¿Qué sabemos de Grecia? Más bien poco, o casi nada; o, mejor dicho, muchas cosas, pero limitadas a un periodo muy concreto, tan lejano que las palabras que lo nombran parecen avecindadas en los predios difusos de los mitos y no en las tierras inciertas de la historia. Todos podemos mencionar a Platón y a Aristóteles, a Homero y a Sófocles, a Esquilo y a Pericles; sabemos enumerar de carrerilla al menos un puñado de dioses del Olimpo y quizá, bien es cierto que con alguna que otra dificultad, glosar las esencialidades de los misterios eleusinos. Nos quedamos ahí, por lo general. Rara vez estamos en disposición de relatar lo que pasó en aquellas tierras tras la romanización, y su devenir durante la contemporaneidad es un enigma para la inmensa mayoría, como si la petulancia o la pura desidia nos hubiesen convencido de que era buena cosa que los europeos diésemos la espalda al lugar del que venimos. Nunca entenderé por qué los artífices de la Unión desdeñaron la posibilidad de ubicar alguna de sus sedes en la península donde al fin y al cabo se asientan sus raíces, ni la saña con que, hace unos pocos años, aquellos hombres de negro llegados desde el norte se ensañaron con un país que no hizo más ni menos que lo que hasta entonces le habían dejado hacer, como si hubiesen encontrado en la gran crisis que tantas cosas se llevó por delante una coartada con la que justificar una suerte de parricidio simbólico, o como si al fin los dueños del capital se atrevieran a mancillar con su venganza el nido de la inteligencia.
Ese desentendimiento prolongado es el que provoca que uno se sorprenda cuando llega a Atenas y cobra consciencia de que, más allá de la Acrópolis, no dispone en su imaginario de ninguna referencia que le pueda anticipar siquiera una leve e inexacta impresión de la ciudad. Tanto la ignoramos que jamás nos hemos detenido a imaginar cómo pueden ser sus calles o sus plazas, en qué entretienen el ocio sus gentes, qué se bebe en sus bares o qué se compra en sus mercados. Se atraviesa la Plaza Monastiraki igual que se camina por un sueño, se ve aparecer la Torre de los Vientos al final o al principio de Aiolou como si se tratara de una alucinación salvífica y se siente uno como si asistiera al nacimiento de una civilización condenada a extinguirse de antemano. Al pasar junto a edificios cochambrosos al borde del derrumbe, al entrar como de hurtadillas en las pequeñas capillas ortodoxas que brotan en las aceras más insospechadas, al charlar unos minutos con taxistas o quiosqueros, uno entiende que le atañen en esta ciudad desconocida más cosas de las que acaso le podrán concernir en cualquier otra, y por eso intuye el deslumbramiento que experimentaron Byron y Shelley cuando vinieron a pisarla y terminaron defendiendo con ardor una independencia que a ellos ni les iba ni les venía, pero que entendieron justa para un pueblo que merecía tomar él mismo las riendas de su historia.
Todas estas reflexiones hicieron que me acordase de Dimitris Christoulas en el que fue mi primer viaje a Atenas, pero el escaso tiempo del que dispuse entonces me impidió dedicar la atención que merecía a aquella iluminación de mi memoria. El suyo es uno de esos nombres que emergen en el relato de la actualidad para disolverse después en el olvido, pero durante unas semanas o unos meses resonó con tanta fuerza que su eco se tradujo a varias lenguas, hasta el punto de que supe de él por un teletipo que aterrizó una tarde en la redacción del periódico en el que yo trabajaba entonces. Había sido farmacéutico y estaba jubilado, vivía de una pensión que se había procurado él mismo, sin ninguna ayuda del Estado, y tenía mujer e hija. El 4 de abril de 2012 decidió que había llegado al límite de sus fuerzas. Salió de su casa en Atenas y caminó hacia la Plaza Syntagma, una explanada pequeña y plácida en cuyo flanco oriental se alza el edificio del Parlamento. Allí, al lado de un árbol, sacó una pistola que llevaba en el bolsillo y, a la vista de todos, se pegó un tiro en la sien. Dejó una nota manuscrita en la que explicaba que sus ahorros no le daban, que le faltaba poco para ponerse a escarbar en la basura, que no quería dejar a los suyos en herencia una absoluta ruina y que, llegado a ese punto, prefería abandonar con dignidad. Su sangre dibujó por el césped un mapa que cartografiaba la vergüenza de un continente acorralado por la ludopatía bursátil de sus bancos.
Con la ayuda de las fotografías que publicó la prensa en aquel tiempo, y que rescaté en el teléfono móvil mientras me encaminaba hacia Syntagma desde el templo de Zeus Olímpico, en mi segunda visita a Atenas localicé el árbol bajo el que se había suicidado Dimitris y permanecí en silencio junto a él unos minutos, no supe bien por qué. No había allí nada que recordara la tragedia y me pareció injusto que se cerniera la desmemoria sobre el rastro de quien entregó su vida para abrir los ojos del mundo. Al día siguiente volví a la colina de Pnyx. Es un montículo árido en el que nunca hay turistas —o al menos no me encontré ninguno en las dos ocasiones en que anduve por allí— desde el que se obtiene una espléndida perspectiva de la Acrópolis. Allá por el siglo sexto antes de Cristo, al eminente Solón, a quien la posteridad consideraría uno de los Siete Sabios de Grecia, se le ocurrió que era buena idea que los ciudadanos se reunieran en su cima para elegir a sus magistrados y debatir en ella todo lo concerniente al bien común. A aquel invento suyo lo llamaron democracia.


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