertido, éste está siendo el concierto más importante de su vida porque va a ser el último, y por tanto el que con más recurrencia acuda a su memoria cada vez que sucumba a la tentación de mirar por el retrovisor.
Lo será también para nosotros, que saltamos y damos palmas para festejar la reencarnación más rockera de «Princesa» y jugamos a creer que esto no acaba, pero lo hace y salimos a la noche hospitalaria de Madrid sumidos en una tristeza alegre o en una alegría triste. Cuando uno ha conocido la dicha no es fácil acostumbrarse a su ausencia, y a ver qué hacemos ahora que cierra sus puertas el lugar donde fuimos felices y no nos queda más remedio que empadronarnos para siempre en Melancolía 7, más solos que la luna y sin perro que nos ladre.
***
REPERTORIO DEL CONCIERTO
Yo me bajo en Atocha
Lágrimas de mármol
Lo niego todo
Mentiras piadosas
Ahora que…
Calle Melancolía
19 días y 500 noches
Quién me ha robado el mes de abril
Más de cien mentiras
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Camas vacías (Mara Barros)
Pacto entre caballeros (Jaime Asúa)
—-
De purísima y oro
Peces de ciudad
Una canción para la Magdalena
Por el bulevar de los sueños rotos
Y sin embargo te quiero / Y sin embargo
Noches de boda / Y nos dieron las diez
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La canción más hermosa del mundo (Antonio García de Diego)
Tan joven y tan viejo
Contigo
Princesa



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