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Donde siempre es medianoche, de Luis Artigue

Donde siempre es medianoche, de Luis Artigue

«El Sabueso Informativo», un fotodetective hipocondríaco que investiga noticias de gran repercusión, acaba de ser enviado a Silenza (Italia) para que documente los efectos producidos por cierto fenómeno sin precedentes: hace casi un año que no amanece en la ciudad. Con estos mimbres arranca esta obra de Luis Artigue (León, 1974), con varias novelas y varios libros de poemas publicados, algunos de ellos merecedores de premios prestigiosos como el Ojo Crítico, de RNE en 2006, y el Miguel Delibes en 2013. La editorial Pez de Plata publica su quinta novela, una distopía repleta de humor neurótico titulada Donde siempre es medianoche, de la que Zenda ofrece las primeras páginas.

1

EL MISTERIO DEL PREMIO NOBEL PERDIDO

Había acertijos en la oscuridad; era la insomne malicia de las tinieblas…

—¿Qué rayos quieres ahora?

—Acabo de leer en el Corriere della Sera (en los periódicos ya no hay más que sucesos y neuroeconomía) que han arrestado ahí a una mujer que devino en psicópata y empezó a practicar la acupuntura con puntas y un martillo. ¡Qué horror! Reconozcamos que este experimento nuestro, aunque exitoso en el laboratorio, en esta fase se nos ha ido de las manos.

—¿Que reconozcamos qué? ¡Eso, hazte el científico digno justo ahora! ¿No es ya demasiado tarde para uno de tus ataquitos de moralidad?

—No olvides que trabajamos con materia peligrosa en un momento decisivo: no todo es cuestión de rentabilidad económica.

—Oye, trastornado, hablas como si a la ciencia corporativa le quedara todavía algún atisbo de dignidad… ¡Venga, prueba a no echarlo todo a perder con tus neuras!

—¿Trastornado? Me arriesgaré a tomar eso como un cumplido. ¡O no! Mira, sólo para resituarte en la realidad te recordaré, distinguida Elisabeta, que puede que yo esté trastornado pero soy más inteligente que tú hasta cuando tengo resaca. Y que tu marido, incluso dormido.

—Sí, te crees más inteligente que yo, y eso hace que te sientas muy poderoso.

—Yo más bien diría desamparado.

Mamma mía… ¡Tranquilízate de una vez, por dios! ¡Aquí lo tenemos todo controlado!

—¿Controlado? Discrepo; de hecho te hablo con el manos libres del coche porque estoy de camino.

—Ni se te ocurra: en esta ciudad, por muy premio Nobel que seas, han mirado en la lista de personas de fiar y no estás en ella. ¡Asume que te la tienen jurada!

—Soy consciente, pero sabré defenderme.

—¿Cómo? ¿Cómo vas a defenderte?

—Mira, en Silenza la sinceridad lo es todo; una vez que aprendes a simularla, el resto es fácil…

Y había también hielo, frío despótico, dilatadas avenidas sin tráfico que se diría que desembocaban en el litoral de la conciencia, noche perpetua en la que sólo la luz de las farolas trataba de ayudar a la esperanza… A pesar de que su reloj marcaba las diez y diez de la mañana era en efecto una intimidante noche de mucha nieve, hielo y frío legible en la cara, ésa en la que el científico llegó, ajeno a cualquier efervescencia y en su propio BMW, a la ciudad oscura e incomunicada por el temporal. Se trataba de una villa toscana con larga historia, cartujas, basílicas, templetes, palacios con portones fundidos en bronce, cúpulas parabólicas coronando edificios insignes y también, y sobre todo, arrabales macabros y personajes esenciales: un mundo pequeño amigo del comercio de susurros, conjeturas y secretos.

Inspiraba. Sus ojos, al contemplar lo insólito, parecían recién comprados en un mercado de monedas raras. Apenas había farolas encendidas pespunteando la oscuridad. Espiraba.

Tras un acceso de rabia y otro simultáneo de estremecimiento, acababa de dejar más abandonado que aparcado su automóvil en las afueras, frente a la belleza envilecida del edificio de la fábrica de armas de Santa Giuliana. Pero la deficiente visibilidad, el frío despótico y los renuentes bramidos del viento no le permitieron cerciorarse al poco de si el coche con la batería y el GPS averiados ocupaba el arcén o la cuneta.   

Había tomado bufanda, gorro y pelliza lanuda e introducido dentro del bolsillo interior del forro la enigmática probeta (se trataba de un tubo de ensayo precintado en el que portaba un experimento sobre una nueva fuente de energía de la cual aún no disponía de los permisos de patente). No se dejaba ver nadie por las calles ni había luz en las ventanas.

Sin embargo, él estaba dominado por una obsesión más grande que la vida, la cual le obligaba, a pesar de los pesares, a proseguir. Se sacudió los hombros. El fulgor afarolado de un lejano rincón en la travesía que iba recorriendo le empezó a recordar esas sonrisas cínicas que parecen reflejar ternura pero indican desprecio. Se encaminó hacia ese punto. La oscuridad —pensó para automotivarse y defenderse— nos ayuda a avanzar; los logros no sólo se deben a los audaces sino también a los que van a ciegas, están aterrados y no se rinden.

Mientras empuñaba la linterna de su iPhone se iba alejando del coche con rumbo al hotel más próximo. La humedad gélida. El temor ya afilándole por completo la atención y la memoria trágica.   

Comprobó de nuevo la hora en su reloj de pulsera: casi las doce del mediodía. ¿Del mediodía?

Cierta señal informativa reflectante atrajo su atención: «BIENVENIDO A SILENZA. Las autoridades advierten que no se encuentra usted en un parque temático. La noche continuada de esta ciudad es real. Por eso se recomienda PRECAUCIÓN».

Se detuvo no más de un instante porque eso le despertaba otros mil fríos: desde la via Di Luca vislumbró enhiesta, casi gelatinosa, la silueta de la catedral de San Francesco (las dos altas torres a tal distancia era lo poco urbano que no estaba siendo deglutido por el intestino de la nocturnidad). Once y cincuenta horas.

Se adentró en la explanada empedrada que conducía al Pórtico de la Gloria de modo semejante a quien ahonda en un shock.

Por un momento se recreó, entre los pilares, en el hastial: el rosetón iluminado desde dentro se asemejaba a un diagrama molecular. Decidió aproximarse a los barrotes de la verja, los agarró y el frío metálico, después de traspasarle los guantes, le acalambró las manos. Sin embargo, justo cuando iba a dejarse caer de rodillas y de impotencia, advirtió que el candado de la portezuela no estaba cerrado. Lo quitó. Entró buscando refugio. Se detuvo, al atravesar el enrejado, con el decoro ritual de un peregrino. ¡Los sonidos de la noche se parecían a todas las pesadillas, aunque en realidad a ninguna! Pensó en salvaguardarse al menos allí, bajo el pórtico de aquel edificio desmesurado y trascendente, para dormir acurrucando a la intemperie, pero al apoyarse en el portón notó que también este estaba abierto. ¡Qué raro! Y sin preguntarse nada más, acaso porque su frío no dejó tiempo de reacción a su miedo, entró en la catedral.

Con un candelabro encendido en la mano empezó a transitar por el interior sagrado desde las piletas de agua bendita del recibidor al ábside, y desde una nave lateral a la otra. Apenas nada pudo ver de la de la techura yugulada ni de la coquetería sagrada de las vidrieras, nada de cornisones, contrafuertes, capiteles, pilastras o bóvedas de crucería, mas todo lo intuyó. Tras recorrer, en medio de un silencio rotundo en el cual hasta una nana resultaría aterradora, el deambulatorio se acomodó en las gradas cercanas al coro.

Los destellos de la poca luz se le repetían en sus ojos como en un espejo.

La curiosidad le llevó, ya físicamente repuesto, a incorporarse y acercarse hasta el coro de madera labrada. Y hasta el órgano. «¡No, cómo voy a ponerme a tocar ahora el órgano!».

Pasó al fin a sentarse ante los teclados, y a cerrar los ojos como quien trata de fundirse con la oscuridad, y a respirar con conciencia, y a sentir que era parte del infinito todo. Se concentró. Traspasó una cortina psíquica, y aun otra, y se adentró en un pasadizo espiritual, y llegó a un territorio difícil de describir en el cual pudo expandir su yo interior tras acceder a ese lugar fronterizo que es el final de los sentidos y el comienzo de claridades superiores. A la luz de su vela se dispuso ya a hacer sonar en el órgano, con esplendor y solemnidad, ciertas sonoridades densas, barrocas. Lo que empezó siendo un atrevimiento, casi una travesura, se convirtió en arrebato y pasó a tocar cada vez más inspirado, casi poseído, moviendo al compás las manos y los pies, pues ese antiquísimo órgano de tubos, además del doble teclado de manuales, disponía de otro inferior: el pedalero, peculiar en grado sumo. Era la catedral redimensionada; la noche externa e interna. Era una reelaboración de la Tocata y Fuga en re menor de Bach añadiendo elocuencia al silencio. Y él también en fuga; chispas de soldadura en sus ojos. Tocó. Y tocó…

A la mañana siguiente, el deán de la catedral, uno de esos tipos que hacían de la elegancia una demostración de la melancolía, llevaba el sueño en los ojos, el frío en los huesos y las llaves en la mano cuando una mirada deslizante le hizo darse cuenta de que, sorprendido por el temporal, lo había dejado todo mal cerrado el día anterior. Y se encontró cerca del órgano, durmiendo ovillado en el suelo junto a una probeta rota, a un extranjero embarnecido de barba blanca, complexión germánica y cierto aire un poco amargo como de soltero obligado. Al despertarle, un grito ahogó la pesadilla interrumpida…

No sé por qué he dicho a la mañana siguiente, pues tras esa nevada y esa noche no amaneció. De hecho, en esta ciudad tenue y sujeta a inestabilidades que son el alimento de su propio caos, hace ya casi un año que no se ha contemplado la luz del día.

Por eso vino entonces aquel tipo alucinado que, según dicen, resultó ser un premio Nobel de existencia inteligente y delincuente que comprometía el porvenir.

Y por eso he vuelto yo.

Sinopsis de Donde siempre es medianoche, de Luis Artigue

«El Sabueso Informativo», un fotodetective hipocondríaco que investiga noticias-bomba, acaba de ser enviado a Silenza (Italia) para documentar los efectos producidos por cierto fenómeno insólito: hace un año que no amanece en la ciudad. El viaje cobrará un sentido inesperado cuando el Sabueso se topa con una fascinante mujer llamada Elisabeta. Una mujer que le hará tomar contacto con Silenza y con las incógnitas que suscita su oscuridad. ¿Cuáles son las razones de la noche perpetua? ¿Dónde está el insigne astrofísico que trabaja escondido en la ciudad? ¿Quién es Anticristo Superstar, líder de una secta apocalíptica de bebedores de sangre? En una atmósfera llena de turbiedad moral y acción continua, el Sabueso se verá superado por una mujer de la que no puede pasar por mucho que lo intente.

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Autor:Luis Artigue. Título: Donde siempre es medianoche. Editorial: Pez de plata. Venta: Amazon y Casa del libro

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