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Despertar a un niño

Pensaba empezar de otra manera, pero mi hija se ha plantado ante la puerta con una camisetita de Stranger Things y su aparición allí, precisamente en un umbral, me ha hecho preguntarme qué es esta paradoja, este pequeño fantasma de las navidades pasadas, una niña del siglo XXI revestida de nostalgia. ¿Qué es? Ante todo es una niña, delgadita, pelo largo, poca cosa. Con una camiseta que le queda grande, y esa camiseta tiene un rótulo, que hace pensar en un pasado cada vez más lejano, amasado hasta alcanzar una forma idealizada. ¿Pero de verdad es una forma idealizada? Porque no estoy tan seguro de que sea distinto ese pasado del mío. Si yo miro hacia mis años 80, es decir, el momento en que un niño veía su imaginación intervenida por diversas tecnologías del entretenimiento, tengo la impresión de que un día cualquiera de mi vida de entonces empezaba en una habitación abuhardillada, con el suelo alfombrado de cassettes, cintas VHS, cómics abiertos boca abajo, libros de bolsillo y cuadernos garabateados. Al rato salía por la puerta y el escenario era un suburbio —suburbio según la definición americana: afueras rodeadas de arbolitos—, y con la mochila a la espalda y las manos en los bolsillos miraba de reojo la oscura casa en la montaña, con su fachada gris y su tejado en ruinas, una reedición de lujo de la “antigua casa de los Marsten”. No pasaban autobuses amarillos, pero cuando pienso en ello, antes de darme cuenta de que estoy pensando, veo pasar autobuses amarillos (después, cuando ya reparo en que esto es recordar, empiezo a dejar de verlos). El instituto está en medio del bosque, y tiene puertas que conducen a todos los soleados pero turbios institutos de las películas que vi: a sus canchas de baloncesto, a sus teatros, a sus salones de actos y a sus laboratorios químicos, a sus aparcamientos para motos y rancheras, a sus sótanos medio inundados y llenos de cañerías donde un día que en las reuniones de antiguos alumnos todavía recordamos se ahorcó el pobre Timmy (pero allí nunca hubo ningún Timmy). Las clases son como en cualquier otro instituto: el profesor aburre a las ovejas y yo miro por la ventana pensando en otras cosas, hasta que de pronto veo a alguien, un tipo con una máscara y un jersey de cuello vuelto, en medio de los setos. El profesor me llama la atención con su sorna habitual y me hace repetir palabra por palabra lo que acaba de decir, y sólo cuando ha escuchado su propia perorata se resigna a darme por perdido, y yo —tan apático en el fondo como él— vuelvo a mirar por la ventana… pero el hombre de la máscara en los setos ya no está allí. Todo es una pura expectativa. Todo en realidad es un misterio. Jimmy coquetea con Jill, Jill coquetea con Jake, y si no he oído mal parece que las chicas van a preparar alguna broma en las duchas. Por alguna razón me acuerdo entonces de la hermana mayor de mi mejor amigo, la chica más bonita de la escuela, pero un verano se fue al campamento junto al lago y nunca más volvió. Al mirar otra vez por la ventana me pregunto si su desaparición no tendrá algo que ver con esa familia tan extraña que compró la casa al otro lado de la calle, ya sabes, la familia esa que no deja ver a sus hijos la luz del día, y que siempre parece que está esperando a que te vuelvas hacia sus ventanas para observarte por detrás de las cortinas. Cuando regreso a casa, sin embargo, ya me he olvidado de ella —curioso que una pregunta acerca de quién ganaría en una pelea sin reglas entre Rocky y Rambo te puede hacer olvidar a la chica más bonita de la escuela—, mientras atravieso una plaza con un reloj parado desde hace 50 años entre la calle principal y Elm St. La música que acompaña este paseo, por cierto, me afecta de una manera muy profunda: ya estaba aquí mucho antes de que yo naciese, y aun así tengo la sensación de que me está contando todo lo que me aguarda en el futuro. La tarde ha empezado a caer, un viento surgido de no sé dónde arremolina cosas por la calle y las hojas de los árboles han pasado del verde más brillante a un amarillo pálido —¡como en el cuento de Cheever!—, junto a las puertas de sus casas los padres comienzan a colocar calabazas con una velita en su interior, y una sombra reptante se mueve entre los setos. En mi cuarto sólo hay maquetas inspiradas en películas de miedo y paredes decoradas con afiches publicitarios.

