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El embuste es todo un arte

El embuste es todo un arte

Hace un par de años, en 2017, Luis Landero publicó La vida negociable, un relato marca de la casa, de los que tiene acostumbrados a sus muchos y exigentes lectores. De nuevo ese clima tan característicamente cervantino de sus obras, esa típica calentura de sus personajes que hace reconocible su estilo, como esos artistas que parecen estar pintando siempre la misma acuarela, pero la luz ahí plasmada y algún mínimo detalle nos revelan que ya es otro cuadro.

Fina lluvia es, acaso, su novela más dura, más intensa, más profunda. El autor, desde las primeras líneas, intenta por todos los medios mantenerse a distancia, ocupar un lugar un tanto cómodo en lo alto de la grada y no tratar de intervenir en el devenir de sus criaturas. Pero no siempre es posible. Y eso, precisamente, hace aún más valioso su libro porque, de vez en cuando, surgen esas frases a las que nos tiene acostumbrados Landero. Como cuando retrata interiormente a uno de sus más logrados personajes: “Tenía un modo triste de ser, sí, pero era una tristeza inofensiva y compatible con cualquier ilusión”.

"Tras la lectura de Lluvia fina, tampoco podemos evitar recordar aquí otra excelente novela publicada en 2008 por el grandísimo Rafael Chirbes: Los viejos amigos"

La tensión, que va creciendo minuto a minuto, que se palpa en estas páginas no es obstáculo, sin embargo, para aplicarle una estructura que nos parece, en el caso del escritor de Alburquerque, un tanto novedosa. Incluso sorprendente. En este sentido, en la teoría de la literatura, la llamada técnica de los vasos comunicantes, que, con rigor y éxito, usó en su día Vargas Llosa —el Vargas Llosa de sus mejores tiempos, el más valiente, el de La ciudad y los perros, La casa verde y, sobre todo, Conversación en La Catedral, un verdadero monumento de la literatura en lengua española del siglo XX—, se entiende como la disposición de varias historias paralelas, de significados aparentemente inconexos entre sí, pero que en conjunto se van modificando, contaminando y alterando mutuamente. Landero sabe manejar a la perfección este resorte de gran eficacia narrativa pero sin que por ello se extravíe en una peligrosa vorágine que podría echar a perder su novela.

Tras la lectura de Lluvia fina, tampoco podemos evitar recordar aquí otra excelente novela publicada en 2008 por el grandísimo Rafael Chirbes: Los viejos amigos. En uno y otro caso estamos ante un juego de contrapuntos, ante vidas cruzadas, ante las trampas de la memoria y, en definitiva, frente a una profunda reflexión sobre la condición humana, que no es, ni mucho menos, un simple telón de fondo. Landero nos habla en su libro de “caras memoriosas”, que es un término que probablemente él inventa, de las mentiras que existen en todas las familias y del obligado silencio que se impone para saber guardarlas y sacarlas a relucir en la ocasión más propicia. Surgen de inmediato, de aquí y de allá, muchas preguntas: ¿Se debe contar todo? ¿Con qué versión de todas las que a diario escuchamos hemos de quedarnos? Landero, a través del personaje de Aurora, que es, como aquí se indica, “la única dueña absoluta del relato”, tiene muy claro que todos, sin excepción, maquillamos un poco nuestro pasado para poder salir favorecidos, sin llegar del todo a lo que conocemos como mentira. En este juego, a veces escabroso y confuso que ronda las vidas de todos los seres humanos y que se sitúa en una delgada línea entre la felicidad y la mayor de las desgracias, se conjugan palabras como olvido, memoria, imaginación y nostalgia.

"Landero nos ofrece una verdadera fiesta musical polifónica, aunque tras el confeti se esconda un desapacible aire de amargura"

Bajo la batuta de una madre cuyo autoritarismo está representado por su “moño duro” y que nos recuerda, en algunos de sus rasgos, a la Bernarda lorquiana, crecen, gozan y sufren tres hijos y una nuera: Sonia, la mayor, bien parecida, inteligente pero inmadura, su hermana Andrea, que posee justo los rasgos contrarios pero que dispone de una vida interior que casi la lleva a la perdición, y Gabriel, el niño mimado y bueno, el triunfador, el filósofo que trata de convertir en realidad sus teorías, pero que, finalmente, no sabe quién es en realidad ni el papel que representa frente a su familia y, sobre todo, frente a su esposa, Aurora. La pobre Aurora, que parece extraviada en algún punto del universo, que parece haberse quedado al margen de todo y de todos y haber asumido el papel de confesora y oyente de los cuatro —incluida la madre—, pero que intuye, desde el primer instante, que los relatos no son inofensivos, que “hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza”, que “los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia”. El personaje va tomando cuerpo a lo largo de la novela hasta convertirse en la verdadera protagonista en un final que resulta sorprendente, pero, en ningún caso, inverosímil. Landero sabe llevarnos, paso a paso, con esa calma tan propia en él, hasta ese instante en el que, una vez escuchadas cada una de las partes implicadas, Aurora se erige en juez, en dueña suprema de su propio destino, y dicta sentencia.

Hace unos cuantos años, en la película de Wayne Wang titulada Smoke, en la escena final, cuando Auggie Wren (Harvey Keitel) le relata un cuento de Navidad a su amigo, escritor frustrado, Paul Benjamin (William Hurt), que, deslumbrado y perplejo, en un exquisito primer plano, le escucha con la mayor atención, este último, al concluir, le responde: “El embuste es todo un arte, Auggie. Para inventar una buena historia hay que tocar las teclas adecuadas”. Y aquí, en Lluvia fina, en el caso que nos ocupa, Landero nos ofrece una verdadera fiesta musical polifónica, aunque tras el confeti se esconda un desapacible aire de amargura.

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Autor: Luis Landero. TítuloLluvia fina. Editorial: Tusquets. VentaAmazon y Fnac

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