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El arte de contar

«Se equivocó la paloma»

Rafael Alberti escribió el poema «Se equivocó la paloma» en 1939, al inicio de su largo destierro tras la derrota republicana en la guerra civil. Por aquel entonces, él y su mujer, María Teresa León, residían en la vivienda que Pablo Neruda y Delia del Carril tenían en París, a la misma orilla del Sena. En un pasaje de La arboleda perdida, el propio Alberti explica que aquellos versos se le ocurrieron en una noche de desesperación, inseguro como estaba ante el rumbo que tomaría su vida ahora que la dictadura lo alejaba de su país y lo obligaba a deambular por un mundo que se revelaba inhóspito, porque de pronto carecía de un lugar al que volver. Al referirse al texto emplea el término «canción», y no «poema», porque en realidad sus estrofas siguen la estructura del cosante, una fórmula que se encuentra en los cancioneros castellanos y galaico-portugueses del siglo XVI y que se caracteriza por una sucesión de pareados en la que cada uno de éstos va recogiendo ideas que ya habían germinado en el anterior y a las que, a su vez, complementa un nuevo concepto en el siguiente. En su larga divagación autobiográfica, Alberti confiesa que ni él mismo es capaz de dar una interpretación certera a ese poema —que incluyó en su libro Entre el clavel y la espada, publicado en Buenos Aires en 1941—, lo cual siempre me ha dado cierto consuelo, teniendo en cuenta que esos versos me amargaron bastante a mí la vida en la primavera de 1998. Ocurrió en el segundo trimestre del COU, cuando la profesora de Literatura Española nos encomendó un trabajo en torno a la Generación del 27 cuya nota haría media con la que obtuviéramos en los exámenes de esa evaluación. Se trataba de presentar un análisis exhaustivo de unos pocos poemas que ella misma adjudicaba de forma personalizada, de forma que cada uno de los veintipico alumnos que coincidíamos en aquella aula tuviera que pelearse con textos distintos. Uno de los que me cayó a mí fue el de la dichosa paloma, y aunque no me resultaba del todo desconocido —lo había escuchado alguna que otra vez, con sus sílabas encaramadas a la línea melódica que les trenzó Carlos Guastavino, en las voces de Joan Manuel Serrat y Ana Belén—, tras leerlo un par de veces tuve que asumir que no entendía nada. Le di vueltas y vueltas hasta que reparé en dos versos que, casi al final, bien podían encerrar el meollo del asunto: «Que tu falda era su blusa; / que tu corazón, su casa.» Ha pasado mucho tiempo desde entonces y no puedo detallar los pormenores del pintoresco razonamiento que me hizo llegar a la conclusión que llegué, pero entiendo que en él pesaban tanto una cierta vocación de diletante como la efervescencia de unas hormonas que, en pleno auge adolescente, se resistían a reprimir sus instintos más primarios. La cuestión es que entendí que todo lo anterior no eran más que simples merodeos para llegar a ese punto crucial, y que aquel poema, en realidad, hablaba de cómo un chico se excusaba ante una chica después de haber intentado explorar las zonas bajas de su anatomía, sin que ella le permitiera descender más allá de su cintura. Tampoco puedo precisar las palabras con que plasmé esta convicción en mi trabajo, aunque me temo que no fueron tan eufemísticas como las que acabo de emplear, pero sí recuerdo con precisión que, cuando la profesora me lo devolvió, toda mi explicación había desaparecido bajo un soberbio borrón de tinta roja del que salía una flecha que desembocaba, ya en los márgenes del folio, en un conjunto de exclamaciones. Aquella buena mujer —de la que guardo un recuerdo excelente y agradecido, ya que fue la primera persona que me dijo que algún día yo sería escritor— no hizo nunca el menor comentario acerca de mi perversión lectora ni sacó jamás el tema en las ocasiones en que nos encontramos cuando yo era ya universitario y ella seguía entregada a la docencia en la educación secundaria, pero el suspenso que me cascó fue tan antológico que aún me escuece cuando lo pienso. La equivocación de la paloma, en resumen, no había sido nada comparada con la mía. Cuando unos cuantos años después, en el transcurso de alguna mudanza de mi biblioteca, retomé la pequeña antología de la editorial Cátedra que me había comprado aquel curso, precisamente a raíz del trabajo sobre la Generación del 27, mis ojos volvieron a tropezarse con el poema de Alberti y encontraron en él un mensaje aún más desasosegante que el del enamorado sobón abochornado ante el objeto de su deseo. De pronto, aquel vuelo errático de la paloma que iba al sur cuando querría haber ido hacia el norte y confundía el mar con el cielo era un cuento de terror en el que nada estaba claro y todo podía ser lo contrario de lo que aparentaba. Desde entonces, empecé a acordarme de esos versos siempre que las noticias hablaban de animales que ven sus conductas alteradas por los efectos del cambio climático y sigo acordándome cuando ahora atiendo o me llegan ecos de determinados comportamientos y aseveraciones de mis semejantes, tan confusos como yo en medio de esta pandemia que está subvirtiendo costumbres y vaciando el ánimo de expectativas al mismo tiempo que ha limitado el horizonte personal a una cuestión de días o semanas, de meses con suerte. Como la paloma de Alberti, también nosotros anhelamos ver mañana donde hay noche e intentamos localizar estrellas en las gotas de rocío, por más que la realidad se nos muestre una y otra vez reacia a conceder un respiro en medio de este caos extraño en el que hemos empezado a asumir como normales cosas que a principios de este mismo año nos habrían parecido inverosímiles. La paloma del poema nos desconcierta tanto porque viene a sugerir que también la naturaleza puede equivocarse, lo que es tanto como decir que el orden lógico del mundo no es eterno ni inamovible, y me pregunto si no es eso mismo lo que estamos comprobando desde el pasado mes de marzo. La respuesta que me doy no me gusta demasiado, y en silencio deseo que esta interpretación mía esté tan equivocada como aquella otra que a punto estuvo de costarme una evaluación entera cuando me jugaba el ingreso en la universidad.

