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El arte de las ficciones

El arte de las ficciones

Parece que fue ayer y ya llevamos lustro y medio huérfanos de James Salter (Nueva York, 1925 – Sag Harbor, 2015), una de las grandes figuras norteamericanas de la narración contemporánea, un maestro indiscutible de esa medida de gracia —la que uno necesita para afrontarlo— tan exigente como es el cuento literario. Más allá de sus extraordinarias novelas, el autor de Años luz acabó de cimentar su prestigio con dos recopilaciones de relatos dadas a la imprenta con los títulos de Anochecer (1988) y La última noche (2005). Junto con la pieza suelta “Carisma” (publicado en The Atlantic el 30 de abril de 2012), conforman toda la narrativa breve del escritor estadounidense, reunida por fin en estos Cuentos completos que ahora vuelven a ver la luz y a iluminar las entrañas del ser humano al que, extraordinariamente, todavía supo encontrarle Salter recovecos inexplorados, para regocijo de los lectores asiduos a su prosa luminosa, muchos de ellos colegas de oficio.

"El caso fue para él un asunto de marcar, pulir, cortar, molar, afilar, barnizar, dar lustre y garantizar un tratamiento de abeja y un resultado de mariposa, como hubiera dicho su admirado Muhammad Ali"

Puede decirse que, hasta hace bien poco, podía considerársele un escritor de escritores, un narrador al que durante años editores y agentes le dieron la espalda, pero que supo armarse con la mejor de las herramientas que puede atesorar cualquier escritor que se precie, esa bisagra engrasada por el tesón y el orgullo, la confianza, en suma, a lo que habrá que añadir una pizca de vanidad bien llevada y no poco amor propio, con los que afrontar la tarea de poner en pie, línea tras línea, párrafo a párrafo —el irlandés John Banville es heredero de esa escuela—, hasta volcarse en el punto final que otorga sentido al conjunto con la rotundidad de la escarpa y la autoridad de la cizalla, el monumento artístico de su obra. El caso fue para él un asunto de marcar, pulir, cortar, molar, afilar, barnizar, dar lustre y garantizar un tratamiento de abeja y un resultado de mariposa, como hubiera dicho su admirado Muhammad Ali. Escribir en lugar de vivir. Dar mucho a cambio de nada, o de esa casi nada en la que se cifra la insatisfacción permanente del escritor que se responsabiliza de la tradición de la que desea ser digno descendiente. James Salter es discípulo de los grandes y maestro de los mejores. Aquel “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio” que decía Calvino, pero aplicado a la labor literaria en la que supo bien pronto que inspirarse en la vida —menuda vida, envidia póstuma para Hemingway—no suponía admitir una renuncia al arte con mayúsculas.

"Mejor callamos. Mejor leemos. Y releemos, que es la mejor forma de apresar para siempre las enseñanzas de un artista que miró muy de cerca la vida y salió indemne"

La prosa exquisita que cosecha contiene tres eses indisociables: su escritura es sutil, sincera y sensual. Lo humano se le supone, visto lo vivido por este aviador de combate que llevó hasta sus últimas consecuencias sin apenas rasguños la pugna entre las armas y las letras, hasta convertirlo en un matrimonio imperecedero, calando por igual en todos los dominios idiomáticos en los que su obra se ha visto publicada. Algo así como si a Frank Sinatra siempre le hubiera hecho los arreglos Nelson Riddle (con permiso de Quincy Jones), en ese alarde de transparencia engañosa que los hace únicos. Salter ha contado, además, con los mejores exegetas, empezando por Antonio Muñoz Molina, que nos descubrió muy pronto los cuentos de La última noche y nos habló maravillas de esa pieza de orfebrería que cerraba aquel último volumen en vida y ahora pone el colofón a los Cuentos completos, tan difícil de acometer cuando los mundos de la muerte, el placer y la traición implosionan. “El cuento que uno da a leer de inmediato a la persona querida, urgiéndole a dejar de lado cualquier otra tarea; el cuento que si uno lo lee estando a solas quiere leer por teléfono a alguien, o tiene la tentación de contar en voz alta, como contaba de niño en el patio de la escuela una película a la mañana siguiente de verla.” John Banville, prologuista de lujo de esta edición, no lo hubiera expresado mejor; o tal vez sí, pero el entusiasmo del autor de El jinete polaco nos vale para evitar caer en la ingenuidad de proponernos nosotros como valedores del gran James Salter. Dejemos hablar al padre de Benjamin Black cuando dice que Salter “es un mago cuyos prodigios están exquisitamente ejecutados, pero a la vez demuestran una sólida comprensión de las realidades cotidianas”. Mejor callamos. Mejor leemos. Y releemos, que es la mejor forma de apresar para siempre las enseñanzas de un artista que miró muy de cerca la vida y salió indemne. Él no diría lo mismo, pero sí asentiría al afirmar que merece la pena correr el riesgo.

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Autor: James Salter. Título: Cuentos completos. Traducción: Enrique de Hériz, Luis Murillo y Aurora Echeverría. Editorial: Salamandra. Venta: Todostuslibros.

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