Ahora bien, en esta escena falta algo. Yo hablaba una especie de lenguaje de los pájaros, un idioma onírico, ¿recuerdan? Esto, que ya cité en otra ocasión, forma parte de uno de mis poemas de entonces:

ORG #4000
ENT $
LD HL, #5000
LD DE, #6000
LD A, 1
LD (TOP), A
INC DE
INC DE
LD A, (DE)
CP 0
JP Z, #BB5A

En serio: algo tiene que estar ocurriendo para que un recuerdo así apenas encuentre su lugar entre esos otros en los que hay algo más que “recuerdo”. ¿Qué puede ser? (Ahora, si esto fuera una película o una memoria futura mi hija aparecería otra vez ante la puerta, pero con 20 años más, y me diría: “¡Papá, tienes que venir conmigo! ¡Los juegos de ordenador están desapareciendo de los años 80!”).

"En realidad yo sólo fui un mal espectador, un enfermo percipiente del efecto Eliza, un revientacódigos de ceño fruncido que se tiró un par de años rompiéndose la cabeza con el idioma en el que intrigaban las máquinas"

Jesús Martínez del Vas, que es arquitecto, ilustrador, historietista, y además de todo ello un hombre que escribe muy bien, se ha echado sobre la espalda la tarea de trasladarse al pasado y rescatar esos juegos de los agujeros de tiempo perdido que estaban empezando a devorarlos. (¿Como los Langoliers? Por ejemplo, sí: como los Langoliers). El momento no podía ser más oportuno. Muchos excaballeros de fortuna, exconvictos de cárceles de alta seguridad, exkaratekas de barrio, expolicías en un futuro en ruinas, se habían acostumbrado de tal modo a sus trajes demasiado grandes, a sus cubículos con fotos de los niños y a sus reuniones mensuales con la Asociación de Padres de Alumnos, que se habían olvidado por completo de todas las flotas espaciales que derribaron, todas las princesas que salvaron (¿dónde están esas princesas?, ¿qué se ficieron?), las abadías que vieron arder y los mundos sobre los que reinaron; otros guardaban una memoria algo más definida, un poco más pixelada por así decir, pero en general unos y otros recordaban aquel tiempo como a la hermana de nuestro compañero de pupitre, la que un día se fue de campamento y no volvió. Yo tengo también mis propios recuerdos, pero mi caso no es ejemplo de nada: ni salvé princesas ni viajé a lomos de un dragón, y sólo con mucho esfuerzo llegué a rescatar un puñado de libros chamuscados de una de esas viejas abadías en llamas. En realidad yo sólo fui un mal espectador, un enfermo percipiente del efecto Eliza, un revientacódigos de ceño fruncido que se tiró un par de años rompiéndose la cabeza con el idioma en el que intrigaban las máquinas. Desde los once a los trece, para ser exactos. Y conseguí hacer que una máquina hablase como yo (que hablaba en cómics, en libros de terror, y a veces, también, en ese idioma de pájaros).

"¿No ha sido toda una sorpresa encontrarme con esta niña, que apenas tiene unos años menos de los que yo tenía hace un rato, y que en ese tiempo del que hablo podría haber sido mi amiga?"

