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El Cantar de Valtario: amor y furia

El Cantar de Valtario: amor y furia

A Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) debemos cubrir de laureles por muchas cuestiones. Principalmente debemos agradecerle —aquellos que amamos la poesía como vehículo mínimo de todo lo mayúsculo— la renovación poética que supuso su línea clara y su verso a caballo entre la erudición y lo popular. También se trata de un referente académico, cuyos ensayos e investigaciones han iluminado más de un páramo literario. A ello hay que sumarle (y quizá sea lo único que importe) una postura generosa ante la vida, cargada de sentido del humor, afecto y franca amistad para aquellos que hemos podido gozar con él de algunas horas cómplices. Y aunque, como digo, quizá esto último sea lo esencial a ciertas alturas de la comedia, hoy debemos aplaudirle por devolvernos, una vez más, aquella joya del medievo tardío que vertió por vez primera al castellano y que le supuso el Premio Nacional de Traducción en 1987: el Cantar de Valtario, primorosamente editado —como siempre, nada nuevo bajo el sol— por el Reino de Cordelia que gobierna con tanto gusto Jesús Egido, acompañado en esta ocasión de ilustraciones de Miguel Ángel Martín (León, 1960).

El argumento parte de la saga germánica que narra las hazañas de Walther o Valtario de Aquitania (o de España), héroe de la Tolosa de en torno al siglo v, general al mando de los hunos de Atila (sí, aquel que agostaba la hierba a su paso), cuya fama lo convertiría en leyenda visigoda.

"El grueso de la narración se dedica a referir las hazañas bélicas del héroe, que ha huido del campamento huno, robando los tesoros de Atila, para volver a su añorado hogar en Aquitania"

El creador del Cantar fue (o no) un monje benedictino de Sankt Gallen, en la actual Suiza del siglo x, de nombre Ekkehard, aunque han corrido ríos de tinta sobre la autoría de esos 1.456 hexámetros latinos que componen las hazañas del héroe y que tienen mucho de centón, de miscelánea literaria, pues aprovecha, a su modo, otros versos de autores clásicos (el lector avezado encontrará un regusto virgiliano). Sin embargo, y citamos a De Cuenca, «el cantar reúne tantos méritos que poco importa quién sea su autor o el momento histórico en que fuera escrito».

Y así es. La pieza goza de muchos méritos, los cuales nos llegan con la altura literaria y el vuelo poético de la traducción cuenquista, que nos hace volver, con ternura, a los tiempos de la imaginación desbordada, de la atracción aventurera. Ese disfrute infantil de la hazaña épica, del héroe imbatible y la narración de personaje, en donde —con sus luces y sombras— el lector acompaña al protagonista en sus errores y aciertos, se adelanta a sus decisiones, advierte de sus peligros y asiste con sorpresa a los avatares de la fábula. Las ilustraciones de Miguel Ángel Martín, que gusta siempre de lo explícito y lo gore pero que aporta una especial dulzura en las miradas, no podrían ser más apropiadas para una narración en la que se suceden amputaciones, mutilaciones, espadazos, degollamientos y muertes por doquier, pero que no deja de tener como sustrato un relato de amor y de amistad. Leyéndolo se nos harán, como señala la dedicatoria del Cantar, «más cortas las horas del día interminable».

El grueso de la narración se dedica a referir las hazañas bélicas del héroe, que ha huido del campamento huno, robando los tesoros de Atila, para volver a su añorado hogar en Aquitania de la mano de su prometida Hildegunda. El narrador incide en el relato guerrero de Valtario, a quien atacan, de vuelta a casa, multitud de caballeros expertos que van cayendo a sus pies exánimes y destrozados —aún más si vienen con aires ufanos—, reducidos a montañas de miembros cortados, cabezas y vísceras. Eso sí, al fin de la escabechina el bueno del aquitano tiene a bien dedicar un recuerdo como plegaria a los caídos; porque se puede ser una picadora de carne, pero también tener buen gusto: «Y con contrito corazón ruego al Señor benigno, ya que quiere destruir el pecado y no a los pecadores, que me conceda la gracia de volver a ver a estos héroes en la morada celeste».

En el relato de Valtario percibimos un interés por poner en el centro de la acción al personaje de Hildegunda, prometida del protagonista, y por hacer constar un papel activo de la mujer. Esta acompaña, realmente, el itinerario del héroe, le sirve de ojos cautos ante el peligro y porta en sí misma la razón de la partida, la búsqueda del amor, la confianza y el sosiego de la compañera.

"Sobre el drama sanguinolento se impone el afecto y el sentido del humor, infrecuente en cualquier relato épico"

Las imágenes que vuelcan Luis Alberto de Cuenca y Miguel Ángel Martín nos confirman la calidad literaria de la pieza, asistiendo como lectores a recreos épicos de inigualable belleza, evocando esos robustos ejércitos convertidos en «selvas de hierro que atraviesan los campos», sobre los que llueven flechas que caen «con la misma densidad con que la nieve cae cuando sopla el cierzo», confirmando la pluma de un narrador impetuoso.

Sin caer en el destripe (que mucho de esto tiene el relato), destaca un mensaje categórico sobrevolando el Cantar: el poder de la amistad por encima de la violencia; el propio héroe, tullido tras la sangrienta batalla, se ríe de sus propias desgracias con Haganón —a quien ha dejado tuerto—, amigo de la infancia y otra de las grandes espadas de Atila, reconvertido en antagonista por los avatares bélicos. Es decir, sobre el drama sanguinolento se impone el afecto y el sentido del humor, infrecuente en cualquier relato épico, porque, al cabo, el autor del Waltharius recuerda lo esencial: que lo que importa es brindar tras el infortunio con tu Haganón fraterno y abrazar, ya exhausto y en la noche, la cintura de tu Hildegunda. O a la contra, ahí ya cada cual.

«Y que la negra muerte te quite lo bailado», que diría el poeta.

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Autor: Anónimo. Título: Cantar de Valtario. Ilustraciones: Miguel Ángel Martín. Traducción: Luis Alberto de Cuenca. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todostuslibros y Amazon.

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