Los filandones

"La primera necesidad del ser humano, desde que cobró conciencia de serlo y una vez solucionados los aspectos que atañen a la mera supervivencia biológica, es la de compartir historias"

Cuando arreciaban las semanas más duras del confinamiento primaveral —esos días infaustos en los que no tuvimos otra perspectiva del mundo que la que nos ofrecían las ventanas de nuestras casas y las pantallas de nuestros artilugios electrónicos—, mi amigo Ibán García del Blanco organizó en su cuenta de Instagram unos encuentros virtuales a los que llamó Filandones Digitales y que tuve el honor de inaugurar. El de filandón es un término muy arraigado en los montes asturleoneses que designa las reuniones que, en tiempos, los vecinos celebraban en sus casas, tras las cenas, y en las que se iban contando historias mientras mantenían las manos ocupadas en alguna labor, generalmente textil. Es una costumbre que aún pervive en ciertos pueblos, cada vez en menos, pero que permanece muy viva en el imaginario de un territorio, el noroeste ibérico, donde el aislamiento no ya respecto a los grandes centros de poder, sino entre las mismas aldeas que brotaban en sus dominios, convertía estos encuentros en un rito aún más importante que la misa del domingo, el bautizo de los recién nacidos o los sepelios de los muertos. La primera necesidad del ser humano, desde que cobró conciencia de serlo y una vez solucionados los aspectos que atañen a la mera supervivencia biológica, es la de compartir historias, las propias y las ajenas, porque ellas le permiten cerciorarse de que no está solo en el mundo. De ese impulso básico nacieron la literatura y el resto de las artes, y también las religiones. De todo esto empecé a hablar con Ibán aquella tarde, y mencioné una película que había descubierto por pura casualidad unos pocos años antes y que venía muy al caso. Se titula, precisamente, El filandón y la dirigió José María Martín Sarmiento en 1984. No sé si se puede calificar como el largometraje más literario de nuestro cine, pero, si no lo es, anda cerca. El argumento es sencillo: cinco hombres organizan un filandón en el interior de la solitaria ermita de Fasgar —al noroeste de la provincia León, junto al nacimiento del río Boeza—, donde dicen que tiempo atrás aconteció un suceso legendario. Cada uno de ellos cuenta una historia que lleva preparada para la curiosidad, y así va cayendo la tarde mientras sus palabras trasladan al espectador a un universo de viejos mitos y hechos extraordinarios. Sus cinco protagonistas no son unos personajes cualesquiera. Se trata de Luis Mateo Díez, Pedro Trapiello, Antonio Pereira, José María Merino y Julio Llamazares. Echo en falta en el elenco a Juan Pedro Aparicio, con el que la película habría culminado la cartografía perfecta de la estupenda generación de narradores que surgió en las tierras leonesas a lo largo de las últimas décadas del siglo pasado. Volví a recordar esa película cuando supe que el Premio Nacional de las Letras celebraba este año la amplia y dichosa trayectoria de Luis Mateo Díez, que era uno de aquellos filandoneros y será siempre el fundador de la mítica Celama, ese territorio que José María Pozuelo Yvancos definió como «una metáfora de la conquista realizada por la imaginación literaria como palabra de la memoria». Me alegré como quien se alegra por el éxito de un amigo o de un familiar próximo. A Luis Mateo Díez le debo muchas horas felices de lectura y, sobre todo, el deslumbramiento que experimenté cuando, a mis dieciocho años, me entrometí en las páginas de La fuente de la edad, una obra que para mí resultó fundacional en muchos aspectos. El reconocimiento que ahora se le brinda no deja de ser un homenaje a esa práctica ancestral del filandón, en la que él bebió hasta adquirir los rudimentos que le han terminado convirtiendo en uno de los autores imprescindibles de nuestras letras, y en la que acaso resida uno de los últimos ecos de aquella primigenia vocación por contar que propició el alumbramiento de las artes.

Los miedos infantiles

"Era una narración tan poderosa, tan evocadora, que uno no podía dejar de lamentar que se presentara en un mismo volumen junto a otras"

En el transcurso de una conversación pública que mantuvimos hace algunos años, Antonio Muñoz Molina mencionó su relato «El miedo de los niños» como ejemplo de ese mecanismo por el cual la memoria urde sus trampantojos para exhibirse ante los demás revestida de ficciones. El cuento se había publicado en 2011, dentro de su libro Nada del otro mundo, y combinaba las fabulaciones infantiles con las experiencias autobiográficas en una trama que viajaba de la ternura a la tragedia, previo paso por los predios del terror. Era una narración tan poderosa, tan evocadora —porque su lectura nos retrotrae a nuestros propios temores infantiles, porque nos descubre que, tras ellos, bien pudo haber en algún momento un poso de verdad—, que uno no podía dejar de lamentar que se presentara en un mismo volumen junto a otras, diluyéndola en el conjunto sin concederle la particularidad que merecía. La editorial Seix Barral ha resuelto la injusticia dotándola ahora de una vida nueva e independiente en una hermosa edición que pretende emular los viejos cuadernos infantiles y se complementa con unas magníficas ilustraciones de María Rosa Aránega y un epílogo del propio autor que indaga en las fuentes de las que brotan las historias. «Como la mayor parte de los procesos mentales, los que conducen a una historia de ficción suceden en gran medida fuera del dominio de la consciencia», escribe. La que él rescata ahora, sin embargo, es una de ésas que se quedan grabadas a fuego en la memoria, como aquéllas que nuestros antepasados relataban y escuchaban junto a la chimenea, en las noches de invierno, mientras fuera la nieve teñía de blanco los paisajes y la atmósfera se enriquecía con esas palabras sabias e imaginativas que daban cuerpo y alma a las ensoñaciones.

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