En su libro, Jesús Martínez del Vas hace un trabajo de espeleología digital hacia el pasado para traernos todo lo que estaba a punto de perderse: la historia de un cantante inmensamente popular, reconvertido por pura habilidad e instinto en el hombre de innumerables atributos sobre cuyos hombros se sostenía la industria del videojuego en España; el conmovedor retrato de uno de los más grandes ilustradores que llenaron las páginas de los cómics de la época y, por obra de tres jóvenes hermanos que crearon (con apenas 20 años) una empresa legendaria, también las carátulas de una inspirada serie de juegos que ahora son poco menos que griales para coleccionistas; la semblanza de uno de los mayores genios que ha conocido nuestro país en cualquier campo, y que, para desgracia de todos, se vio acorralado por la vida hasta el punto de quitarse la suya demasiado pronto; los recuerdos de guerra de un programador yugoslavo que escribió lo que yo siempre entendí (y sigo entendiendo) como un juego metafísico, con las novelas de Chandler y de Hammett como escenario; y no para terminar el libro —que, a la manera de la famosa novela de nuestra infancia, es interminable—, sino para concluir este resumen con el que quiero mostrar hasta dónde conseguían enredarse todos esos millones de metros de cinta magnética impregnados de pura fantasía, las memorias de un personalísimo diseñador de juegos hijo de un personalísimo director de cine (quien, dicho sea de paso, concibió la mejor película jamás rodada sobre Byron, con un actor protagonista inesperadamente insuperable.)

"A medida que hablaba, mis recuerdos de una vida entreverada de ensueños empezaban a dejar paso a otra clase de imágenes, donde la irrealidad, sin adornos, provenía de los hechos"

Aquí también la tarde cae, y ya no vivo cerca de la “casa de los Marsten”, y ante mi puerta hay una niña que me pide que la acueste. ¿No ha sido toda una sorpresa encontrarme con esta niña, que apenas tiene unos años menos de los que yo tenía hace un rato, y que en ese tiempo del que hablo podría haber sido mi amiga? Le gustan las películas de terror, como a mí; le gustan las historias truculentas; una vez me pidió visitar “este castillo en Transilvania” (señalándome el libro que estaba leyendo). Hoy no le he leído ninguno de los cuentos que teníamos pendientes, pero la mantuve con los ojos como platos mientras le contaba mi aventura en el laberinto de una antigua biblioteca, aferrado a una lamparita de aceite que se consumía poco a poco. Qué maravilloso me parecía, ante este pequeño reflejo de mí —misma nariz, misma forma de los ojos y la boca, mismo color de pelo—, recordar tan vivamente aquella parte ignorada de mi propio ser, que había pasado tanto tiempo semioculta entre las novelas de misterio y los paseos al colegio, entre los VHS de terror y el primer año de instituto. A medida que hablaba, mis recuerdos de una vida entreverada de ensueños empezaban a dejar paso a otra clase de imágenes, donde la irrealidad, sin adornos, provenía de los hechos. Clareaba una imagen más completa de mí, no menos fantástica, pero dispersa en otras muchas maneras de estar. Yo conocí a estos hombres, yo estuve aquí y aquí, yo hablé el lenguaje de los pájaros, le decía a la niña, a la que por fin empezaban a entornársele los párpados. ¿Y no era algo que celebrar, algo que no podía dejarse sin decir, este inesperado reencuentro? Claro que lo era. No la imagen mental de “recoger a un niño en brazos”, sino más bien reconocer sus piernas, reconocer sus brazos, su carita reconcentrada ante el papel cuadriculado. Por eso, cuando la niña se quedó profundamente dormida, me apresuré a llegar a a mi mesita —iluminado por una luna de verano— para escribir esta reseña, que no es una reseña convencional (¿por qué aburrirnos cuando de lo que se trata es de jugar?), sino el retrato espiritual de un libro cuyo logro más misterioso es, curiosamente, despertar a un niño.

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Autor: Jesús Martínez del Vas. Título: Memorias pixeladas. Editorial: Dolmen. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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