También las casualidades saben disfrazarse para fingir que sus caprichos obedecen a una lógica. Cuando Aroa Moreno Durán me escribió aquel mensaje en el que me preguntaba por una conversación que Luis Eduardo Aute y yo habíamos mantenido algunos años atrás a propósito de «Al alba», hacía tres o cuatro días que me había instalado en Madrid y estaba paseando justamente por la Fuente del Berro, el parque por el que el cantautor acostumbraba a sacar a sus perros y junto al que estuvo su casa, cuyo solar languidece lleno de escombros sin conservar otra huella de su habitante que la pintada con la que un grafitero anónimo tuvo a bien plantar cara al olvido. No lo supe entonces, pero Aroa andaba por aquellos días escribiendo su novela Mañana matarán a Daniel, un artefacto que aúna investigación y autobiografía en torno a los que han pasado a la historia como los últimos asesinatos perpetrados por el franquismo —o en vida de Franco, si convenimos en que la dictadura aún se prolongó algún tiempo tras su muerte— y en cuyas páginas por fuerza tenía que soplar el aire de esa canción, aunque fuese como un murmullo tenue sostenido en el trasfondo de la trama.
En aquella ocasión —fue en la Semana Negra de Gijón, en julio de 2016, unas pocas semanas antes de que él tuviera que retirarse— le pregunté a Aute cómo había vivido la conversión de una de sus composiciones en himno, si seguía contemplando aquella letra y aquella música como algo más o menos íntimo o si su asunción como un gran canto colectivo había terminado por inducir un cierto extrañamiento hacia sus versos y sus acordes, un dejar de verlos como propios para entenderlos como algo que ya no le pertenecía, o que sólo era suyo en parte. Me contó entonces lo que había contado alguna que otra vez: que no había escrito aquella canción como una protesta contra los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975 porque, de hecho, databa de un momento anterior no ya a aquella ejecución infame, sino a los hechos que la habían provocado, pero que sí surgió después de varios intentos fallidos por componer una pieza que se rebelara contra la pena de muerte en cualquiera de sus formas —andaba el calendario deshojando entonces los ecuadores de 1974, así que cabe pensar que el referente inmediato fuese Salvador Puig Antich, que había muerto estrangulado en el garrote vil a principios de aquel año—. No logró concluir nada que lo dejara satisfecho, así que pasó a otra cosa y «Al alba» nació sin otra intención que la de constituir una declaración de amor a su esposa, Marichu, pero sus estrofas y su estribillo se fueron impregnando de forma inconsciente de aquel otro propósito frustrado. Eso es fácil verlo ahora, pero entonces no lo supo advertir ni su propio autor, que tras dar la letra por finalizada la guardó sin otorgarle mayor atención que la que concedía a cualquier otro de sus textos. Las cosas que parecen evidentes cuando el tiempo ha hecho su trabajo y nos las pone ante los ojos rodeadas de unas connotaciones y un contexto pudieron no serlo tanto cuando eran sólo germen o inicio, mero tanteo o fruto temprano que aún aguardaba su punto exacto de maduración. Aute no era un cantautor al uso, procuraba evitar los conciertos y ni siquiera se sentía demasiado cómodo en los estudios de grabación, así que le entregó aquella canción recién horneada a su amiga Rosa León, por si le interesaba registrarla con su voz. Fue ella la primera que percibió que parecía una plegaria amorosa pronunciada por un condenado a muerte en las horas previas a su final, y también quien en un recital que se celebró en el verano de 1975 quiso dedicársela a los cinco hombres que aguardaban en la cárcel la consumación del castigo definitivo y fatal que iba a infringirles un régimen caduco que inútilmente pretendía disimular con aquella estéril demostración de fuerza los síntomas evidentes de su senilidad. Lo que vino después fue historia, la canción se abrió paso en el subconsciente colectivo y se hizo clamor, y ese significado y esa fuerza que su autor no quiso darle, pero que de algún modo residieron en ella desde el primer momento, se impusieron con tal fuerza que hasta el propio Aute llegó a desdecirse en ocasiones —ocurrió, por ejemplo, en una entrevista que le hizo Mercedes Milá— para no contradecir la creencia general de que el último crimen de Franco había permanecido siempre entre las bambalinas de su gestación.
Importa poco, porque sea como fuere «Al alba» es una canción hermosa y bien está que la belleza se erija en repulsa y condena, pero también en consuelo, frente a la ignominia y la barbarie. Durante unos cuantos meses debatimos Aroa y yo sobre este tema, en persona y a través del teléfono, y por eso cuando terminó de corregir las galeradas de su libro organizamos una pequeña excursión al Ejido, un paisaje berroqueño que se abre a las afueras de Hoyo de Manzanares, sobre el campo de tiro del Palancar, que pertenece a la Academia de Ingenieros del Ejército y fue el lugar donde perecieron tres de aquellas cinco últimas víctimas del régimen. Dicen que algunos de los soldados que les dispararon, jóvenes e imberbes, iban borrachos para no ser muy conscientes de la barbaridad que iban a cometer. También que el cura que dio la extremaunción se pasó el resto de los días rumiando una culpa que terminó pudriéndole los huesos. Aquella mañana de julio llevamos la guitarra y cantamos en aquel roquedal desierto «Al alba». Bajo el sol del verano el paisaje era un tapiz adolescente, tan refulgente y tan amable que era difícil creer que hubiese podido ser aquél el lugar sobre el que se cernió aquella noche que temió a la madrugada.


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