Inicio > Blogs > Ruritania > El arte por el hambre
El arte por el hambre

Ilustración de portada: fotograma de la película ‘Hambre’, adaptación de la novela homónima de Knut Hansum

Hace más de dos mil doscientos años, el poeta cómico Hiponacte de Éfeso suplicó a Hermes un manto grueso y algunas monedas de oro para quitarse el hambre y el frío. El castañeo de sus dientes y la posterior rabieta con su dios por ignorar tan menesterosas plegarias fueron motivo de gracia por el devenir de los siglos. Lógico: decía Woody Allen que la comedia es igual a tragedia más tiempo, y razón no le faltó nunca. Solo que una broma sostenida también puede convertirse en un drama, como es el caso.

Hemos de reconocer que eso del arte por el arte tiene un halo subversivo, auténtico e incluso ético bastante seductor. De hecho, se podría decir que nos sitúa en una suerte de Parnaso literario, habitado por una minoría de escritores que escribimos para minorías: una jet set de talentos incomprendidos que no podemos vivir de lo que escribimos porque el vulgo, según nos han hecho creer, es demasiado ignorante y no tiene el gusto refinado. No obstante, nada más lejos de la realidad: ignoramos a menudo que estamos en la base de la pirámide, justo donde hemos estado siempre.

"El 77 % de los autores percibe en concepto de derechos por la venta de sus libros menos de 1.000 euros al año"

Un ejemplo: el primer informe que se hizo sobre las condiciones laborales de los escritores en España, El Libro Blanco del Escritor (2019), nos dice que el 77 % de los autores percibe en concepto de derechos por la venta de sus libros menos de 1.000 euros al año. Sí, ha leído bien: menos de 1.000 euros al año. Tampoco es halagador que un 83,6 % del total no pueda dedicarse exclusivamente al oficio, sino que dependa de otras economías paralelas. Sí, un 83,6 %. Una cifra escalofriante. Por ende, y sintiéndolo mucho, no pertenecemos a un club selecto. Poco tiene que ver la distinguida literatura o el maleducado paladar de los lectores. La cuestión va por otro lado: acaso la mala suerte, la falta de talento, las insultantes regalías, el desamparo editorial o las plegarias a una deidad equivocada tengan algo que ver. Qué sé yo.

Desde que Hiponacte confesara al vástago de Zeus y Maya su tiritar en invierno, las grietas en sus pies maltrechos y el desoimiento por parte del olímpico, las letras han aceptado el estómago vacío como convención, puede que romántica. Los críticos, por su parte, nos han hecho creer que vender es sinónimo de mediocridad, que comer pan duro y olvido nos convierte en poco menos que en Cervantes o Keats, que acogerse al arte por el hambre es la muerte noble que debemos pagar por el kleos aphthiton de los griegos clásicos: la gloria perdurable de ser un autor de culto.

¿Qué nos queda entonces? No tengo ni idea. Pero no debemos pasar por alto que, a veces, la única salida que parece factible es la de aquel personaje de Kafka que hizo del ayuno su arte y que se encerró en una jaula para que el público lo contemplase como voyeur. Eso desbarataría cualquier intento de poetizar la precariedad que nos asiste.

"Nos empeñamos en no admitir que existimos anclados en el inmenso lodazal de lo común"

Tampoco puedo dejar de pensar en Dostoievski cuando apuntó que «el marginal no es la excepción a la generalidad, sino su antecedente». Desde esa perspectiva, resulta posible afirmar que ya nos precedieron nombres como Edgar Allan Poe, Herman Melville, Alejandro Sawa, Armando Buscarini o Emilio Salgari —que culpó a sus editores de su suicidio—, entre otros muchos. Por tanto, con esta antesala de lujo, es normal que la generalidad esté más que servida y consentida de buen grado. Será porque, como señalaba Knut Hamsun —otro escritor famélico—, «no hay lugar para la compasión en un mundo donde sólo impera la necesidad».

Todo esto, seamos sinceros, sería gracioso si no lleváramos más de veinte siglos interpretando la misma cantinela. Aunque tal vez esté siendo algo hiperbólico.

Atiendan. En El oficio de editor: Una conversación con Juan Cruz, Jaime Salinas, brillante editor de Alfaguara y de Alianza, declara algo que aprendió de Rowohlt: «si publicas doce libros al año, intenta que funcionen dos y no te preocupes de los otros diez».

¡Vaya! Y «los otros diez» pensando que somos autores selectos, visionarios, hijos de otra época. Pobres. Nos empeñamos en no admitir que existimos anclados en el inmenso lodazal de lo común.

"¿No les parece curioso? Es más fácil para un escritor comer de la paraliteratura que de su propio oficio"

Ricardo Piglia, Premio Formentor de las Letras y de otros tantos galardones importantes, admite en Crítica y ficción que vive de la literatura, pero no de la escritura. Y añade que en los últimos quince años se ha ganado la vida editando o enseñando. ¿No les parece curioso? Es más fácil para un escritor comer de la paraliteratura que de su propio oficio. ¿Quieren echarse algo a la boca? Hagan un curso de escritura creativa e ilustren a los futuros monitores que heredarán el taller una vez hayan perdido la esperanza de escribir la novela que les pagará las facturas.

Yo, que nada sé de economía y poco de editoriales, solo puedo ofrecer de forma sucinta lo que pone de relieve Enrique Murillo en una larga conversación con Juan Soto Ivars. Este histórico lector editorial y traductor —una figura clave en el ecosistema literario español— comenta que, durante su trayectoria, observó prácticas que opacaban la información real sobre las ventas. Según relata, en ocasiones, el sistema de liquidaciones dependía por completo de los datos que facilitaba el propio editor, sin que existiera supervisión externa. En sus memorias, incluso llega a describir situaciones en las que, de un mismo título, coexistían dos cifras: la auténtica, más alta, y la «oficial», más baja, y que era la que finalmente se comunicaba al autor. Y agrega que es probable que esto siga ocurriendo hoy en día por falta de transparencia, por la ausencia de una ley eficaz que regule el número de tiradas. Por si fuera poco, también sostiene que los escritores no cuentan con la visibilidad que merecen en un mercado donde se publica mucho más de lo que puede leerse; y las librerías, sitiadas por el aluvión de volúmenes, apenas retienen los libros en sus estantes antes de devolverlos. Juzguen ustedes mismos.

"Mientras tanto, aunque parezca absurdo, solo nos queda seguir legando miseria. ¿Qué remedio?"

Valle-Inclán lo definió bien: esto es un esperpento, una tragedia clásica vista en un espejo cóncavo. De no serlo, no podrían explicarse decisiones como las de Charles Bukowski. Dos opciones: permanecer en la oficina de correos y acabar loco o jugar a ser escritor y morirse de inanición. Se decantó por la segunda. Y por fortuna, le salió bien. Pero como él mismo dijo, «el talento es un disparo en la oscuridad». También la fama y el reconocimiento.

En cuanto a usted, Hiponacte, deseo de corazón que encontrara su capa gruesa y caliente, ya que, siendo prosaicos, lo que un artista quiere —lo que quiere de verdad— es que le paguen. A poder ser, bien. Al menos así toda esta broma no sería tan macabra y uno se aseguraría una pensión digna.

Mientras tanto, aunque parezca absurdo, solo nos queda seguir legando miseria. ¿Qué remedio? Al fin y al cabo, como al artista del hambre kafkiano del que antes hablábamos, ayunar nos es imprescindible. No puede ser de otra manera: escribir es lo único que nos sacia.

5/5 (6 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios